—Le ruego que me suelte.
Él no le hizo el menor caso a su petición y ella elevó la mano dispuesta a liberarse. Terrence tensó más el agarre, pues no estaba dispuesto a que ella ganase esa pequeña batalla que trataba de entablar con él.
—Si es usted la señorita McAllister debo llevarla a casa de los Ardlay —señaló como si eso fuese toda la explicación que estaba dispuesto a ofrecer.
—Soy Lady Victoria McAllister y le agradeceré que me devuelva mi brazo. —Terrence la soltó en ese momento mientras la premiaba con una sonrisa ladeada.
Tom carraspeó de nuevo para hacer notar su presencia, dado que uno y otro se miraban en un duelo que le hizo sentir incómodo. Cualquier otra persona habría temblado de miedo por tener a Terrence Graham tan cerca y observarlo tan intensamente. La dama parecía no estar dispuesta a echarse atrás y eso era algo que Tom debía admirar. Ella tenía coraje.
—Señor Stevenson —lo saludó ella al tiempo que inclinaba la cabeza ligeramente en señal de respeto—. Disculpe mis modales, pero se lo debo a todo el tiempo que llevo de pie después de un largo viaje que espero no repetir. —Con esa respuesta ofrecida a Tom, le hizo saber al desconocido que era consciente de que la había hecho esperar deliberadamente, aunque no entendía el motivo por el que no se había presentado antes.
—¿Dónde está su escolta? —preguntó Terrence haciendo oídos sordos a la áspera, pero educada, recriminación de la muchacha.
—Dado que fue un viaje repentino, no vi la necesidad de arrastrarlo, así que me ha acompañado mi dama de compañía —señaló, justo cuando ella se acercaba hasta el grupo por su lado izquierdo.
La muchacha se quedó mirando a los dos hombres y sonrió afablemente.
—Ella es Annabelle Brighton, mi dama de compañía —la presentó.
—Caballeros —la muchacha se quitó el sombrero e hizo una reverencia —¿Quién de los dos es el encargado de llevar a mi señora hasta el afortunado que desposará a la flor más bella de Escocia? —inquirió con humor, modulando su manera de hablar. El disfraz de dama de compañía vestida con ropa masculina, había dado sus frutos. Nadie parecía fijarse en ella y le encantaba pasar desapercibida. Eso fue lo mejor de todo el maldito viaje. Oh, sí, blasfemar fingiendo ser parte del servicio también era muy divertido, nadie cuestionaba nada.
—Annie... —susurró mortificada Lady Victoria para hacerla callar.
—¿Qué, pasa? ¿¡Acaso no puedo alabar las virtudes de mi señora ante dos apuestos caballeros!?
—Annie, por favor...
—¡Oh!... —la interrumpió la muchacha sin abandonar su papel de dama de compañía —. Ya sabe, enaltecer sus virtudes... es mejor que lanzarlos a los lobos... ¡Qué locura! —sonrió pensando que su amiga se refería al echo de llamarlos apuestos.
—Pero somos tan necesarios que se les haría imposible vivir sin nosotros —replicó Tom, dándole una mirada delicada a Lady Victoria.
—Ninguno de ellos es el señor Johnson, Annie —develó al fin la joven suspirando.
—¿¡No!? —La pregunta salió disparada mientras miraba con fijación al fiero hombre que no había dejado de observar a su amiga ni un instante. El otro también la examinaba con atención.
—Y es una verdadera pena no estar en las zapatos de Albert —intervino galante Tom —. Sin embargo, si tuviese alguna contrariedad, le ruego que recuerde mi nombre, Tom Stevenson —repitió por ella lo había olvidado—. Y la insto a encontrarme en las oficinas continuas al banco, es mi lugar de trabajo, así que, si necesita de mi ayuda, estaré más que encantado de prestársela. —Tom acompañó con una sincera sonrisa cautivadora su ofrecimiento.
La muchacha tuvo que parpadear varias veces para comprobar que no estaba soñando. Él había sido... No encontraba la palabra, pero sin lugar a duda, esa declaración, unida al hecho de que el hombre castaño había dicho que no sería del agrado del inglés que la había traído con la promesa de casarse con ella, dejaba bien claro que le estaba ofreciendo una salida en caso de que todo se torciera.
Annie sonrió al escuchar a Tom y lo miró con amabilidad. Estaba por responderle cuando una gran mole se puro músculo se interpuso en su camino. De pronto, la muchacha se encontró frente a la enorme espalda del caballero que desaprobaba por completo a su amiga.
—Es hora de que te marches, Tom. Busca en otra parte —señaló Terrence con una voz cortante que no admitía réplica alguna.
Tom alzó una ceja acusadora.
—Ya veo —se limitó a comentar sin amilanarse, rodeó a Terrence y se colocó frente a la dama—. Le deseo suerte, Lady Victoria. La va a necesitar —inclinó su cabeza a modo de despedida—. Señorita Brighton —se despidió también de la joven vestida de manera inusual.
Ambas jóvenes intercambiaron una mirada de extrañeza ante la situación. No comprendían nada. Ni siquiera Annie, que había estudiado con atención el comportamiento masculino, se atrevía a conjeturar lo que sucedía en ese intercambio entre Tom y el otro desconocido que ni siquiera se había presentado.
—Tenga buen día, señor Stevenson —ofreció Lady Victoria respetuosamente.
El joven se alejó un par de pasos y luego se giró hacia donde estaban los tres y dijo:
—Dile a Karen que tal vez pronto vaya a visitarla. Hay asuntos de mi interés en el campo. —Tom era consciente de que estaba metiéndose en terreno escabroso, pero no le importó. Solo ver la mirada asesina que le lanzó Terrence por tomarlo como mensajero, valía la pena asumir el riesgo de contrariarlo.
Terrence no respondió, se limitó a tomar las pertenencias de las damas y luego se echó a andar. Ellas entendieron que debían seguirlo.
—¿Quién es este impertinente? —preguntó en voz baja Lady Victoria.
—Deduzco que es quien la llevará junto a su futuro esposo, señorita —sentenció la muchacha con seguridad.
—La llevaré a casa de los Ardlay, pero no cuente con que su conjetura se cumpla —la avisó el castaño sin darse la vuelta para mirarlas.
Lady Victoria volvió a jadear ante su insolencia, sorprendida también por su agudo oído. Ahí estaba de nuevo la clara alusión que ella sería desagradable a su prometido.
—¿Por qué dice eso? —Annie, aunque imaginaba que la escucharía, no pudo reprimir el impulso de preguntar.
—Me desaprueba —comentó su señora, al tiempo que erguía la espalda y alzaba el mentón en una posición defensiva.
Terrence frenó en seco su andar. Con el baúl más grande sobre su hombro y los dos pequeños en su mano izquierda, se giró para observar la estirada joven de pies a cabeza una vez mas.
—En el campo donde ver a una mujer joven y soltera es como un sueño, nadie en su sano juicio la desaprobaría, pero pronto verá que no todos los hombres son sensatos. —Volvió a girarse y continuó su camino hacia la carreta que dejó en los establos de la posada.
—Es aterrador —susurró Lady Victoria, esperando que él no la hubiese escuchado esta vez.
—E impertinente —respondió Annie, alzando la voz para que él la escuchase. Toda una vida siendo correcta... Bueno, toda una vida tratando de contenerse cuanto pudo para no expresar sus opiniones, y ese hombre imposible la había hecho olvidarse de todo en un solo suspiro al menospreciar a su amiga.
Una breve sonrisa tiró de la comisura del labio de Terrence ante la salida de tono de la dama de compañía. Evidentemente, ella no le tenía miedo.
Las dos jóvenes continuaron andando en silencio hasta llegar a la carreta. Cuando Terrence tuvo todo listo para partir, miró a Lady Victoria y dispuesto a mostrarle a la estirada muchacha para que comprendiera como eran las cosas con él, le ordenó:
—Usted irá detrás. Su dama de compañía y yo iremos al frente.
La susodicha iba a... no sabía a qué, porque todo pensamiento coherente quedó en el olvido cuando las inmensas manos de él rodearon su cintura y la subieron hasta dejarla sentada en el duro asiento de la carreta de madera.
—¡Por Dios! Son las manos más grandes que jamás he visto —dijo sin ser consciente de que lo había dicho en alto.
—Todo en mí es aterrador, impertinente y... grande, señorita Brighton —aludió Terrence, con rostro inexpresivo.
Si no hiciese calor, la muchacha hubiese dicho que su tono gélido era capaz de enfriar todo a su alrededor. Compuso una mueca al darse cuenta de que no había sido capaz de contener su lengua. Su rostro se tiñó de un rubor que a Terrence no le gustó ni un poco.
No quiso parar a examinar el motivo por el que esa clara muestra de tierna inocencia lo había incomodado sobremanera. También evitó admirar de más los ojos verdes de la muchacha y aquellos labios carnosos que mantenía apretados, sospechaba que lo hacía para que su boca no volviese a soltar ninguna cosa comprometedora.
Ella lo vio subir de un salto y mientras tomaba las riendas de los dos caballos que tiraban de la carreta se preguntaba ¿Por qué había mandado atrás a su amiga? —La joven deseaba estar en su lugar, porque ella había sido muy convincente en su papel de novia recién llegada a Inglaterra, y prefería que fuese ella quien compartiese la cercanía del insolente que no había tenido la delicadeza ni de ofrecer su nombre. Si él pensaba que iba a pedirle que se identificase, podía esperar sentado a que la humanidad pereciera.
Gracias Por Leer