Se fijó en su amiga que estaba junto a la carreta sin moverse. Se había quedado paralizada al ver la escena producida cuando Terrence la subió a la carreta...— suspiró conteniendo su enfado e iba a decir algo, cuando escuchó:
—¿Va a subir, señorita McAllister, o prefiere disfrutar del vicio que ofrece esta parte de Inglaterra? —preguntó Terrence burlón.
—Sí, sí... desde luego. —la joven movió uno de sus pies para ir hacia la parte trasera, pero se detuvo al instante al lado de Terrence y no pudo evitar decir —: Tal vez haya dicho su nombre y no me percaté de ello, ¿Podría repetirlo?
Annie rodó los ojos. Ella no deseaba conocer la identidad de ese gran... gran... ¡desagradable hombre que había tratado tan mal a su amiga, pero esta última tenía el don de estropearlo todo. Se iba a acoger al desconocimiento para maldecirlo en el anonimato y demostrarle que no le importaba su nombre. Seguro que era un nombre ridículo como Prócoro, Theofilo, e incluso Tobias le iría bien. Algo de poco peso que evidenciaría que él no era tan... tan... tan... algo que ella no conseguía traer a su mente para calificarlo.
—Mi nombre es Terrence Graham, señorita McAllister —dijo el castaño en tono seco, un tanto extrañado por el cambio de actitud de la muchacha.
—Es un placer, señor Graham —dijo ella subiendo en la parte de atrás acomodándose plácidamente.
Annie no pudo reprimir un pequeño jadeo cuando él dio a conocer su identidad. ¡No podría ridiculizarlo con ese nombre! Terrence. Era un buen nombre. Además, el insolente ese, le parecía rudo, seguro, fiero, peligroso, apuesto, grande... — volvió a jadear más fuerte cuando se dio cuenta del rumbo de sus pensamientos. ¿Qué la había poseído para tener esas inquietudes aflorando en su mente? —Suspiró y se sacó un pañuelo para pasárselo por la frente. Seguro que era el calor. En Escocia no hacía tanta calor y la sequedad de esa parte de Inglaterra le estaba pasando factura. Giró la cabeza sin darse cuenta de lo que hacía y examinó su poderoso perfil. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Cómo iba a soportar el camino con él a su lado? Alzó una plegaria breve para que fuese un trayecto corto. ¿Y si le preguntaba la duración del recorrido para quedarse más tranquila?
—Diga lo que tenga que decir de una maldita vez o se acabará atragantada con la indignación —le sugirió el castaño, mientras la miraba fijamente. No le habían pasado por alto ningún gesto de la rubia.
—No sé a qué se refiere —alegó la muchacha, al tiempo que desviaba la mirada hacia la parte contraria para no verlo.
—Además de Pecosa, es mentirosa —la acusó Terrence, sin piedad. Sospechaba que no era la dama de compañía de Lady Victoria, y que algo escondía pero no lograba descifrar, que era, exactamente.
La muchacha aspiró profundamente con ira contenida. ¿Sería correcto abofetear a un impertinente hombre que la llevaría hasta su destino final? —Ella, de hecho, podía hacer mucho más que eso, y no estaba pensando en nada pecaminoso, por más que fuese un hombre de lo más atrayente. Nunca se consideró una mujer violenta porque trataba de controlarse todo el tiempo en cualquier situación, pero cuando lo escuchó llamarla Pecosa, y mentirosa, quiso abalanzarse sobre él, presionar su cuello con sus propias manos... y no precisamente para comprobar si era tan duro en todas partes como observó que lo era a través de la fina camisa que llevaba, y... ¡Ay, Por Dios!, —observó la parte baja de su vestimenta —¿Desde cuándo unos deslucidos y viejos pantalones le hacían tanta justicia a un hombre de campo? ¡Era una dama, y no una cualquiera! Ella era muchísimo más de lo que parecía a simple vista y ese era un pesado secreto con el que tenía que cargar.
No debería estar imaginando cosas tan indecorosas como las que él sembraba en su mente. Y lo peor de todo eran esas botas... ¡Qué pie más grande tenía! ¿Sería el doble de su mano? ¿Tenía ese ser molesto algo pequeño en su cuerpo? Contuvo la sonrisa que pugnó por salir. Un pensamiento perverso y del todo inaceptable surcó su mente. No era que entendiese de anatomía masculina, pero había visto uno que otro cuerpo desnudo, dado que sorprendió a dos lacayos en una actitud amatoria con dos doncellas. Sacudió la cabeza. ¡No debería estar poniendo la apariencia del hombre que figuraba a su lado a esos dos cuerpos masculinos que ella observó por indiscreción de los amantes! Volvió a sacudir la cabeza. ¿Qué diantres le estaba pasando? Era el viaje. El largo y dificultoso recorrido le estaba pasando factura. Sí. Tenía que ser eso.
—¿Cuándo estaremos en el campo, señor Graham? —preguntó ella como si no hubiese nada incómodo entre ambos.
—Llámeme, Terrence.
No fue una petición cordial. Él era un tirano. Lo observó con atención para ver si debía preocuparse por él. Su amiga y ella iban ataviadas con armas para defenderse, así que debería estar tranquila y confiar en sí misma por si este resultaba ser como aquel bastardo por quién fue obligada dejar su hogar, era el mas perverso e infernal de los autócratas
—Señor Graham estará bien. —No iba a usar su nombre de pila.
—Terrence —repitió él.
—No.
El castaño se inclinó un poco y la observó con el rostro ladeado. Ella tenía agallas. Una pequeña luchadora sin temor. Un nuevo tirón le hizo subir la comisura del lado derecho de su labio.
—¿Tiene miedo de un nombre o de mí, señorita Brighton? —atizó con cierta diversión en la mirada.
Algo en el interior de la rubia se apaciguó. No era como el bastardo. No. No lo era. Sus ojos eran cálidos, no fríos, ni calculadores y lascivos como los de aquel desgraciado. Se tranquilizó de un modo que le permitió dejar a un lado el gran peso que sintió segundos antes.
Giró la cabeza y lo miró con seriedad y sin ánimo de amilanarse. Bien. Algunas damas Europeas tenían fama de ser irreverentes y descaradas, pues ella era capaz de herir con su altivez y una severa mirada. Compuso su gesto, al más puro estilo aristócrata, y se enfrentó a su escrutinio curioso.
—El día que le tenga miedo, señor Graham, lo sabrá, porque el infierno se congelará —sentenció de modo desafiante. Esperaba haber dejado claro que cuando ese día llegase, ella estaría frente a él apuntándole con un arma, o dándole en la cabeza con un objeto pesado.
Terrence no supo cómo calificar su respuesta, su duda aumentó... ella no era una simple dama de compañía, parecía una aristócrata como las que conoció en el pasado, durante aquel infernal viaje en el que su hermana le colocó una larga lista de llamadas debutantes con el fin de tentarlo para que se quedase y ocupase su lugar en la familia —herencia de su padre—, fueron remilgadas, insulsas... una se desmayó cuando él la miró con fijación, otra hizo de todo por llamar su atención, y él se dio el gusto de rechazar varias ofertas de matrimonio de padres desesperados por comprar marido para sus solteronas hijas. No podía imaginar a la señorita Annabelle Brighton comportándose de aquella manera.
—El día que yo la tema a usted, me verá correr tan rápido y lejos para huir, que se quedará asombrada de la velocidad con la que escaparé. —Sonó a promesa, debido al timbre bajo que empleó y la seguridad que le imprimió a ese mensaje tan extraño.
La muchacha frunció el ceño. ¿Qué clase de sentencia había sido esa? ¿Por qué huiría de ella? Y lo más importante, ¿Por qué le tendría miedo ese inmenso hombre a una aparentemente sencilla mujer como ella? No entendía nada y la verdad era que no deseaba seguir con el asunto.
La joven carraspeó. La forma en la que la observaba era tan desvergonzada... ¿No se daba cuenta de que un caballero no debía mirar así a una dama? —¡Hombre escabroso! —pensó.
—¿Va a decirme cuánto dura el viaje? —la joven regresó a la pregunta inicial.
—Terrence —le recordó que debía usar su nombre.
—No.
—Entonces no le responderé.
—Muy bien.
—¿Nos movemos ya o qué? —Se escuchó una voz desde atrás. Su amiga se quejó porque él no había puesto en movimiento la carreta. Aunque estaba disfrutando el enfrentamiento de palabras en el que estaba su amiga con aquel insolente, quería llegar de una vez a su destino final y deshacerse de todos aquellos trapos.
—Di mi nombre —Terrence decidió prescindir de la formalidad para forzarla.
—No.
—No moveré ni un dedo hasta que me salga con la mía. —estaba decidido a cumplir su palabra.
—¿Por qué? —ella no entendía el funcionamiento de la mente de aquel extraño caballero.
—Ese es asunto mío, Pecosa. —Respondió él reprimiendo una sonrisa. Quería ver cuán férrea era su voluntad.
La muchacha resopló pesadamente ante aquel apelativo tan molesto, pero decidió no repelar al respecto, puesto que en realidad tenía dichos puntos marrones alrededor de su nariz.
—Creo, señor Graham, que va a tener que sacar nuestras pertenencias de su carreta, ya encontraremos otro medio de transporte para llegar a casa del los Ardlay —harta de su impertinencia, la muchacha se levantó del asiento dispuesta a dar un buen salto hasta el suelo, pero él le atrapó el brazo para frenarla en su marcha.
—¿Sería capaz de ir con un desconocido antes que obedecer mi sencilla petición? —preguntó Terrence con formalidad porque no quería llevarla al límite... No todavía.
—Olvida, señor Graham, que no nos conocemos tampoco. Es más, si no hubiese sido por mi señora, no conocería ni su identidad.
Él le sonrió. Y ella se quedó perpleja. ¿Sonreía? Ese hombre insolente, impertinente, insulso, duro, serio, enorme... era capaz de sonreír... y vaya sonrisa.
—Conmigo no corres ningún peligro que atente contra tu seguridad, señorita Pecas.
La muchacha tensó la mandíbula ante la forma como aquel insolente la llamó. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Por qué se tomaba tantas licencias con ella?
—Eso es lo que dice usted —replicó cuando sus posaderas dieron con la dureza de la madera. Estuvo sentada en un abrir y cerrar de ojos. Se quejó por el impacto. Él reprimió las ganas de ofrecerle unos excitantes cuidados sobre la zona dolorida que se marcaba tan bien en los pantalones que vestía. No deseaba que ella huyese escandalizada, aunque la idea de ella sobre sus rodillas mientras le aplicaba una pomada calmante en sus redondeadas y sugerentes nalgas, fue muy gratificante.
—Debo admitir que eres valiente, Pecosa —continuó atizando. —Cuando las vi antes, frente a la posada, no me acerqué a ustedes, porque creí que se habían perdido y que no tardarían en salir huyendo de regreso a casa. Las hice esperar porque no calculé bien la entereza de vuestra fuerza de voluntad y vuestro... orgullo. Además, tú me despistaste, dado que me avisaron de que debía recoger a una dama y a su escolta, no a dos damas. Si estás enfadada conmigo porque las hice esperar, te pido disculpas. Consideré que el campo no estaba hecho para damas refinadas como ustedes.
La muchacha se tomó un momento para analizar sus palabras. Les dio sentido y entendió que él no se creía la farsa que ella era una dama de compañía, y para colmo, no la consideraba capaz de soportar las durezas que afrontaría.
—Créame, señor Graham, —comenzó a decir la muchacha irguiendo su postura —es preferible enfrentar a los mal nacidos que hay en el campo, eso lo incluye —lo miró ceñuda... — que regresar a Escocia. Y no necesito sus disculpas.
Terrence volvió a sonreír de lado. Había logrado su objetivo, ella se mostraba tal cual era. No se equivocó, lo acababa de comparar con un mal nacido y no había siquiera titubeado.
¡Maldita fuese, si ella no le gustaba por la determinación de su carácter y su valentía! Nadie se enfrentaba a él. Menos una mujer. Lo miraban con respeto en cuanto se daban cuenta quien era él, y a ella no parecía importarle ese detalle. Cuando la tía de Albert lo mandó a recogerlas, temió que se negasen a compartir el viaje con él, por su aspecto de hombre de campo, pero lo que estaba descubriendo era demasiado fascinante. —Suspiró.
—¿Qué era lo que querías saber, señorita Pecas? O debo llamarte de otra manera
—¿¡Eh!?
—¿Quién eres? Es evidente que no eres una simple dama de compañía, o ¿Me equívoco?
Gracias, Por Leer