Los labios de ella formaron una linea recta. No era su imaginación, la había descubierto pero no iba a aceptarlo frente a él.
—Lo soy —respondió con seriedad.
Terrence curvó sus labios. La muchacha era igual o mas testaruda que él.
—¿Podría decirme cuánto tardaremos en llegar al campo?
—Depende —respondió Terrence en tono burlón.
—¿Qué clase de respuesta es esa? —la joven estaba nuevamente indignada. ¿Es que acaso la molestaba por deporte?
—La que te he ofrecido. —Si ella creía que iba a ganar una batalla frente a él estaba chiflada.
La muchacha apretó los labios en una fina línea. No iba a discutir más. Lo mejor sería ignorarlo y esperar a que el trayecto fuese corto. Sus ojos verdes miraban al frente y él sabía que no iba a dedicarle ni una mirada en lo que durase el camino al campo.
Terrence se tomó la ruta más larga porque deseaba irritarla y lo iba a disfrutar, notó que sus pecas danzaban alrededor de su pequeña y respingada nariz cuando estaba molesta. También quería conocerla un poco más, porque ella escondía algo. Era así de sencillo, pero en especial le gustaba verla enfurruñada.
Había algo que él tenía que averiguar y no descansaría hasta descubrir lo que la señorita Brighton escondía. Ella definitivamente no era una dama de compañía pero estaba empeñada en hacerle creer que lo era.
Lo que no esperó fue que la lluvia los alcanzase repentinamente y tuvo que buscar refugio en la casa de la señora Giddens a toda prisa, dado que el camino estaba demasiado enlodado para continuar y ella estaba pasando frío. Además, la veía girarse muchas veces para comprobar el estado de la otra muchacha, quien parecía estar sufriendo mal rato bajo las gotas frías. La preocupación de la señorita Brighton por la señorita McAllister lo tenía al límite. ¿Por qué? Ni lo sabía ni deseaba averiguar el motivo, pero si la veía una vez más girarse y suspirar de pena por el estado que presentaba su acompañante, él iba gritarle.
Cuando entraron en la casa, estaba vacía. Terrence descargó los baúles a sus pies y una bolsa con provisiones que empacó antes de salir del campo. Dejó los caballos dentro del destruido establo, eso debería bastar por el momento.
—¿Pony? —llamó el castaño cuando abrió la puerta. Nadie respondió. Entraron hasta el pequeño salón. No se oía ni un alma.
—¿Es seguro estar aquí? —inquirió la muchacha mientras castañeaba los dientes. ¿Cómo del calor habían pasado al aguacero? Inglaterra era más desconcertante que Escocia con respecto al tiempo. Allá por lo menos el clima tenía la buena educación de estar permanentemente gris en invierno.
—Si queremos estar a bien hasta que la lluvia cese, debemos pasar la noche aquí. Parece que Pony se ha ido a visitar a su amiga al orfanato, porque no hay ni rastro de ella.
—¿Y no le importará que nos quedemos en su propiedad sin ser invitados?
—No. La dama que reside aquí es todo bondad y un algodón de azúcar. Es una buena amiga mía. —Sabía lo que decía, porque la mujer era encantadora y él la visitaba con cierta frecuencia para ver si necesitaba algo. La historia que le unía a Paulina Giddens los había hecho muy cercanos desde que sus amigos y él defendieron los terrenos en donde con ayuda de todos los vecinos construyeron un pequeño orfanato que su amiga María dirigía.
Un sonido de castañeo de dientes resonó en medio de la modesta casa de madera. La joven se dio cuenta de que su amiga estaba más fría que ella. Aunque no lo pareciera, ella era mas delicada y frágil. Se apresuró a cruzar la habitación y se abrazó a ella.
—O Por Dios, señorita. Deje que le ayude a entrar en calor. —Mientras lo decía comenzó a frotar sus brazos y su espalda. —Escuchó que su amiga respiraba con impaciencia y casi le pareció que emitió un gemido. Ella estaba actuando raro ¿Le habría enfadado ir sentada en la parte de atrás de la carreta?
—¡Basta! —exclamó la pelinegra en alto al ver la mirada inquisitiva de Terrence—. No puedes estar sin hacer nada. ¡Haz el favor de meterte en tus asuntos!
—Pero, ¿Qué...? —la joven se quedó pasmada por el desplante de su amiga.
—Te rogaría que tengas en cuenta que no soy una desvalida, y que por mas que te considere mas que una criada, debes saber cual es tu lugar... y no debes mostrar este tipo de afectos frente a los demás —Lady McAllister se giró sobre sus talones y se marchó del salón e ingresó en única habitación que tenía la diminuta casa.
Terrence estaba analizando la situación en su interior. Algo en su pecho se agitó de un modo extraño cuando vio a esa mujer que no conocía de nada, abrazar a otra mujer —¿Sería esa la razón por la cual se vestía con ropa masculina? ¡Infiernos! Fue muy incómodo sentir lo que se alojó en su pecho. Pero más aterrador fue ver a la preciosidad rubia abrazar con tanto mimo, cuidado y preocupación... a la señorita McAllister. No podía decir lo que era, pero había un suceso insólito en toda esa situación. Había visto numerosas muestras de protección cuando Robert se instaló en la hacienda Kleiss para poner patas arriba el mundo de Karen, pero eso era lógico porque ahí siempre hubo algo intenso. Lo que había visto ante él... Era inesperado. Fue el modo en el que la señorita Pecas como la bautizó, miró a su señora, la forma en la que la acunó entre sus brazos... ¿Serían celos? Y lo más importante... ¿Desde cuándo él sentía una emoción similar a los amargos celos? ¿Que demonios le estaba pasando con esa dama Pecosa?
Frunció el ceño mientras seguía observándola con atención. Ella se mostraba muy incómoda también por lo acontecido.
—¡Qué le voy a hacer! Mi señora siempre será como una niña pequeña, está en mi instinto cuidar de ella. —Sonó a disculpa. ¿Por qué demonios me estoy justificando ante él? Se cuestionó a si misma —No hay nada de malo en lo que hago.
—¿La señorita McAllister y tú, son del tipo de señora y dama de compañía que duermen juntas? —preguntó Terrence sin amagos viéndola de pies a cabeza.
—¿Qué? —la muchacha no entendió absolutamente nada la pregunta.
—¿Fornicas con tu señora? —Terrence decidió ir al grano.
—¡Eh! —Los ojos de la muchacha amenazaron en salir de sus cuencas —¿Qué clase de pregunta era esa?
—¿Fornicas con tu señora, si, o no ? —volvió a preguntar por si no lo había escuchado claramente.
—¿¡Cómo se atreve!? —Esa sencilla exclamación le produjo tal furia que todo el entumecimiento de la última media hora bajo la lluvia se fue de paseo. Sus mejillas se encendieron y la ira rugió en su interior.
—¿Lo haces o no? —Quería oír una respuesta real para determinar si ella mentía. Había conocido a mujeres que sabían interpretar bien sus papeles inocentes. Y eso fue en Londres. No se fiaba de la señorita Pecas. Había algo muy desconcertante en ella. Por más que su belleza era arrolladora, le generaba desconfianza.
—Mi respuesta debería ser alzar mi mano y darle la bofetada que se merece por su gran impertinencia. Incluso me atrevería a darle un gran puñetazo. Desde que lo vi en Gretna Green, supe que no era un caballero. Nos tuvo esperando porque quiso, pese a que imaginaba que era a nosotras a quien había ido a buscar a la frontera. Miró a mi señora de una forma descarada y la juzgó sin conocerla.
—Luego ha tratado de incomodarme de todas las formas posibles, incluso insistiendo en que lo llamase por su nombre de pila. No contento con todas sus faltas, se atreve a cuestionar mi honor y el de Lady Victoria haciendo una acusación tan... tan... ¡Es inaudito lo que ha preguntado! —No fue capaz de continuar su explicación. Se llevó una mano a la frente y miró hacia el techo de la casa, para contener las lágrimas que no deseaba derramar.
El viaje era infame y no parecía acabar nunca... solo aparecían nuevas complicaciones. Cuando creyeron que se acababa el suplicio, del calor pasaron al frío y sabía que su fiel amiga estaba sufriendo, atrás en la carreta, sola, porque podía escuchar sus dientes castañear. Un éxodo largo, peligroso, con una preocupación constante por su propia seguridad, pero en especial por la de su amiga que sin repelar la decisión de sus padres, viajó con ella, exponiéndose al peligro de ser descubiertas y terminar en una fría mazmorra el resto de sus vidas.
Ella había aprendido a desconfiar de todos. Fue algo que le enseñó su padre. Estaba sorprendida porque había subido, con un hombre desconocido, a una carreta de lo más incómoda, sin pestañear. Pese a que él la juzgaba de una manera severa por algún motivo que desconocía, había aceptado que era un hombre sensato. Puso su seguridad y la de su única amiga en manos de un extraño que sería capaz de crujir el cuello de ambas, quizás al mismo tiempo y con la misma mano, con un sencillo apretón de sus dedos porque no se veía capaz de combatirlo y ganar. ¡Y él la premiaba con una pregunta del todo ofensiva.
—¿Vas a ponerte a llorar, Pecosa? —inquirió él desde su posición dando paso a la informalidad. No osaba acercarse y darle consuelo, porque conocía cuando una fiera estaba atrapada y la dama se tiraría sobre él para morderlo como una loba que buscaba la defensa.
—¡Yo nunca lloro! —No mentía. Hacía años que no lo había hecho. Era una pérdida tiempo que no servía para nada. Cuando la primera lágrima escapó de su ojo derecho, gimió. ¿Por qué le tenía que pasar eso a ella en ese preciso momento? Toda su fortaleza escapó por la ventana y sintió que se derrumbaba. Estaba harta. No quería seguir discutiendo. Solo deseaba estar a salvo con su amiga, ponerse frente al fuego y dormir hasta que se sintiese mejor. Olvidar el pasado, centrarse el presente y analizar el futuro incierto que aguardaba por ella.
Se dio la vuelta para que él no la viese en semejante estado de vulnerabilidad. Temía que si se reía de ella, lo golpearía con fuerza para ver si así se sentía un poco mejor.
Molesta, hambrienta, cansada, mojada, y llorosa. ¿La tenía que ver ese témpano de hielo en sus horas más bajas? La mortificación la alcanzó como si fuese un trueno de la tormenta que resonaba fuera.
Sintió que alguien le colocaba las manos en sus antebrazos y le daba la vuelta. Su vista se encontró con un ancho torso al frente. Y pronto, ella estuvo envuelta en un abrazo que se sintió cálido, protector, reconfortante. Se acercó a él y cerró los ojos mientras sus brazos le rodeaban la cintura.
Gracias Por Leer