Terrence no quería soltarla. En cuanto la abrazó se sintió como si ella perteneciese ahí, a su abrazo. ¿Qué estupidez se había apoderado de él para hacer algo como lo que acaba de ocurrir? ¡La dama de compañía de la mujer que había encargado la señora Ardlay llevara a su casa!
Por otra parte, conocía a la señorita Brighton desde hacía menos de un día completo y ya estaba actuando como un animal en celo. ¿Cuánto tiempo llevaba sin disfrutar de un suave cuerpo femenino que le diese un poco de paz? Su mano estuvo haciendo el trabajo duro para conseguir desfogarlo, pero no era lo mismo. Nada en el mundo reemplazaría a una hembra dispuesta a ser montada con ímpetu. No era partidario a hacer uso de las preciosas mujeres que se exhibían en el saloon. Eso era más propio de Albert, pero en alguna ocasión había estado tan borracho que se dejó llevar por su amigo y yació con una mujer. Siempre tenía que pagar por esa atención. Un bastardo. Lo respetaban porque el doctor Kliess había hecho un buen trabajo dejando claro que era su mano derecha en su hacienda y también por lo otro que pasó y que le hizo ser condecorado por el alcalde del pueblo, pero las mujeres le tenían pánico por su rudeza.
No le gustaba la idea porque las mujeres no merecían ser tratadas como mercancía, pero necesitaba buscar a alguien que lo ayudase a aliviarse, a calmar la sed que la señorita Brighton le había hecho sentir, porque ni aunque saliese a cielo raso, abriese su boca y dejase entrar toda el agua que estaba descargando, él conseguiría saciarse. Y sin dinero de por medio no tenía elección a disfrutar de ninguna viuda discreta. Ni una sola mujer lo tendría en su cama si no había un negocio de por medio. ¡Maldito el día que accedió a hacerle el favor a los Ardlay! Si George y Albert no se hubiesen marchado a solucionar otro asunto, cualquiera de ellos las habrían recogido y el seguiría su camino como si nada.
Se había pasado la mayor parte de su vida dando órdenes. Primero entre su gente —sacudió la cabeza. No deseaba pensar en su vida pasada antes de ser Terrence Graham. Esos tiempos habían quedado enterrados.
Lo que importaba era el presente y tampoco pintaba demasiado bien. —Mientras tomaba la leña, la imagen de su madre se coló en su mente y fue incapaz de apartarla. Su madre era hermosa y, amorosa... La mujer a la que había abrazado hacía unos momentos era temperamental, fuerte, con un aspecto más refinado. No negaría que incluso con aquellos pantalones, y el poco cabello mojado cayéndole por la frente, quiso verla sin los alfileres u horquillas o como fuese que se llamasen esos cachivaches que le sujetaban la preciosa y larga melena rubia que intuía tenía.
¿Qué haría ella en cuanto su señora fuese despreciada? No era un adivino, pero conocía demasiado bien al elegante muchacho para saber que ni aun dándole una preciosa flor angelical y delicada como la dama de compañía de su futura esposa, daría su brazo a torcer.
¿Debería entrar en la casa y sugerirles que regresaran a Gretna Green para que se marchasen por donde vinieron? —¿Darles dinero y olvidarse del asunto? —Por primera vez en toda su larga y miserable vida, sentía pánico y estaba provocado a causa de una menuda rubia de ojos verdes.
¡Ver para creer!
Pasados unos minutos, en los que trató de serenarse y no lo consiguió, entró en la casa.
—Ahí hay una toalla y una manta para que se cambie, señor Graham —le ofreció la señorita Brighton, mientras se afanaba en sujetar con firmeza la improvisada capa gruesa que la cubría a ella. —Iré a esa silla porque creo que voy a desmayarme. —comenzó a caminar, pero sus párpados pesaban y sus extremidades lo hacían aún más. Incluso sus piernas no parecían querer seguir la indicación de su cerebro.
Terrence maldijo en su interior, y en dos zancadas estuvo ahí para sujetarla y evitar que cayese al suelo. La muchacha quedó suspendida en sus brazos.
—¿Tu dama de compañía está enferma? —le inquirió a Lady Victoria en cuanto apareció en escena.
—No, ella es fuerte como un roble, pero debe estar cansada, hambrienta, y hasta hace poco mojada. Llevamos demasiados horas de viaje y en algún momento debía desmoronarse. —La joven se preocupó cuando la observó tambalearse de lado a lado. —Le dije que debía comer algo, pero ella es testaruda y se negó a hacerlo. —sonrió. Le agradó mucho ver el modo en el que Terrence la mantenía pegada a su pecho.
El castaño llegó hasta la habitación, la tendió en la cama y la observó con atención.
—Regresa junto al fuego, me quedaré con ella.
—No vayas a fornicar con mi dama de compañía —le advirtió. De pronto esa palabra le agradaba muchísimo. La joven se sentía poderosa usando algo que estaba destinado a los hombres y que una dama de buena crianza jamás emplearía si no quería convertirse en una paria social.
Terrence, que estaba de pie junto a la cama, levantó la mirada para observar a Lady Victoria. Ella también escondía algo, y no era capaz de determinar qué. —Suspiró.
—No voy a abusar de tu dama de compañía, tienes mi palabra de honor.
—¿Y cómo puedo confiar en ti? —rebatió.
—Ve al salón y toma algo de comer de mi bolsa. Sospecho que tú debes estar igual de cansada y hambrienta que ella. Cuando despierte le daremos de comer.
—Te advierto, Terrence —usó su nombre para parecer más seria —, tengo un arma y sé usarla.
—¿Sabes hacerlo? —preguntó él en tono burlón.
—¡Por supuesto que sí, Candy me enseñó! —Apretó los labios. Se dio cuenta que debió callarse la boca en cuanto observó que él la miraba con una ceja levantada... había llamado a su amiga por su verdadero nombre —carraspeó —Bien. Voy a comer algo, pero la puerta estará abierta y respetarás a la señorita Brighton o te pegaré un tiro en tu... —detuvo su cháchara —¿Cómo diantres llamaban ellos a su cosa masculina?—. Ya sabes dónde —decidió no ponerse más en evidencia—. Y antes de que me vaya dejaré claro que no fornico con mi dama de compañía. —Había escuchado su pregunta pero evitó hacérselo saber a su amiga para no incomodarla más.
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Horas mas tarde...
Terrence reconocía que era un desgraciado, pero le importaba una mierda. Su palabra era ley en todos los lugares habituales de los alrededores, y nadie osaba desafiarlo porque lo conocían, y sabían de lo que era capaz.
Giró la cabeza para observar a la señorita Brighton y se preguntaba ¿Qué tenía esa mujer para haber atrapado su atención de ese modo? —Ella iba a su lado rígida, ataviada con un precioso vestido, con la espalda más recta que una pieza de mármol inquebrantable. —No lo había rozado ni cuando la carreta se iba de lado cada vez que atravesaban los baches en el camino.
La miró de reojo, era comprensible que estuviese enfadada con él porque se había despertado en la cama con un brazo masculino rodeándole la cadera, mientras sus posaderas cobijaban esa parte suya que estaba más dura que una roca.
Mentiría si no reconocía que fue divertido verla pedir ayuda a su señora cuando él le dijo que no se movería si no se sentaba en el lugar que le había asignado. La señorita McAllister, ahora ataviada curiosamente con ropa masculina, se limitó a sonreír y se subió nuevamente en la parte trasera de la carreta, donde se estiró y se cubrió el rostro con el sombrero, en una clara muestra que deseaba llegar a su destino.
Incluso cuando la señorita Brighton gritó en la cama y lo tachó de lujurioso atrevido, no protestó . ¿Por qué? En parte fue una estrategia, dado que quería ver si en verdad las damas no tenían nada inapropiado entre ambas... —también deseaba estar cerca de ella, pero no había planeado caer en las dulces garras de Morfeo y quedarse desnudo tras perder la toalla en algún momento de la noche. —El hecho que ella fuese una mujer que le calentaba la sangre hasta el punto de la ebullición no era significativo.... —en ese momento
—¿Estarás enfadada durante mucho tiempo? —preguntó tragándose la sonrisa que pugnaba por salir. No quería reírse de ella, pero su postura era tan exagerada... acabaría con un fuerte dolor muscular en todo el cuerpo.
—Se metió en la cama conmigo... —ella gimió al darse cuenta de lo terriblemente inadecuada que sonó aquella frase.
—¡Ah! —Entonces supongo que tu enfado es porque no ocurrió nada interesante.
—Le ruego que no hablemos de lo que sucedió... jamás. —No iba a decirle que le irritaba que se dirigiese a ella sin la formalidad correcta, porque eso le daría mas alas. ¡Hombre testarudo e inquietante!
—¿No se me premiará el hecho de haberte rescatado, Pecosa? —se atrevió a preguntar el muy sin vergüenza con fingida humildad.
—¿Rescatarme? — creo mas bien, que en una situación como esa, la palabra "ruina" sería más apropiada.
—Ibas a darte un fuerte golpe —replicó él —, lo que hice fue muy heroico. Te desmayaste, como bien te dije cuando te ofrecí una explicación de nuestra situación. Tómalo como un premio. —Sí... estar junto a ti fue la oportuna manera de cobrar mi recompensa por mi épica hazaña.
La rubia apretó los dientes al escuchar una risita que provenía desde atrás. Su amiga, se mostraba demasiado divertida con sus incomodidades con aquel hombre que se tomaba tantas licencias con ella. Por amor de Dios, a ella le atormentaba su tamaño, su atractivo casi animal, porque era un hombre hechizante, pero había llegado a Inglaterra para cumplir un contrato matrimonial. No debería echarle ni una mísera mirada a Terrence Graham.
—Es increíble el modo en el que cambia el clima en esta región. Un día está lloviendo a mares y al siguiente el sol luce con un calor asfixiante. —la rubia se alegró de conocer la conversación intrascendental que regía la mayor parte de los actos sociales entre la aristocracia. Hablar del clima era siempre una buena opción para escapar de una situación incómoda.
Terrence la examinó con tanta fijación que la muchacha se vio en la necesidad de girar el rostro para enfrentarlo.
—No sabia que las damas de compañía al igual que las aristócratas, hablan del tiempo cuando quieren escapar de cierta situación.
La boca de la joven se abrió ligeramente debido a la sorpresa. ¿Le habría leído la mente? Lo observó dirigir los ojos hacia sus labios y cerró de inmediato su boca. Miró hacia el otro lado para disfrutar del paisaje.
—¿Conoce a muchas aristócratas, señor Graham?
—A unas cuantas —advirtió—. No entiendo cómo pueden vivir en ese ambiente. Estuve en Londres y por nada del mundo volveré a poner allí un pie mientras viva.
La vista de la rubia regresó a él. Esta vez lo encontró observando al frente para fijarse en el camino que la conducía a su nuevo hogar — ¿Y si se daba una oportunidad? —Sacudió ese pensamiento con un ligero movimiento de cabeza.
—¿Me está diciendo que ha estado entre nobles ? —inquirió burlona.
—Hace algunos años. No me gustó nada de lo que allí había... —Terrence volvió a girarse y sus ojos azules se quedaron atrapados en los verde esmeralda de la señorita Brighton —. Pero también es cierto que en aquel momento, debí quizás, cruzar la frontera y darme la oportunidad de conocer a una que otra escocesa.
—¿Lloverá hoy? —A la joven no se le ocurrió nada mejor que decir. Aquel insolente atrevido la estaba desarmando.
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