Terry está en su cama pensando en escribir una obra de teatro que deje boquiabiertos a los directores, principalmente a Robert, pero no sabe qué.
Terry es lo que llaman un escritor frustrado. No es la primera vez que decide escribir. Una vez escribió veinte páginas sobre un criminal que mataba por una venganza familiar y luego quince páginas de un monólogo sobre un taxista solitario.
Si algo tiene Terry es que sabe lo que es desechable y lo suyo lo era, así que debía pensar en algo que no termine como sus otras dos historias, en el olvido.
En eso estaba cuando una llamada telefónica lo sacó de sus pensamientos.
—Amor, es para ti.
—Gracias mi Pecosa —el castaño deposita un beso en sus labios.
Albert le desea un feliz día y le cuenta que la mujer lo botó de la casa y quiere el divorcio. Los amigos se citan en un bar.
Albert tiene cara de botado: el pelo rubio desordenado, la camisa arrugada y los ojos azules cielo enrojecidos producto de las tres malas noches, el alcohol y se imagina que ha llorado.
Piden ceviche de pescado y cervezas. Terry, sin rodeos, le pregunta por qué lo botaron.
—Por una tanga roja.
—¡Quééé! —dice el joven actor.
—¡Sí!, —por una braguita que la esposa de Albert halló debajo del asiento del copiloto del coche y que estaba claro que no era de ella.
Y no podía ser de ella porque ese día Albert se fue al trabajo temprano. No regresó hasta las ocho de la noche. La esposa subió al coche porque tenían previsto ir a una cena de negocios y allí se encontró con el objeto del delito.
Albert se explaya contando quién creía su esposa era la susodicha que dejó la tanga roja en su vehículo y la reacción furibunda de su mujer.
Terry escucha atento. Y pensar que hacía una hora estaba en cama imaginando sobre qué escribir.
Imagínese usted cuál de todas las fans del rubio es la dueña de la tanga roja.
CONTINÚA...
P.D.: La esposa de Albert tiene una larga lista de sospechosas ja, ja, ja.