CAPÍTULO 29, EXPIACIÓN
Al igual que en las grandes ciudades, la periferia de Manhattan acogía a los habitantes más pobres de la orbe; sus calles y avenidas deslucidas por la precariedad o inexistencia de fachadas, era el sitio idóneo para aquellas personas, que por algún motivo no tenían un lugar dónde vivir; los laberintos que formaban aquellas viviendas construidas a base de desechos industriales, tablones, mantas y alguno que otro mueble encontrado en la basura, fungían como albergue para que los indigentes se mantuvieran a salvo de las inclemencias del tiempo. La peligrosidad del rumbo era reconocida por la sociedad, que evitaba pasar por ahí y menos de noche. Lucrecia al no tener dinero se encontraba viviendo ahí con su nuevo amigo Arthur, quien fuera el único que le tendió la mano desde el día que su vida había dado un giro de trescientos sesenta grados; para su alma obscura y soberbia, el padecer hambre había sido un duro golpe a su orgullo, había veces en las que pensaba que todo era una cruel pesadilla, que pronto despertaría en su cómoda cama con una charola de plata para saborear un delicioso desayuno, levantarse para ser atendida por mucamas dispuestas a complacer el más mínimo de sus caprichos; otras consiente de su realidad, sentía hervir sus sangre por la rabia y el odio que prevalecían en contra de Richard por haberla orillado a viajar a los Estados Unidos de América; ese rencor se extendía a Eleanor y a Terrence por considerarlos el motor que movió a su esposo a dejarla, cuando esos negativos pensamientos la abrumaban, se motivaba pensando en su venganza, misma que podría lograr una vez que llamara a su hermano. Durante los primeros días se dedicó a hurgar en los desperdicios dinero y comida, maldecía hacerlo, cómo era posible que ella, siendo una duquesa, una noble inglesa realizara una actividad como esa, a poco comprendió que, el hambre, así como la necesidad de juntar lo suficiente para llamar a Escocia le hacían sobreponerse para continuar.
Arthur la compadecía, porque se daba cuenta de que esa mujer era diferente, tenía finas maneras y sus manos eran tersas, lo que reflejaba que en su vida había hecho quehaceres domésticos; al igual que su educada forma de hablar, ¿Qué hacía en la indigencia?, se preguntaba. Cuando la encontró se conmovió porque se recordó a sí mismo buscando un mendrugo de pan; él estaba ya acostumbrado a esa vida, llevaba mucho tiempo viviendo en la calle, pero ¿Ella?, ¿Se acostumbraría alguna vez?, lo dudaba. Desde que lo siguió él fue muy claro al decirle que no la mantendría, que ella tendría que buscar su propia comida y techo, aunque, sabía que no era fácil, por lo que la dejó quedarse temporalmente en su vivienda, más al verla golpeada, además con la mano fracturada. Recordó cómo al llegar ella ardía de temperatura, necesitaba descansar, así que la dejó dormirse en su improvisada cama; la cuidó durante dos días, nunca supo por qué lo hizo, veló su sueño, hasta que despertó, sus ojos cafés desconcertados miraron a su alrededor, quiso levantarse; la debilidad no la dejó. — ¡Tranquila, ya pasó lo peor!, ¿Cómo te llamas? — El silencio reinó por algunos minutos, mientras ella organizaba sus ideas. — ¡Lucrecia, Lucrecia Grandchester! — ¡Ups… tu apellido suena muy rimbombante!, ¡Te diré Greta! — ¿Greta?, ¿Por qué? — Porque aquí nadie dice su nombre verdadero, ya te irás acostumbrando. — ¿Dónde estamos? — A las afueras de Manhattan, ¡Es el barrio pobre! — ¡Necesito dinero para hablar con mi hermano! — ¡Lo siento, no tengo nada!, ¿Búscalo en su casa? — ¡No puedo vive en Escocia! — ¡No Greta, eso cuesta muy caro!, ¡Mejor junta dinero para tu pasaje y te vas con él!, ¡Solo te digo que eso puede llevarte años, digo si quieres juntar más tendrás que trabajar! — ¿Trabajar? — ¡Sí, solo así se tiene plata! — ¡No sé hacer nada! — Pues ¿De dónde vienes tú? — Lucrecia no supo si decirle la verdad, no sabía si podía confiar en ese hombre, aunque, necesitaba de un aliado, alguien que la guiara en ese mundo totalmente desconocido para ella. — ¡Vengo de Inglaterra, soy la duquesa de Grandchester! — El hombre soltó sonora carcajada. — ¿Qué dices?, ¡Es una broma! — ¡No, en verdad vengo de la nobleza británica! — ¡Creo que la falta de alimento te hace desvariar!, ¡Veré si puedo conseguirte algo! — A su regreso Arthur vio que Lucrecia o Greta como él le hubiese puesto, estaba sentada sobando su mano, se notaba que le dolía. — ¡Toma, fue lo único que pude traerte! — Se trataba de un bollo, mismo que devoró. — ¡Greta! — ¡Me llamo Lucrecia! — ¡Greta, suponiendo que es verdad lo que dices!, ¿Cómo fue que llegaste a este punto? — Lucrecia le narró al hombre lo que había pasado culpando a su esposo por todo. Arthur la observó por un momento, podría ser verdad o no lo que le había dicho, aunque, él no podría hacer nada para ayudarla, así que le dijo. — ¡Creo que de ser verdad lo que dices debes trabajar para juntar el dinero que necesitas para llamar a quién tengas que llamar! — ¡Lo haré!, ¡Tengo que cobrarle a mi flamante esposo todo el daño que me ha hecho! — La conversación no llegó a más, Arthur le enseñó los caminos, las calles, los lugares que frecuentaban la mayoría de los indigentes para allegarse de alimentos y alguna que otra moneda. Ella aprendió rápido, en una semana ya salía con más confianza.
Los días se convirtieron en semanas, en el hospital la maltrecha mujer se debatía entre la vida y la muerte, la inflamación de su rostro fue cediendo, aun con ello, la fuerza de los golpes infringidos dejó marcas que mantenían la cara irreconocible, mientras que, los órganos vitales no respondían a los diferentes tratamientos. Richard, se mantuvo pendiente de ella, era lo único que podía hacer, el lapso de tiempo que duró su agonía acudía a ella para hablarle de sus hijos, de su deber como madre, de luchar por su vida para reunirse con ellos. El verla en esas condiciones disipó todo el rencor que le tenía, no pudo evitar lamentar su imposibilidad para amarla, las veces que lo intentó el carácter impositivo y soberbio de ella se lo impidieron. En el momento que el galeno le informó de su próximo fin entró para estar ahí, no quería que se sintiera sola, le tomó la mano para susurrarle. — ¡Ve en paz, en medida de lo posible veré por tus hijos! — De pronto la mujer abrió grandemente los ojos y con un fuerte apretón, lo miró con terror, quiso hablar, pero el aire se le escapó en su último aliento. El duque sobresaltado ante aquella mirada de terror, se liberó de su agarre dejando pasar unos segundos para serenarse y cerrar aquellos ojos cafés para siempre. Por un instante, no la reconoció, sacudió la cabeza negando aquella idea. Salió de la habitación para encargarse de los trámites, e informar al rey, sabía que era su responsabilidad ocuparse del funeral, que por el cargo que ostentaba debía darse a conocer a la nobleza, le preocupaba la determinación del rey, al ordenar que dichos funerales no fueran acordes a un miembro de la realeza, sólo se haría una ceremonia privada y nada más. Eso reconfortó a Richard, que de inmediato se comunicó con Eleanor para avisarle del desenlace de la duquesa, asimismo que tendría que partir a Europa lo antes posible, habían estado en contacto todos los días, la actriz en todo momento estuvo al tanto, aunque quería estar con él, apoyarlo en esos momentos, él no quiso, explicándole que los medios estarían pendientes de él, negándose a exponerla a cualquier comentario, aunado a que Terry la necesitaba por todo el proceso que estaban viviendo los Ardlay. Con esos argumentos ella aceptó. Entre los preparativos para su partida, el duque no cesaba en su empeño de encontrar a los culpables del homicidio, así que presionó a Douglas Kent para que le entregara resultados de inmediato.
La mañana posterior a la muerte de la esposa del médico, los dos delincuentes se encontraban todavía en la ciudad con una terrible resaca y sin dinero, después de una gran borrachera que les duró varios días, intentaron vender las joyas con un conocido comprador de lo robado, cuando entraron al lugar, el hombre un tanto nervioso les hizo señas para que se fueran, ellos no las entendieron, sacando de sus bolcillos algunas joyas, el sujeto se sorprendió al ver las magníficas gemas, era indudable que se trataba de una gran oportunidad, desgraciadamente, no, no podía tomarla, los hombres de Kent ya lo tenían vigilado. Skinny le hablaba al dependiente, buscando el mejor precio, que no prestó atención, solamente se metió al interior del local al ver que los guardias llegaban por ellos. Sin preverlo los malhechores fueron aprendidos y llevados a la casa de operaciones donde los esperaba Kent, quien al ver entrar a sus hombres con los sujetos, de inmediato llamó al duque informándole de su captura, en tanto los encerró en otra habitación, separados del medicucho, quien seguía cuestionándose la desaparición de su mujer, ella, que le había tolerado todo, no era capaz de abandonarlo, aunque, no podía pasar por alto la tentación que significaba la venta de las joyas, con eso podría vivir sin preocuparse el resto de su vida y él ya no le hacía falta. A un lado, sus cómplices asustados, guardaron silencio durante algunos minutos; el skinny fue el primero en hablar. — ¡Te dije que nos largáramos de inmediato! — ¡Fuiste tú quien decidió festejar nuestra buena fortuna! — Respondió su compañero. — ¡Bah… como sea!, ahora ¡Estamos metidos en esta mierda, nos refundirán en la cárcel! — ¡Podemos decir que fue el doc! — ¡No, eso sería demasiado aventurado, recuerda que su esposa a estas horas es alimento de los peces! — Entonces, ¿Qué haremos? — ¡No lo sé!, ¡Es mejor que nos preparemos para regresar al penal! — ¡Qué más da!, ¡Ahí dormiré calientito y con comida gratis! — Su charla fue interrumpida por uno de los guardias que se llevó al skinny. — ¿A dónde me llevan?, ¡Esto no es la penitenciaría! — Sin miramientos, fue arrojado a los pies de un hombre alto, de porte imponente y fiera mirada gris. El skinny no quería levantar la cabeza, tenía un mal presentimiento, intuía que no era para nada bueno estar en aquél sitio sin la policía de por medio. — ¡Excelencia!, ¡Este es uno de los sujetos que intentaron vender las joyas de la duquesa! — ¡¿Duquesa?! — Reparó el skinny, que no se contuvo al decir. — ¿De qué diablos habla?, ¡Yo no conozco a ninguna duquesa! — Una fuerte bofetada le volteo el rostro. — ¡No te dirijas a su gracia sin que él te lo ordene! — Habló Kent. Fue entonces como el malhechor levantó su cara para ver al temible hombre delante de él, que desde su altura no ocultó la repugnancia que le inspiraba. — ¡Así que fuiste tú! — Dijo Richard que comenzó a caminar de un lado a otro del cuarto. — ¿Yo qué? — Respondió el skinny, que estaba decidido a dar pelea; otro golpe lo hizo caer de espalda. — ¡Te dije que no hablaras! — Increpó de nuevo Douglas. — ¡Ustedes me han secuestrado, esto no es la comandancia de policía! — El jefe de seguridad estaba dispuesto a golpear de nuevo al sujeto, pero el duque levantando una mano lo detuvo. — ¿Secuestrado?, ¡No!, ¡Estarás muerto si no me dices por qué golpearon tanto a la duquesa! — El skinny recordó de inmediato a la mujer que asaltaron, así que respondió. — ¡No sabíamos que era una duquesa!, ¡Tampoco fui yo quien la golpeo, fue el doctor! — ¡El médico no pudo hacerlo, ya que a él lo tenemos aquí desde hace semanas! — Intervino Kent. — La cabeza del delincuente daba vueltas, no entendía. En ese momento entró uno de los guardias que había interrogado al compinche. — ¡Su gracia!, el otro bandido ha confesado que golpearon a la duquesa hasta dejarla inconsciente y así la aventaron al East River para que se ahogara. El skinny palideció, ¿Qué había dicho el imbécil de su amigo? — Intentó protestar, mas, el duque lo sentenció, ¡Córtenles la lengua y entréguenlos a la policía!, ¡Que el nombre de la duquesa no se mencione. — ¡Espere, espere!, ¡Mi compañero se ha confundido, esa no era la mujer…! — No lo dejaron terminar la frase, ya que otros hombres lo sacaban, a pesar de que él seguía gritando. — ¡Es un error, están confundidos, déjenme hablar!, ¡Por favor! — Los gritos fueron escuchados por Richard, quién sin detenerse se encaminó a su vehículo seguido por Kent. — ¿Recuperaron el resto de las joyas? — ¡Al parecer están todas, su gracia! — ¡En cuanto termines de todo esto, paga muy bien los servicios del personal que contrataste aquí!, ¡Me servirán de guardias para Terrence si decide vivir en Nueva York! — ¡Así se hará! — ¡Por cierto, cuando entregues a esos sujetos cerciórate de arreglar todo para que solo se mencione el asalto, no la golpiza, quiero evitar que se relacione con la muerte de la duquesa! — ¡Como usted ordene! — Apresura todo, te necesito para regresar a Inglaterra. — Para Richard, el castigo a los asesinos de Lucrecia no le resultó suficiente, su intención inicial era no dejarlos vivos, asimiló que, con la muerte de los delincuentes no lograría nada, era mejor condena una vida entera en el penal recordando en todo momento su fechoría. Convencido de ello, se dirigió a la funeraria para estar presente en la cremación del cuerpo de la que fuera su esposa. Intuía que esto no le agradaría a su ex cuñado, eso era lo de menos, quería que los hijos de ella la recordaran como fue en vida y que no guardaran en su memoria la imagen de su madre en esas terribles condiciones.
Continuará...