CAPÍTULO 29, EXPIACIÓN
Richard pensativo llegaba a las instalaciones del Hospital Presbiteriano, el más importante de la ciudad, Douglas lo guiaba al cuarto donde se encontraba Lucrecia; parado frente a la puerta con un ademán de su mano detuvo a sus hombres para que él entrara solo, desde el umbral miró el cuerpo de la regordeta mujer, que aún era su esposa, la cara cubierta por una mascarilla de oxígeno y la inflamación provocada por moretones no le permitieron reconocerla plenamente, al acercarse posó su mano sobre su tórax para sentidamente decirle. — ¡Hasta donde llegaste con tu egoísmo Lucrecia!, ¡Créeme que nunca imaginé verte así!, ¡No te reconozco!, ¡Oraré para que te restablezcas y puedas regresar a Inglaterra! — Levantó las sábanas para tomar su mano, vio la sortija que le otorgó cuando fue nombrada duquesa de Grandchester, el dedo que portaba el anillo estaba muy lastimado, parecía que alguien intentó arrancárselo, ese pensamiento causó una desagradable impresión por lo que le pudo haber pasado, si por un momento tuvo aluna duda que se tratara de la duquesa, esta se desvaneció al ver que portaba la flamante joya. En el trayecto al nosocomio Douglas le había informado que todo indicaba que la duquesa había sufrido un asalto para robarle sus alhajas, que posiblemente ella se negó por lo que fue golpeada y lanzada al East River para que se ahogara, donde fue vista por los lugareños, quienes llamaron a la policía. Pensar en la horrible experiencia de Lucrecia lo estremecía, pensaba que ya tendría tiempo de hablar con ella esperando que estuviera más receptiva al divorcio, sin aguardar más salió de la habitación para preguntar por el dictamen médico, justo cuando el galeno llegaba con Douglas. — ¡Excelencia!, es el medico que trata a la duquesa. — ¡Buenas tardes, doctor!, dígame ¿Cómo se encuentra mi esposa? — ¡No voy a mentirle señor Grandchester, el estado de la paciente es muy delicado!, tiene varias contusiones internas que provocaron una hemorragia, aunado a que tomó mucha agua durante el tiempo que permaneció en el lago antes de ser sacada. ¡Es gracias al respirador que se mantiene con vida, porque sus pulmones no funcionan!, ¡Tememos lo peor en cualquier momento! — La impresión se notó de inmediato en el rostro del duque, ¡¿Muerta?!, ¿Lucrecia moriría?, se preguntaba recordando con tristeza a los hijos de ella. ¿Qué les diría? — Lo dicho por el galeno cambiaba sus planes porque él no pensaba hacerse cargo de los hijos de la mujer, si bien, los estimaba, el haberse enterado de que no eran suyos limitó sus afectos, además, llevaban su apellido, ante la sociedad londinense eran suyos. Tampoco sabía si el hermano de ella pediría su custodia, suspirando hondo comentó. — ¿Está seguro que no se puede hacer nada?, ¡Tal vez cambiándola de hospital! — ¡Le aseguro que este nosocomio cuenta con todo lo necesario para atenderla!, incluso me atrevería a decir que sería muy riesgoso moverla. ¡Por el momento, lo único que queda esperar a que reaccione!, los golpes internos y la falla pulmonar son en extremo peligrosos, ¡Le aconsejo orar por un milagro, señor! — El duque pensativo miró alejarse al doctor y se volvió a su jefe de seguridad. — ¡Quiero que encuentren a como dé lugar al culpable de esto!, ¡No sé qué es lo tengas qué hacer, quiero al responsable aquí! — ¡Su excelencia!, ¡Tengo a la mayoría de los hombres buscando a Jonathan y Margaret! — ¡Esos dos no importan, tarde o temprano los localizaremos!, ¡Ahora quiero que encuentres al responsable de este aberrante hecho!, ¡Yo me quedaré aquí!, en cuanto tengas resultados vienes por mí. — ¡Como usted ordene, su gracia! — Respondió Kent, quien reconoció en el hombre la intensión de destruir a aquél que fuera el culpable de dejar moribunda a la duquesa. Sin mayores comentarios salió del lugar con dos de sus subordinados para organizar la cacería del malhechor y para ello, tendría que hablar con el medicucho que orquestó el robo, él seguramente sabría dónde localizar a sus secuaces.
En la casa utilizada por Kent para organizar al personal, el doctorcillo adolorido por los golpes que hubo recibido para confesar, miraba agotado la puerta con la firme esperanza de ser liberado, prometiendo a todos los santos dejar de beber si todo salía bien, temía por su esposa, ya que suponía que estaría preocupada por su tardanza, agotado intentaba recordar el tiempo que llevaba ahí, uno o tres días, no tenía la certeza, solo esperaba que ella estuviera bien, después de todo, la amaba, era lo único que tenía, no se perdonaría si algo le llegara a pasar. Lo que él ignoraba era que su esposa estaba al borde de la muerte, ya que uno de sus compinches inconforme con lo que le había tocado del botín, llegó al desvencijado consultorio para apoderarse de todo lo que sabía que estaba escondido ahí. Al escuchar la campañilla de la puerta, la mujer pensó que su esposo había llegado una vez más ebrio, molesta porque de seguro se había gastado lo obtenido, salió a increpar a su marido, se desconcertó al ver que no se trataba de él, sino de uno de sus amigotes con los que acostumbraba emborracharse. — ¡Si vienes a buscar a mi marido, de una vez te digo que te largues, él no está aquí! — El delincuente sonrió ladinamente al contemplar que ella traía consigo unas de las joyas que horas antes habían robado. — ¡No, de ninguna manera!, ¡Lo que busco lo trae usted, señora! — La mujer de inmediato escondió la mano por el anillo, aunque, fue inútil, porque no pudo ocultar el juego de aretes y gargantilla que tenía puesto, advirtiendo las intenciones del sujeto, dio dos pasos atrás para intentar encerrarse en el interior de su casa; el tipo fue más rápido y sin dudarlo la jaló del cabello, deshaciendo el moño que lucía, la acorraló contra la pared para arrancarle la gargantilla, ella comenzó a gritar. — ¡Suéltame!, ¡Auxilio! — ¡Cállate! — Le ordenó dando un fuerte puñetazo en la cara provocando que callera al suelo. — ¡Socorro!, ¡Ayuda! — Seguía gritando entre sollozos, ocasionando que una lluvia despiadada de golpes cayera sobre su cara. El bandido ciego por la furia, no dejó de pegarle hasta que vio como ella se desmallaba, con premura le quitó los aretes y pulseras, deslumbrado por la belleza de la argolla intentó una y otra vez quitársela del dedo, sin resultados, desesperado comenzó a buscar algo con qué cortarle el anular, no obstante, se detuvo al escuchar la campanilla, alguien había entrado. Temeroso arrastró a la mujer dentro de la estancia de aquella vieja, aunque, limpia casa, notando que dejaba un espeso camino de sangre. En silencio aguardó esperando que el visitante al no tener atención se fuera, cuando los segundos pasaron se extrañó al escuchar que aventaban cosas se asomó. Se trataba del tercer ladrón cómplice del hurto. — ¡Sabía qué harías lo mismo! — Dijo, espantando al otro malviviente. — ¡Cielos, me espantaste skinny! — ¡No es para tanto!, pero dime, ¿Qué demonios buscas? — ¡El dinero de más y las joyas! — ¡Buscas mal, ahí no hay nada! — ¡Diablos!, ¿Dónde los habrá escondido el doc! — Comentó el recién llegado asomándose al interior de la casa. — ¡Busquemos dentro! — ¡Te me adelanté, ya tengo lo que había aquí!, aunque, he de decirte que falta el dinero. — ¡Busquemos ya y larguémonos antes de que llegue el viejo! — Se aventuró a decir al tiempo que intempestivamente dio dos grandes zancadas pisando el rastro de sangre. — ¿Qué hiciste?, ¿Lo mataste? — ¡No digas tonterías, es la vieja! — ¿Por qué la golpeaste? — ¡Porque se puso necia y no quería entregarme las joyas! — ¡Lo bueno que su esposo es médico, jajaja…! — Rieron los dos; de pronto, detuvieron sus carcajadas al oír los quejidos de la mujer. El skinny dijo. — ¡Encontremos lo demás y huyamos! — Ambos tiraron todo lo que encontraron a su paso, hasta que localizaron la bolsa de Lucrecia que aún contenía las joyas. Abstraídos observando el contenido no se dieron cuenta de que la mujer con esfuerzos se había puesto de pie y con horror les gritó. — ¡Mi casa!, ¿Qué le han hecho? — Los agresores se miraron entre sí, entendiendo que los conocía bastante bien y que no debían dejar cabos sueltos. El skinny con la mirada turbia se acercó a ella para propinarle otro golpe que la desmayó de nuevo. — ¿Qué haremos?, ¡Nos acusará con el viejo! — ¡Bah…!, para lo que me importa. — ¡No skinny, es mejor deshacernos de ella!, así ganaremos tiempo para largarnos y vender las alhajas en otro condado! — ¡Tienes razón, tirémosla al río!, ¡Así desmayada, se ahogará pronto!, antes acomodemos todo esto, para que el viejo piense que su mujer se ha largado con el producto de su trabajo jajaja… — No dijeron más, acomodaron las cosas y limpiaron la sangre para después envolver a la esposa del doctor con unas cobijas, entre los dos la sacaron del lugar, mientras que la noche obscura era un testigo silencioso del momento en que la arrojaron a las frías aguas del East River.
Douglas Kent instruyó a unos de sus hombres para que fueran a la casa del médico por la esposa, así como por las joyas que el medicucho le hubiera dicho que las ocultó detrás de la cabecera de su cama; en tanto que él entró al cuarto donde estaba el hombrecillo. — ¡Doctor, doctor, doctor!, ¡Pensaba que a estas horas ya podría dejarlo libre! — ¿De qué habla?, ¡Ya les dije todo! — ¡Sucede que la mujer a la que asaltaron está muy grave, tal vez no pase la noche y quiero saber el nombre de sus cómplices! — ¡Le juro que solo fue un golpe en la cara!, ¡Yo no le hice nada más! — ¡Puede ser, aunque, tal vez sus secuaces volvieron por más! — ¡No lo creo nos llevamos todo! — La plática fue interrumpida por uno de los guardias que llamó con urgencia a Kent, que salió imaginando que ya traían consigo a la mujer. — ¿Dónde está? — Uno de los guardias habló. — ¡Señor, no la encontramos!, ¡Al tocar la puerta se abrió sola, entramos, buscamos por todo el lugar y ella no estaba, revisamos detrás de la cabecera de la cama y no había nada!, ¡Registramos todo, volteamos la casa de cabeza, las alhajas no están! — Kent regresó como bólido al cuarto para encarar al doctor. — ¡Me mentiste, ya mis hombres fueron a buscar las joyas y no encontraron nada! — ¡Le juro que ahí las dejé!, ¡Mi esposa les indicará! — ¡Tú esposa no está! — El sujeto se quedó helado, ¿Cómo que su esposa no estaba? — ¡Eso no puede ser, ella no sale mucho!, por favor, ¡Déjeme ir, le prometo que las traeré! — ¡Ustedes dos, llévenlo a su casa!, ¡No tarden! — Cuando el galeno llegó a su vivienda llamó a su mujer, no obtuvo respuesta; veloz recorrió los posibles lugares donde su esposa pudo haber guardado la bolsa, pero nada. Pálido y apesadumbrado un amargo pensamiento cruzó por su mente. ¡Su esposa se había ido con las alhajas!, ¡Lo había abandonado!, quiso gritar, salir a buscarla, pero sin mediar palabra, a empellones lo subieron al vehículo para regresar con Kent.
Douglas hablaba con los hombres residentes de la ciudad, quienes le habían proporcionado toda la información del médico y la ubicación de los fugitivos, cuando llegó el doctor de nuevo. Al escuchar lo sucedido y la supuesta de la huida de la esposa con el botín, sin perder la calma habló. — ¡Supongamos que te creo lo que dices!, y que efectivamente tu mujer se largó con las joyas. ¿Dónde la encontramos? — El hombrecillo que aún no aceptaba que su esposa lo hubiese dejado, indicó las direcciones de familiares y amigos con la esperanza de que se encontrara ahí. El jefe de los guardias salió llamando a todo su personal. — ¡Divídanse en tres grupos!, ¡Uno recorra las direcciones que les ha dado el doctor, otro averigüe quienes se dedican a comprar cosas robadas!, ¡Cualquiera que tenga esas alhajas intentará venderlas para escapar!, ¡Necesitamos saber quién se dedica a eso! — Un sujeto contratado recién habló. — ¡Nosotros conocemos a todos los que adquieren lo hurtado! — ¡Eso está mucho mejor! — ¡El segundo grupo monte guardia en los sitios que les señalen sus compañeros!, ¡Tarde o temprano intentarán venderlas!, ¡El tercer grupo busque a los cómplices del médico! — ¡Señor! — Interrumpió un guardia. — ¡Cuáles son las señas de los otros dos ladrones! — Con una dura mirada Kent se volvió al hombrecillo, quien no dudó en describir a sus secuaces. — ¡Ya escucharon!, ¡En marcha!, ¡No regresen si no obtienen resultados! — Ordenó Kent aplaudiendo fuertemente para presionar a sus hombres.
Continuará...