El objetivo de este proyecto siempre hubo sido meramente el divertirnos. Cada uno de los capítulos aquí traídos tiene el esfuerzo de chicas que nunca antes se habían animado a escribir. Y por lo mismo, los triunfos son triples. Desde su entusiasmo y aceptación hasta el obsequio de un comentario aliciente. A todas: mil gracias por haberse hecho presentes. A mis coautoras, ladies, esto es el principio de una larga fila de aventuras por compartir. Felicitaciones por sus logros. Yo, con esto hoy pongo un definitivo fin a…
Sobre un elegante cojín de terciopelo rojo y sus costados rodeado de cordón dorado, descansaba un cetro y una impresionante corona de oro. Zafiros, rubíes, esmeraldas y perlas decoraban a ésta; y hacía un par de horas que de la cabeza de su dueño hubo sido quitada. Lo hacía por el peso que ello representaba. También porque al rey le gustaba pasearse en la aldea y entre sus súbditos para que ellos lo miraran y se le acercaran con confianza. Era su soberano, cierto; pero como tal, en lugar de querer su veneración prefería su amistad. Además, una promesa debía cumplir. Y de acuerdo a su hijo, su príncipe, la elegida de su corazón estaba ahí. Una hermosa doncella sin procedencia real, pero según a informes de la reina, eso parecía insginificante comparado a los grandes y nobles sentimientos que la caracterizaban. Por eso, sus ojos debían ser testigos de ello; y en su búsqueda fue, habiendo dejado su palacio y sus escoltas que ante la presencia de Su Majestad…
– ¿Dónde han dicho ha ido?
– A la aldea, Mi Lady.
– ¿Solo?
– Asimismo lo ordenó, Su Excelencia.
Frunciendo levemente el ceño, la reina se giró para ir en busca de su primogénito que desde el momento que se le ocurrió confesarle a su padre de sus amores, a la torre más alejada del castillo hubo ido a refugiarse a manera de castigo hacia sus progenitores por oponerse.
Allá, en la pieza elegida, el rebelde muchachito, sobre una cama de paja yacía acostado; también con los pies cruzados y en una mano: un libro, mientras que con la otra empuñaba bravamente su espada y su boca:
– Oh, hermosa princesa, ladrona de mis suspiros. No desesperes siendo presa del infortunio. Pronto en tu rescate me dirijo; derribando con mi espada las rejas que nos separan y me impiden tomar lo que ya es mío: tu boca, tu cuerpo, tu alma, donde y desde hace mucho, en una sola la hemos convertido.
El joven enamorado, al mismo tiempo de ir cerrando los ojos y bajar ambas manos, un profundo y largo suspiro de su interior salió, abriendo los párpados rápidamente al escuchar los ecos de unas voces y el sonido que produce el choque de unas metálicas llaves.
Adivinando que hacia él iban, el muchachito molesto se levantó; y por una diminuta ventana mostró su bello rostro preguntándole, con sorpresa, a su visitador:
– Mi Reina, ¿cómo es posible que te hayas atrevido venir hasta aquí?
– Hijo, te aseguro que he estado en lugares peores.
– ¿Y mi padre lo sabe?
– ¿Que estoy aquí? –. El visitado asintió. – Por supuesto, sólo que él… no está en Palacio.
– ¿Ah, no? – el ceño del chico se frunció. – ¿Y dónde? Si se puede saber
– Si te lo digo, ¿prometes salir de aquí y venir para continuar conviviendo con nosostros?
– No – hubo dicho el joven; y se apartó de la puerta que para la reina por un sirviente sería abierta.
Hecho así, la sonriente bella dama se encaminó hacia el guapo ser que diecisiete años atrás diera vida. Una que hubo sido concebida con amor, adoración y pasión. La misma que él sentía por lo que quería. Entonces…
– No deberías tratarlo tan duramente.
– ¿Ah, no? Pues él tampoco ha sido tan blando conmigo
– ¿Y te has puesto a pensar por qué?
– Nada más porque se cree el Rey
– No – contestó la reina haciendo omisión a la irreverencia – sabes que lo es. Y sin embargo…
– No pienso postrarme más a sus pies. No hasta que permita casarme con ella. Mamá – el enclaustrado por su propia voluntad se giró para mirarla de frente y cuestionarle: – ¿qué le cuesta concederme un poco de felicidad? Un poco de la que ustedes dos gozan; ¡disfrutan! con tan sólo mirarse. Sentirse el uno a lado del otro, sin la necesidad de pronunciar muchas palabras.
– Es verdad; y como tal… si te confieso que lo hará, ¿me creerías?
– Ha dicho y hecho tanto que…
– Cuando tengas a tus hijos, hasta ese día vas a comprender que lo único que queremos es tu bien.
– ¡Ella lo es! ¡¿cuántas veces voy a repetírselo?!
– Hasta eso, tus ojos y tu actitud me bastan.
– Entonces… – de unas finas manos se adueñaron para suplicar: – ayúdame a convencerlo de que así como tú eres la vida para él, ella lo es para mí. Que por ella estoy dispuesto a luchar contra lo desconocido o emergido del averno y…
– No digas eso – lo expresaron ocultando un miedo que disfrazaron con aliento – Además no será necesario. Tu padre… si ha sido duro contigo es porque quiere hacer de ti un buen soberano.
– Y lo seré, te lo prometo; pero así como él, yo también necesito a una mujer no solamente hermosa como tú sino de nobles sentimientos. Te he contado de ellos; y si ambos la conocieran, sabrían que no exagero –. Quizá no, pero los ojos del Rey debían comprobar aquello.
Arribado a la mitad de la aldea, el solitario hombre descendió de su caballo. Un agradable olor llegó hasta su olfato. Y la delicia comenzó a conducirlo hasta una pequeña choza rodeada de una extensa variedad de flores silvestres para él conocidas.
– Sí, esto me recuerda…
– Buen día, buen hombre. ¿Puedo hacer algo por usted?
La dulce voz que el rey escuchó a sus espaldas, le recordó la voz de su más amada; y por lo mismo pronto se giró para ver a su interlocutora: una adorable chiquilla de brillantes y dorados cabellos lacios muy largos, y un par de ojos que parecieron haberle robado al cielo su color, no resultando difícil comprender el hechizo que había lanzado a su hijo y tenía preso.
– Buen día, hermosa niña. No, simplemente me acerqué atraído por el olor de las flores.
– Bellas ¿no le parece?
– En verdad lo son y también difíciles de brotar por estos lugares. ¿Cómo es que han venido hasta aquí?
– Un día, paseando por la pradera, una parvada de pequeños y multicolores pájaros volaba muy bajo. Eran miles, ¿sabe? Y el último que venía muy detrás y pasaba, dejó caer algo. Yo lo seguí con la mirada; y entre más y más la miraba, en el aire y en su trayecto, se iba transformando en una flor. ¡Ésta! – la jovencita, rauda, fue a la que señalara con su dedo índice. – Entonces corrí a casa para venir a plantarla; y he aquí lo que he conseguido con mi cuidado.
– Eso me ha parecido muy lindo.
– Lo mismo digo… de su hijo.
– Lo que significa que sabes quién soy.
– Su Majestad – la muchachita se postró ante él; y él con dos simples pasos achicó la distancia para tomarla por los hombros, levantarla e inquirir de ella:
– Dime ¿qué tan sincero y profundo es tu amor por el príncipe?
– ¿Le bastará con saber que soy capaz y por mí misma, el sacarme los ojos por haberlos puesto en él? Pero le juro, Su Excelencia – y que a los ojos se atrevían a mirarlo: – que no lo he hecho por escalar un eslabón a la vida de pobrezas que siempre he padecido. Hay algo en mí; y desde que existo y soy me ha dictado el corazón amarle sólo a él aún sin conocerlo e ignorando el ser correspondida.
– Lo eres – él lo afirmó. También… – mi hijo ha tenido la razón en decir lo especial que es tu persona. Ahora, anda, ponte de pie y dime ¿dónde están tus padres? Necesito verlos y hablarles.
Con deseos de patear el trasero del mozo que no le permitía la salida, el joven ahora prisionero de su madre, las contenía para gritar:
– ¡¿Cuánto más debo esperar?!
– Su madre, la reina, ordenó… el que fuera necesario.
– ¡Pero eso es demasiado!
– Sólo un poquito, querido príncipe.
– “Sólo un poquito, querido príncipe” –; éste hubo arremedado a su sirviente que presto tomaría una pose ante la presencia de quien pronto y sin permiso se diera acceso.
La reverencia que aquél ofreció a su soberano, otro no lo imitó, resoplando con fastidio al oírse de la orden de dejar solos a padre y a hijo que diría:
– He obedecido a mi madre porque sé que ella sería incapaz de mentirme.
– ¿Y yo sí? –. Confirmarlo sería una seria afrenta contra el rey; y por ende…
– No – se dijo.
– Menos mal; porque un sí, por mucho que seas mi hijo, no te lo hubiera permitido.
– … y hasta castigado por mi osadía si lo hubiera hecho delante de otros.
– Bien lo sabes.
– Pero resulta, que tú me has dicho que mientras los dos estemos solos, puedo tratarte como mi amigo.
– Efectivamente.
– Entonces como tal y porque también lo estás, entiende que estoy enamorado. Que amo como tú siempre me enseñaste a hacerlo. Que no le tomé importancia a las condiciones exteriores de las personas sino lo que hay en su corazón. O dime ¿no eran esas tus aconsejables palabras, mi amado Rey?
– Lo son, hijo mío. Y por lo tanto, tienes mi autorización para seguir el camino que tus latidos te indiquen.
– ¡¿Lo dices en serio?!
La incredulidad se hizo de un primogénito; y el progenitor…
– Tanto que puedes ir al jardín ya que ahí te espera.
Con lo dicho y olvidado todo, el hijo príncipe se abrazó de su rey padre al que le dijo al oído:
– Muy dentro de mí sabía que no me defraudarías, Mi Lord.
– Por supuesto que no; ya que yo también y en un día me enamoré de tu madre.
– Y así como lo has hecho desde entonces, yo amaré a la mujer que he elegido. Gracias, padre – lo apretaron fuertemente. – Gracias, porque no sólo me enseñaste a amar a los demás sino a amar sólo a una y a ser un hombre solamente para ella – que efectivamente en el jardín y acompañada de la reina madre aguardaban por una presencia.
Arribada aquella, una hermosa mujer se dirigió al interior del palacio donde…
– ¿Ya se vieron?
– Lo acaban de hacer.
– Qué bien – dijo el rey y se encaminó a un ventanal. Allá su esposa lo siguió para decirle:
– Gracias por haberlo hecho feliz – asimismo y desde sus lugares lo podían percibir.
– Creo que es lo menos que pude hacer a cambio de toda la dicha que por ti he tenido –. El dorso de la mano que se posó en su antebrazo se inclinaron a besarlo, oyéndose divertidamente…
– Yo tampoco puedo quejarme. Ha sido genial vivir todos estos años a tu lado.
– Han sido demasiados donde la paz y las risas han gobernado.
– Y por ello sentiste miedo cuando tu propio hijo irrumpió esa tranquilidad
– Desde hace mucho sé que en mi reino no existen los enemigos
– Sin embargo uno nunca sabe.
– Absolutamente cierto, mi bella reina. Pero cuando estuve en la aldea y la vi a ella – a la jovencita que habían tomado de una mano y la invitaban a dar un paseo – supe que no había peligro. Que ella hubo sido elegida para nuestro hijo y para que sigamos viviendo nuestras vidas con serenidad.
Debido a la calma con que se habían compartado, la reina Candy sonrió. En cambio el rey Terry, aprovechándose de su cercanía, a sus labios se encaminó para tomarlos y fundirse en un beso como tantos y donde todo su amor se profesaban. No obstante, él la estaba envolviendo en sus brazos cuando el canto de un ruiseñor se escuchó. Por supuesto e inmediatamente sus ojos lo buscaron y sorprendidos se quedaron del destello que seguía a la joven pareja de enamorados.
Epílogo
by
Estrella
by
Estrella
Sobre un elegante cojín de terciopelo rojo y sus costados rodeado de cordón dorado, descansaba un cetro y una impresionante corona de oro. Zafiros, rubíes, esmeraldas y perlas decoraban a ésta; y hacía un par de horas que de la cabeza de su dueño hubo sido quitada. Lo hacía por el peso que ello representaba. También porque al rey le gustaba pasearse en la aldea y entre sus súbditos para que ellos lo miraran y se le acercaran con confianza. Era su soberano, cierto; pero como tal, en lugar de querer su veneración prefería su amistad. Además, una promesa debía cumplir. Y de acuerdo a su hijo, su príncipe, la elegida de su corazón estaba ahí. Una hermosa doncella sin procedencia real, pero según a informes de la reina, eso parecía insginificante comparado a los grandes y nobles sentimientos que la caracterizaban. Por eso, sus ojos debían ser testigos de ello; y en su búsqueda fue, habiendo dejado su palacio y sus escoltas que ante la presencia de Su Majestad…
– ¿Dónde han dicho ha ido?
– A la aldea, Mi Lady.
– ¿Solo?
– Asimismo lo ordenó, Su Excelencia.
Frunciendo levemente el ceño, la reina se giró para ir en busca de su primogénito que desde el momento que se le ocurrió confesarle a su padre de sus amores, a la torre más alejada del castillo hubo ido a refugiarse a manera de castigo hacia sus progenitores por oponerse.
Allá, en la pieza elegida, el rebelde muchachito, sobre una cama de paja yacía acostado; también con los pies cruzados y en una mano: un libro, mientras que con la otra empuñaba bravamente su espada y su boca:
– Oh, hermosa princesa, ladrona de mis suspiros. No desesperes siendo presa del infortunio. Pronto en tu rescate me dirijo; derribando con mi espada las rejas que nos separan y me impiden tomar lo que ya es mío: tu boca, tu cuerpo, tu alma, donde y desde hace mucho, en una sola la hemos convertido.
El joven enamorado, al mismo tiempo de ir cerrando los ojos y bajar ambas manos, un profundo y largo suspiro de su interior salió, abriendo los párpados rápidamente al escuchar los ecos de unas voces y el sonido que produce el choque de unas metálicas llaves.
Adivinando que hacia él iban, el muchachito molesto se levantó; y por una diminuta ventana mostró su bello rostro preguntándole, con sorpresa, a su visitador:
– Mi Reina, ¿cómo es posible que te hayas atrevido venir hasta aquí?
– Hijo, te aseguro que he estado en lugares peores.
– ¿Y mi padre lo sabe?
– ¿Que estoy aquí? –. El visitado asintió. – Por supuesto, sólo que él… no está en Palacio.
– ¿Ah, no? – el ceño del chico se frunció. – ¿Y dónde? Si se puede saber
– Si te lo digo, ¿prometes salir de aquí y venir para continuar conviviendo con nosostros?
– No – hubo dicho el joven; y se apartó de la puerta que para la reina por un sirviente sería abierta.
Hecho así, la sonriente bella dama se encaminó hacia el guapo ser que diecisiete años atrás diera vida. Una que hubo sido concebida con amor, adoración y pasión. La misma que él sentía por lo que quería. Entonces…
– No deberías tratarlo tan duramente.
– ¿Ah, no? Pues él tampoco ha sido tan blando conmigo
– ¿Y te has puesto a pensar por qué?
– Nada más porque se cree el Rey
– No – contestó la reina haciendo omisión a la irreverencia – sabes que lo es. Y sin embargo…
– No pienso postrarme más a sus pies. No hasta que permita casarme con ella. Mamá – el enclaustrado por su propia voluntad se giró para mirarla de frente y cuestionarle: – ¿qué le cuesta concederme un poco de felicidad? Un poco de la que ustedes dos gozan; ¡disfrutan! con tan sólo mirarse. Sentirse el uno a lado del otro, sin la necesidad de pronunciar muchas palabras.
– Es verdad; y como tal… si te confieso que lo hará, ¿me creerías?
– Ha dicho y hecho tanto que…
– Cuando tengas a tus hijos, hasta ese día vas a comprender que lo único que queremos es tu bien.
– ¡Ella lo es! ¡¿cuántas veces voy a repetírselo?!
– Hasta eso, tus ojos y tu actitud me bastan.
– Entonces… – de unas finas manos se adueñaron para suplicar: – ayúdame a convencerlo de que así como tú eres la vida para él, ella lo es para mí. Que por ella estoy dispuesto a luchar contra lo desconocido o emergido del averno y…
– No digas eso – lo expresaron ocultando un miedo que disfrazaron con aliento – Además no será necesario. Tu padre… si ha sido duro contigo es porque quiere hacer de ti un buen soberano.
– Y lo seré, te lo prometo; pero así como él, yo también necesito a una mujer no solamente hermosa como tú sino de nobles sentimientos. Te he contado de ellos; y si ambos la conocieran, sabrían que no exagero –. Quizá no, pero los ojos del Rey debían comprobar aquello.
. . .
Arribado a la mitad de la aldea, el solitario hombre descendió de su caballo. Un agradable olor llegó hasta su olfato. Y la delicia comenzó a conducirlo hasta una pequeña choza rodeada de una extensa variedad de flores silvestres para él conocidas.
– Sí, esto me recuerda…
– Buen día, buen hombre. ¿Puedo hacer algo por usted?
La dulce voz que el rey escuchó a sus espaldas, le recordó la voz de su más amada; y por lo mismo pronto se giró para ver a su interlocutora: una adorable chiquilla de brillantes y dorados cabellos lacios muy largos, y un par de ojos que parecieron haberle robado al cielo su color, no resultando difícil comprender el hechizo que había lanzado a su hijo y tenía preso.
– Buen día, hermosa niña. No, simplemente me acerqué atraído por el olor de las flores.
– Bellas ¿no le parece?
– En verdad lo son y también difíciles de brotar por estos lugares. ¿Cómo es que han venido hasta aquí?
– Un día, paseando por la pradera, una parvada de pequeños y multicolores pájaros volaba muy bajo. Eran miles, ¿sabe? Y el último que venía muy detrás y pasaba, dejó caer algo. Yo lo seguí con la mirada; y entre más y más la miraba, en el aire y en su trayecto, se iba transformando en una flor. ¡Ésta! – la jovencita, rauda, fue a la que señalara con su dedo índice. – Entonces corrí a casa para venir a plantarla; y he aquí lo que he conseguido con mi cuidado.
– Eso me ha parecido muy lindo.
– Lo mismo digo… de su hijo.
– Lo que significa que sabes quién soy.
– Su Majestad – la muchachita se postró ante él; y él con dos simples pasos achicó la distancia para tomarla por los hombros, levantarla e inquirir de ella:
– Dime ¿qué tan sincero y profundo es tu amor por el príncipe?
– ¿Le bastará con saber que soy capaz y por mí misma, el sacarme los ojos por haberlos puesto en él? Pero le juro, Su Excelencia – y que a los ojos se atrevían a mirarlo: – que no lo he hecho por escalar un eslabón a la vida de pobrezas que siempre he padecido. Hay algo en mí; y desde que existo y soy me ha dictado el corazón amarle sólo a él aún sin conocerlo e ignorando el ser correspondida.
– Lo eres – él lo afirmó. También… – mi hijo ha tenido la razón en decir lo especial que es tu persona. Ahora, anda, ponte de pie y dime ¿dónde están tus padres? Necesito verlos y hablarles.
. . .
Con deseos de patear el trasero del mozo que no le permitía la salida, el joven ahora prisionero de su madre, las contenía para gritar:
– ¡¿Cuánto más debo esperar?!
– Su madre, la reina, ordenó… el que fuera necesario.
– ¡Pero eso es demasiado!
– Sólo un poquito, querido príncipe.
– “Sólo un poquito, querido príncipe” –; éste hubo arremedado a su sirviente que presto tomaría una pose ante la presencia de quien pronto y sin permiso se diera acceso.
La reverencia que aquél ofreció a su soberano, otro no lo imitó, resoplando con fastidio al oírse de la orden de dejar solos a padre y a hijo que diría:
– He obedecido a mi madre porque sé que ella sería incapaz de mentirme.
– ¿Y yo sí? –. Confirmarlo sería una seria afrenta contra el rey; y por ende…
– No – se dijo.
– Menos mal; porque un sí, por mucho que seas mi hijo, no te lo hubiera permitido.
– … y hasta castigado por mi osadía si lo hubiera hecho delante de otros.
– Bien lo sabes.
– Pero resulta, que tú me has dicho que mientras los dos estemos solos, puedo tratarte como mi amigo.
– Efectivamente.
– Entonces como tal y porque también lo estás, entiende que estoy enamorado. Que amo como tú siempre me enseñaste a hacerlo. Que no le tomé importancia a las condiciones exteriores de las personas sino lo que hay en su corazón. O dime ¿no eran esas tus aconsejables palabras, mi amado Rey?
– Lo son, hijo mío. Y por lo tanto, tienes mi autorización para seguir el camino que tus latidos te indiquen.
– ¡¿Lo dices en serio?!
La incredulidad se hizo de un primogénito; y el progenitor…
– Tanto que puedes ir al jardín ya que ahí te espera.
Con lo dicho y olvidado todo, el hijo príncipe se abrazó de su rey padre al que le dijo al oído:
– Muy dentro de mí sabía que no me defraudarías, Mi Lord.
– Por supuesto que no; ya que yo también y en un día me enamoré de tu madre.
– Y así como lo has hecho desde entonces, yo amaré a la mujer que he elegido. Gracias, padre – lo apretaron fuertemente. – Gracias, porque no sólo me enseñaste a amar a los demás sino a amar sólo a una y a ser un hombre solamente para ella – que efectivamente en el jardín y acompañada de la reina madre aguardaban por una presencia.
Arribada aquella, una hermosa mujer se dirigió al interior del palacio donde…
– ¿Ya se vieron?
– Lo acaban de hacer.
– Qué bien – dijo el rey y se encaminó a un ventanal. Allá su esposa lo siguió para decirle:
– Gracias por haberlo hecho feliz – asimismo y desde sus lugares lo podían percibir.
– Creo que es lo menos que pude hacer a cambio de toda la dicha que por ti he tenido –. El dorso de la mano que se posó en su antebrazo se inclinaron a besarlo, oyéndose divertidamente…
– Yo tampoco puedo quejarme. Ha sido genial vivir todos estos años a tu lado.
– Han sido demasiados donde la paz y las risas han gobernado.
– Y por ello sentiste miedo cuando tu propio hijo irrumpió esa tranquilidad
– Desde hace mucho sé que en mi reino no existen los enemigos
– Sin embargo uno nunca sabe.
– Absolutamente cierto, mi bella reina. Pero cuando estuve en la aldea y la vi a ella – a la jovencita que habían tomado de una mano y la invitaban a dar un paseo – supe que no había peligro. Que ella hubo sido elegida para nuestro hijo y para que sigamos viviendo nuestras vidas con serenidad.
Debido a la calma con que se habían compartado, la reina Candy sonrió. En cambio el rey Terry, aprovechándose de su cercanía, a sus labios se encaminó para tomarlos y fundirse en un beso como tantos y donde todo su amor se profesaban. No obstante, él la estaba envolviendo en sus brazos cuando el canto de un ruiseñor se escuchó. Por supuesto e inmediatamente sus ojos lo buscaron y sorprendidos se quedaron del destello que seguía a la joven pareja de enamorados.