En su día, celebrando a San Jorge, les dejo este aporte, ya que para mí, es el cumpleaños de este caballero, y qué mejor que esta canción, interpretada por Chabuca Granda y que pienso que lo retrata muy bien. La imagen es un regalito y pueden llevársela con toda confianza. Me perdonarán que no la personalice, pero no tengo tiempo, desgraciadamente. ¡Felicidades, George Johnson! Y dedicado a todas las Georgefans que haya por aquí, especialmente a Galilea Johnson. Algunos conocen el personaje de Marianne; para quienes se preguntan quién carambas es, salió de mi loca cabecita y es melliza de Candy.
FINA ESTAMPA
Una veredita alegre
con luz de luna o de sol
tendida como una cinta
con sus lados de arrebol
arrebol de los geranios
y sonrisas con rubor
arrebol de los claveles
y las mejillas en flor
Hoy, llegó un caballero totalmente diferente a los hombres que a lo largo de mis trece años de vida he conocido: el señor George Johnson, abogado de la familia Andley; por supuesto, conozco a los Andley porque Candy me ha escrito muchísimo sobre esta encumbrada familia. Sobre todo de Anthony, de quien sospecho está enamorada. Cuando pasó sus vacaciones en el Hogar de Pony, me dediqué a molestarla porque no paraba de hablar del muchacho, que sé es rubio y tiene los ojos azules.
Pero este día, me llevé la mayor y mejor sorpresa de mi vida: el señor George Johnson vino al Hogar de Pony con la misión de adoptarnos a Candy y a mí, todo por órdenes del señor William Andley, jefe de la familia. Y, hasta donde sé por medio de mi hermana es un hombre ya mayor, quien no reside en Lakewood, con los hermanos Cornwell (Stear y Archie) y con Anthony, que es primo de ellos. Ni tampoco vive con los Leagan, esa familia que se llevó con engaños a mi hermana, y que en lugar de adoptarla, la convirtió en su sirvienta.
Pero volviendo a este serio y elegante caballero, le vi descender de un elegantísimo automóvil en color negro, y tanto el vehículo como su ocupante son tan diferentes a lo que estamos acostumbrados en el Hogar de Pony, que fue lógico que impactara en mi ánimo. Mi primera impresión fue de azoramiento. Desde que supo mi nombre, y que yo era hermana de Candy, su trato se tornó formal.
-Señorita Marianne.
Primero me turbé, ¿señorita? Jamás nadie me ha mostrado tanta formalidad. Los hombres que visitan al Hogar de Pony son totalmente diferentes a este caballero. El primero y el más asiduo es el señor Marshall, un hombre ya maduro y que es el cartero que nos trae la correspondencia. Viene casi diariamente, y su bigote ya entrecano, me recuerda al de una morsa (desde que vi una ilustración en un viejo libro, pensé en el señor Marshall, y me gané un buen regaño de parte de la señorita Pony cuando se me ocurrió hacer el comentario en voz alta). El señor Johnson, por el contrario, tiene un fino bigote sobre la boca, cuidadosamente recortado. Los vaqueros de los diferentes ranchos que rodean al Hogar de Pony, son los que nos visitan de vez en cuando, con donaciones o recados de parte de sus patrones.
¿Cómo no impresionarme con el hombre alto, esbelto, vestido de negro, con un sombrero de ala ancha y guantes finos que llegó y me saludó respetuosamente y preguntó por las damas encargadas del orfanato? Los vaqueros nos tratan como lo que somos: niños, y ellos mismos son hombres rudos, afables, amables y respetuosos, pero toscos y con una voz recia y grave, que muchas veces llega a escucharse un par de octavas más alta que la que solemos usar en casa. Este hombre de ciudad no es así, su hablar es mesurado, correcto, con un amplio vocabulario y sus modales son finos y agradables.
Perfumada de magnolia
rociada de mañanita
la veredita sonríe
cuando tu piel acaricia
Y la cuculí se ríe
y la ventana se agita
cuando por esa vereda
tu fina estampa paseas
En estos pocos días, he sufrido una impresión tremenda a mi mundo tranquilo y rutinario: las niñas que William pretende adoptar son tan… especiales. La verdad, no encuentro aún la palabra que las defina. Candice es una chiquilla pecosa, rubia con el cabello lleno de rebeldes rizos que recoge en dos coletas y un par de profundos e inmensos ojos verdes llenos de inocencia. Claro, mi mente voló hacia Rosemary Andley (nunca pude llamarla Brown). Marianne posee dos hermosos ojos azules, un carácter fuerte y una mente inquisitiva, más una lengua rápida que la puede meter en líos sin que ella misma se dé cuenta, su cabello rubio no posee tantos rizos como el de su hermana.
Con quien he tenido más contacto ha sido con la señorita Marianne, pues pasé varios días en su compañía, esperando la llegada de su hermana a la pequeña ciudad cercana a la Mansión, para llevarlas y entregarlas bajo la tutela de madame Aloy. La primera vez que esta niña me vio, no despegó sus ojos azules de mi figura, como si nunca hubiera visto alguien como yo. En cuanto a mí, llegar a media mañana al Hogar, en medio del campo, fue algo fuera de lo común. Hace décadas que soy un hombre de ciudad, viviendo en Chicago. Ni siquiera cuando era pequeño y viví en el orfanato de París, frecuentaba la campiña. Aunque los campos franceses me atraen profundamente y tengo el firme propósito de retirarme a mi país natal cuando me llegue el tiempo de descansar.
A diferencia del orfanato donde yo viví y del cual me escapé en cuanto tuve oportunidad, en esta casa campestre, bastante amplia y cuidada, a pesar de la vida sencilla que llevan, se respira un ambiente de paz y cuidado que yo nunca encontré cuando era niño. Los chiquillos que conforman la tropa del Hogar se reunieron alrededor del automóvil último modelo, brillante y que lanzaba destellos bajo el sol matinal. Ninguno se atrevió a tocarlo, por indicaciones de la señorita Pony, y los pequeños se mostraron educados y respetuosos durante mi visita.
En cuanto a la niña que he venido a recoger, la vi palidecer y sonrojarse cuando expliqué el motivo de mi visita, reflexionó sobre la intención de sir William, y aceptó formar parte de la familia Andley. Los chicos nos acompañaron en corrillo cuando entregué la enorme caja blanca, con un lazo rojo de papel de seda formando un moño, como regalo para la “nueva hija” de William. La carita blanca como porcelana se ruborizó de placer al descubrir el hermoso vestido que adquirí para ella. Anteriormente, había dado órdenes de vestir y tratar a Candice como una señorita de sociedad, que será su status a partir de estos momentos.
Con la señorita Marianne sentada a mi lado, mientras manejo velozmente alejándonos del Hogar de Pony, miro de reojo a la pequeña y descubro sus ojos arrasados en lágrimas, que son de felicidad y de tristeza al mismo tiempo: felicidad porque pronto se reunirá con su hermana y tristeza por abandonar el amoroso regazo de dos madres cuidadosas y dedicadas.
-No llore, señorita Marianne –pido con voz trémula y con un nudo en la garganta-, estoy seguro que el señor William les permitirá visitar el Hogar de Pony a usted y su hermana y podrán escribir siempre que lo deseen.
Le entregué mi pañuelo a fin de que se enjugara el torrente que caía desde sus ojos azules, y ella acabó por sonreírme con valentía, mientras el sol ilumina nuestro camino.
Fina estampa, caballero
caballero de fina estampa
un lucero que sonriera
bajo un sombrero
no sonriere más hermoso
ni más luciera, caballero
y en tu andaranda reluce
la acerada andarandal
Es un probo caballero que me reprende con toda la delicadeza que posee; firme en sus ideas y con un paso sosegado que contrasta con mi andar apresurado y arrebatado.
-No corra, señorita Marianne, una dama no apresura el paso –me advirtió la tarde del primer día que pasamos juntos.
Jamás había comido en un restaurante y estaba harto nerviosa por causar una mala impresión en mi acompañante, tan educado y correcto. Pero él se encargó de indicarme qué hacer y se me ha grabado todo rápidamente, creo que cuando llegue a Lakewood, no haré tan mal papel a los ojos de la señora Aloy.
George se ha convertido en un paciente mentor para mí, tan preguntona y respondona que aturullo a quienes me rodean.
-Usted se convertirá en una hermosa dama, al igual que su hermana –me aseguró al terminar la cena de ese primer día.
Claro que fue después de reprenderme con tranquilidad unas horas antes al escucharme exclamar un “¡demonios!” en voz baja, al no encontrar una prenda en mi maleta.
-Una señorita no usa ese lenguaje.
Solté el aliento que retenía con un profundo suspiro de alivio, lo cual me ganó una sonrisa comedida y una mirada curiosa. No sabe hasta qué punto tengo miedo de equivocarme con la familia Andley y que consideren un error el haberme adoptado. Así que, para no sentirme tan vulnerable, me dedico a preguntar sobre cualquier duda, por pequeña que sea, de la forma en que me debo comportar de ahora en adelante. No es correcto que salga del hotel sin avisarle (yo que estoy acostumbrada a pasear por largas horas sin la vigilancia de nadie), tampoco es correcta mi costumbre de morderme el interior de las mejillas, pero creo que ese mal hábito no lo perderé nunca.
-No esté asustada –me aconsejó.
Sin que yo se lo confesara, sabe que lo hago por miedo. Cuando caminamos por la calle, he tomado la costumbre de sujetarme de su brazo, cosa que aceptó sonriendo ligeramente y camino a su ritmo, aunque me parece algo lento, pero quiero convertirme en una dama de la cual el tío abuelo William se sienta orgulloso y también mi amigo George. Me sonrojé de satisfacción cuando me sonrió abiertamente al mirarme con el vestido rojo con vivos azul marino. Sabía que el rojo resaltaría mi tono de piel y por eso lo elegí. Copio sus modales en la mesa y sólo es cuestión de fijarme en qué cubierto usa y en qué momento. Y George tiene la delicadeza de hacerlo con lentitud y de explicarme todo lo que no entiendo.
Es un placer pasear con este caballero europeo, ya que acabó por contarme que nació en Francia y emigró a Estados Unidos siendo muy joven. El sol del día o las sombras de la noche nos envuelven mientras paseamos en estos días que faltan para que Candy y yo seamos entregadas en la Casa Andley. El acostumbra a saludar tocando el ala de su sombrero, y yo he empezado a usar sombreros elaborados con materiales finos y adornados con fineza, e imitando a mi mentor, saludo inclinando la cabeza con recato.
Te lleva por los aguajes
y a los patios encantados
te lleva por las plazuelas
y a los amores soñados
Veredita que se arrulla
con tafetanes bordados
tacón de chafín de seda
y fustes almidonados
Es un placer pasear con la hermosa damita en la que se ha convertido. Unos pocos días han servido para lograr una transformación casi asombrosa de una niña de origen humilde, en una hermosa señorita hija de una encumbrada familia de América. Sé que divago, y no puedo dejar de sentirme algo responsable de este cambio. Recibí órdenes de William de comprarles a las dos niñas todo lo que necesitaran (y de paso, lo que no necesitaran pero que fuera de su agrado). No resistí la tentación de regalarle, al día siguiente que llegamos a la ciudad, una peineta para su cabellera rubia y ondulada, pagada de mi propio bolsillo y que ella ha usado un par de veces, para mi deleite. En cuanto a Candy, transmití la orden a Sam, por lo que sé que la pequeña de ojos verdes también llegará a la Mansión Andley luciendo como una bella señorita.
Los primeros dos días, parecía que no salía de mi boca más que un mar de reconvenciones sobre la forma de comportarse de Marianne. Es curioso, yo nunca había meditado en los acartonados modales de los miembros de la más alta sociedad americana y ahora me doy cuenta de estas dos niñas tendrán que aprenderlos y moverse dentro de rígidos límites impuestos a las señoritas de sociedad. Y, para ser totalmente franco, no deseo que esta niña de ojos azules pierda ni su frescura ni su sencillez, ni siquiera su desfachatez.
Me ha hecho reír, a mí que hacía años que no lo hacía con espontaneidad. Lectora voraz, hemos comprado varios libros, de los cuales da su opinión muy personal, y un comentario sobre una escena de David Copperfield me hizo reír.
-¡Vaya! –exclamó con los ojos llenos de deleite-. Pensé que no sabía reír.
Su propia sonrisa fue traviesa, así que procuré controlarme y no continuar con mi risa. ¿Por qué mi deseo de que su esencia siga intacta? Porque es una persona maravillosa, y yo no he conocido a muchas personas así. William y Rosemary y ahora ella, son quienes han tenido impacto en mi ánimo. No puedo evitarme preguntar si la señorita Candy es igual, aunque supongo que sí, puesto que se educaron en el mismo Hogar. Otra cosa que me ha conmocionado y conmovido profundamente, es que desde la noche del segundo día que pasamos en el hotel, tomó la costumbre de besarme por la mañana y por la noche. ¡Tiene trece años de edad y me ha hecho estremecer! Muy, muy pocas personas tienen contacto físico conmigo, y mucho menos mujeres.
William acostumbra a tocarme, por supuesto, pero como hombres que somos, nuestro contacto no es tan íntimo y profundo, aunque yo lo vea como un hermano menor. Con Rosemary fue casi nulo, por la posición que ocupamos cada quien en la familia, y se volvió inexistente cuando ella se casó, convirtiéndose en una persona vedada para mí. Pero esta niña se me acercó la segunda noche, titubeando.
-Me voy a dormir, George –anunció con un tono algo tembloroso.
Yo, ocupado con el telegrama que Sam me enviara, para saber en qué etapa de su viaje se encontraba y calcular el tiempo que llevaría su término, apenas le respondí:
-Que descanse, señorita Marianne.
La chiquilla no se movió inmediatamente, sino que permaneció a mi lado, supongo que tomando valor; de pronto, se acercó al sillón donde yo estaba sentado y me besó la mejilla, haciéndome volver la vista hacia ella.
-Ayer me faltó el beso de buenas noches, pero estaba muy cansada para pedirlo -murmuró y fijó los azules ojos en mí, profundamente sonrojada.
Esperaba algo, que yo de momento no acerté a descubrir, todavía tomado por sorpresa.
-¿No va a besarme? –acabó por preguntar y me presentó la mejilla.
¿Qué podía hacer sino rendirme? Le besé suavemente la mejilla y dije con voz pausada:
-Que tenga un buen sueño, señorita Marianne.
Casi corrió a su alcoba y me dejó a solas para resolver el torbellino en mi interior.
Es un caminito alegre
con luz de luna o de sol
que he de recorrer cantando
por si te puedo alcanzar
fina estampa caballero
quien te pudiera guardar
Fina estampa...
Mi estómago se retuerce por la expectativa, y aunque sea tan desfachatada y cínica, la verdad es que las primeras experiencias siempre me causan miedo ¿qué tal si no le gusto a la familia Andley? Siento como el corazón me golpea el pecho y mis manos sudan, procuro no retorcer los dedos, o me ganaré un fruncimiento de cejas de un caballero serio sentado a mi lado. Mi cháchara se cortó hará cosa de quince minutos, mientras el hotel quedaba atrás y la campiña ocupaba mi vista. La vereda que lleva a la mansión Andley parece muy larga, pero no pasan más de diez minutos para que el automóvil la recorra. Me siento un poco incómoda con el elaborado sombrero que el caballero francés me hizo colocar sobre la cabeza. Me siento vestida de gala en un traje suntuoso y en color azul, con encaje. Acabo por remover mis pies, pues la tensión que siento es demasiada.
-Respire profundamente por la nariz y exhale por la boca, señorita Marianne –me ordena George, antes de que la casa se muestre en el parabrisas del automóvil.
Obedezco para intentar calmarme ¿será natural que tenga ganas de llorar?
-Tranquilícese, todo estará bien –me promete George, mirándome de reojo.
Tengo ojeras, pues la noche anterior no dormí prácticamente nada. Sin embargo, cuando alcanzamos a ver el portal de rosas (del que tanto me habló Candy), mis miedos quedaron atrás, ya que mi hermana se encuentra en brazos de un jovencito rubio y dos chicos les acompañan, más una señora de edad que les mira con gesto muy serio y severo.
-¡Candy! –exclamo sin poderlo evitar.
Más tarda George en abrirme la portezuela y ayudarme a bajar del automóvil, que lo que me lanzo corriendo a abrazar a mi hermana.
-¡Candy! –repito.
-¡Marianne! –me llama mi hermana.
Veo la extrañeza en su rostro y luego la alegría y nos fundimos en un profundo abrazo…
Reprimo una sonrisa al toparme con el gesto duro y adusto de madame Aloy, miro brevemente a las mellizas mientras lloran y ríen, abrazadas y felices. Gracias a Dios, mis temores no tuvieron fundamento. Y me sorprendo de la visión de William, quien me ordenó llegar con Marianne hasta la Casa Andley, expresándome su seguridad de que Candy llegaría por sus propios medios, después de huir de Sam. Ahora comprendo la confusión: la señorita Candy estaba totalmente segura de que yo la vendería en Londres. Si no fuera porque el susto que sufrí ayer fue mayúsculo, cuando Sam me telegrafió y me confesó la huida de la niña, me reiría de esto.
Explico las órdenes del señor William a una muy molesta matriarca, quien no tiene más remedio que ceder ante “la sagrada voluntad del patriarca del clan”. Candy y Marianne serán recibidas por ella y se encargará de educarlas. Marianne se vuelve a verme brevemente cuando todos ingresamos a la enorme mansión. Ellas para ser instaladas, bajo la protección de los chicos Cornwell y de Anthony, y yo para dirigirme al despacho de madame Aloy y entregar la documentación que avala la adopción de las dos pequeñas huérfanas.
Salgo molesto por la diatriba que la tía abuela me lanzó, además de la orden de transmitir a William el desacuerdo de la anciana dama con la adopción de “dos ladronzuelas”, esto último me hizo protestar, ganándome una furiosa réplica. Aplico mi consejo de respirar por la nariz y exhalar por la boca, a fin de calmarme, cuando al final me dirijo a la puerta principal, para tomar mi automóvil y regresar a Chicago.
-George.
La niña de ojos azules me espera a la puerta y procuro sonreír con calma, para que no adivine lo mal recibidas que fueron por madame Aloy.
-Quería despedirme de usted y darle las gracias por todo –me dice ella, mirándome mucho más calmada que hace un par de horas.
-Que sea muy feliz, señorita Marianne –le deseo, mientras la pequeña me acompaña al automóvil, estacionado ante el portal de rosas del joven Anthony, caminando con paso sosegado, mientras ella se acomoda a mi ritmo.
No sólo recibo un beso, sino también un tímido abrazo de parte de la chica, sólo espero que madame Aloy no nos esté mirando, o mi amiga se verá reprendida por tal atrevimiento.
-Gracias George, dígale al señor William que procuraré convertirme en toda una dama, para que él esté orgulloso de mí.
-Lo haré, señorita Marianne –una última inclinación de cabeza de mi parte, mientras toco el ala de mi sombrero y subo al automóvil.
Puedo verla mientras me alejo, y supongo que espera hasta perderme de vista para regresar al interior de la mansión.
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Última edición por Lady Lyuva el Dom Abr 24, 2016 6:30 am, editado 1 vez