Querida Galilea,
cuando escuché esta melodía, sólo pude pensar en ti y en George. Espero que te guste.
cuando escuché esta melodía, sólo pude pensar en ti y en George. Espero que te guste.
A George Johnson le gustaba el silencio. Viajar a Francia siempre era motivo de regocijo porque representaba la oportunidad de viajar al pasado. George Johnson sabía que los recuerdos ocupaban un lugar importante. Y había aprendido, con el devenir del tiempo, que los recuerdos y el presente, se hacen parte de la vida diaria. Que sin sus recuerdos, no sería él mismo.
El señor Johnson, vistiendo impecablemente, hacía que más de una mirada se volteara a seguirlo y analizarlo. Aún en París, la capital mundial de la moda, el asistente personal y mejor amigo de William Albert Andrew, nunca pasaba desapercibido. Había que saber llevar un traje hecho a la medida. No cualquiera, por muy acomodado que fuese, tenía el porte del señor Johnson. No era únicamente el traje, era esa mezcla de misterio, serenidad y elegancia, lo que hacía que fuese objeto de más de un suspiro en su camino.
Los sonidos de París siempre lograban impregnarlo de su aire bohemio. Sus calles y callejuelas. Sus cafés, su aire y su luz; que era la propia luz de París. No era igual a la luz de Nueva York. O a la luz de Chicago. Era esa atmósfera inexplicable que lo abrazaba, aún en contra de su voluntad y se infiltraba por sus poros, haciendo que escalofríos lo recorrieran en el más inesperado de los momentos.
A George Johnson le gustaba el silencio, por eso, en lugar de dirigirse a un café, como todo el mundo, se dirigía a la Dama. Allí, aunque sus creencias no eran precisamente las que lo motivaban a sentarse en una de sus añejas bancas, se sentía en paz. Era como encontrar un oasis en plena metrópolis bulliciosa, gigante y llena de modernidad.
Su interior era tan inmenso, que parecía aún más alto que el mismo cielo. Cada viaje a París implicaba un nuevo viaje a la Dama. George Johnson se encontraba enamorado. No había en el mundo algo más hermoso que la luz del sol traduciéndose en un ballet de delicados colores sobre las paredes ancestrales. No era posible encontrar curvas más perfectas, columnas más esbeltas y matices más soberbios.
Los transeúntes podrían pensar que se encontraba en éxtasis por su mirada perdida en la bóveda de la nave principal. O quizás que su comunicación con el màs allá lo hacía buscar la danza de colores de los vitrales que transformaban la pálida luz del sol en una obra de arte.
Sí, George Johnson se hallaba enamorado... hasta que la vio.
Mientras su mirada viajaba de vitral a vitral, absorbiendo con sus pupilas el abanico de matices que tanto añoraba cuando no estaba dentro de su oasis particular, esa misma luz, mágicamente, se detuvo sobre ella. La bañó, la danzó, la vistió. La adornó como ninguna reina ha lucido jamás. Todo a su alrededor era oscuridad y ella resplandecía como una figura cristalina que fuera visible únicamente para su ojos.
George Johnson no sabía qué hacer. ¿Cómo era aquello posible? Por un momento un escalofrío de temor lo recorrió. ¿Y si era una visión?
¿Y si ella desaparecía cuando él parpadeara? Incorporándose lentamente como si temiera incomodar al propio aire, el señor Johnson tomó su portafolio y caminó acariciando levemente el respaldo de la banca con la punta de sus dedos. No sabía cuántas veces había parpadeado, pero ella seguía allí; como si de una etérea estatua salida de sus más profundos deseos se tratara. Como si ella contuviera con sus curvas perfectas, columnas esbeltas y matices soberbios, toda la belleza que él había añorado a lo largo de su vida y nunca había encontrado en ninguno de sus recuerdos.
Recostándose imperceptiblemente en un sólido pilar, se recordó a sí mismo, que debía respirar. Ella parecía en éxtasis, inmóvil, ajena, lejana. George Johnson había aprendido que las oportunidades suelen llegar como pequeños gorriones para volar lejos y nunca regresar.
-Disculpe, señorita... Podrá pensar usted que soy un atrevido...
Ella se volvió. Sus ojos, aún llenos de la imagen que contemplaba, lo vieron sin ver. George no supo qué hacer... Años de experiencia manejando transacciones de millones de dólares, estrechando las manos de los más importantes hombres de negocios del mundo, y él, había perdido, por arte de magia, el don del habla y la capacidad de ir más allá.
Ella lo vio. La luz del vitral que admiraba, trazaba sus facciones impecables mientras esa sensación que ella nunca antes había experimentado, inundó su interior.
El señor Johnson, vistiendo impecablemente, hacía que más de una mirada se volteara a seguirlo y analizarlo. Aún en París, la capital mundial de la moda, el asistente personal y mejor amigo de William Albert Andrew, nunca pasaba desapercibido. Había que saber llevar un traje hecho a la medida. No cualquiera, por muy acomodado que fuese, tenía el porte del señor Johnson. No era únicamente el traje, era esa mezcla de misterio, serenidad y elegancia, lo que hacía que fuese objeto de más de un suspiro en su camino.
Los sonidos de París siempre lograban impregnarlo de su aire bohemio. Sus calles y callejuelas. Sus cafés, su aire y su luz; que era la propia luz de París. No era igual a la luz de Nueva York. O a la luz de Chicago. Era esa atmósfera inexplicable que lo abrazaba, aún en contra de su voluntad y se infiltraba por sus poros, haciendo que escalofríos lo recorrieran en el más inesperado de los momentos.
A George Johnson le gustaba el silencio, por eso, en lugar de dirigirse a un café, como todo el mundo, se dirigía a la Dama. Allí, aunque sus creencias no eran precisamente las que lo motivaban a sentarse en una de sus añejas bancas, se sentía en paz. Era como encontrar un oasis en plena metrópolis bulliciosa, gigante y llena de modernidad.
Su interior era tan inmenso, que parecía aún más alto que el mismo cielo. Cada viaje a París implicaba un nuevo viaje a la Dama. George Johnson se encontraba enamorado. No había en el mundo algo más hermoso que la luz del sol traduciéndose en un ballet de delicados colores sobre las paredes ancestrales. No era posible encontrar curvas más perfectas, columnas más esbeltas y matices más soberbios.
Los transeúntes podrían pensar que se encontraba en éxtasis por su mirada perdida en la bóveda de la nave principal. O quizás que su comunicación con el màs allá lo hacía buscar la danza de colores de los vitrales que transformaban la pálida luz del sol en una obra de arte.
Sí, George Johnson se hallaba enamorado... hasta que la vio.
Mientras su mirada viajaba de vitral a vitral, absorbiendo con sus pupilas el abanico de matices que tanto añoraba cuando no estaba dentro de su oasis particular, esa misma luz, mágicamente, se detuvo sobre ella. La bañó, la danzó, la vistió. La adornó como ninguna reina ha lucido jamás. Todo a su alrededor era oscuridad y ella resplandecía como una figura cristalina que fuera visible únicamente para su ojos.
George Johnson no sabía qué hacer. ¿Cómo era aquello posible? Por un momento un escalofrío de temor lo recorrió. ¿Y si era una visión?
¿Y si ella desaparecía cuando él parpadeara? Incorporándose lentamente como si temiera incomodar al propio aire, el señor Johnson tomó su portafolio y caminó acariciando levemente el respaldo de la banca con la punta de sus dedos. No sabía cuántas veces había parpadeado, pero ella seguía allí; como si de una etérea estatua salida de sus más profundos deseos se tratara. Como si ella contuviera con sus curvas perfectas, columnas esbeltas y matices soberbios, toda la belleza que él había añorado a lo largo de su vida y nunca había encontrado en ninguno de sus recuerdos.
Recostándose imperceptiblemente en un sólido pilar, se recordó a sí mismo, que debía respirar. Ella parecía en éxtasis, inmóvil, ajena, lejana. George Johnson había aprendido que las oportunidades suelen llegar como pequeños gorriones para volar lejos y nunca regresar.
-Disculpe, señorita... Podrá pensar usted que soy un atrevido...
Ella se volvió. Sus ojos, aún llenos de la imagen que contemplaba, lo vieron sin ver. George no supo qué hacer... Años de experiencia manejando transacciones de millones de dólares, estrechando las manos de los más importantes hombres de negocios del mundo, y él, había perdido, por arte de magia, el don del habla y la capacidad de ir más allá.
Ella lo vio. La luz del vitral que admiraba, trazaba sus facciones impecables mientras esa sensación que ella nunca antes había experimentado, inundó su interior.
-¿Sabe?, siempre vengo a la Catedral. Me gusta ver los vitrales que tienen hombres a caballo porque me recuerdan a alguien que no sé exactamente quién es. ...Usted... me recuerda a alguien que no sé exactamete quién es...
George Johnson se dijo a sí mismo, que debía respirar. Sonriendo levemente mientras la luz los envolvía en su danza infinita de matices intangibles, contempló en el pecho de la joven la letra "G" que reflejaba su propio pasado, su propio presente y su propio futuro. Le extendió su mano y mientras caminaban entrelazados por entre la luz que los separaba del resto de la humanidad, George Johnson supo que la ciudad que guardaba parte de su pasado, le había entregado, entre una caricia de luces, las llaves de su futuro.
George Johnson se dijo a sí mismo, que debía respirar. Sonriendo levemente mientras la luz los envolvía en su danza infinita de matices intangibles, contempló en el pecho de la joven la letra "G" que reflejaba su propio pasado, su propio presente y su propio futuro. Le extendió su mano y mientras caminaban entrelazados por entre la luz que los separaba del resto de la humanidad, George Johnson supo que la ciudad que guardaba parte de su pasado, le había entregado, entre una caricia de luces, las llaves de su futuro.
Última edición por Anjou el Vie Abr 21, 2017 11:35 am, editado 1 vez