La señora Legan
A los 16 años se halló casada con un rico heredero un par de años mayor. Creía conocerlo, creía amarlo.
Había quedado prendada de él tan solo mirarlo. Como en las novelas rosas que con ahínco leía, se imaginó cabalgando con él hacia el futuro, “comerían perdices para siempre”. Poseía un nombre hermoso, fuerte, sensual, y muy masculino: Raymond. Era un joven apuesto, elegante, con la piel tostada por el sol, con un carácter firme y determinado que su padre se complacía en ensalzar.
La palabra de su padre, el señor Briand, siempre sería tomada en serio por Sarah. El hombre, se había casado luego del fallecimiento de su madre, y por consiguiente, la adolescente sentía que había pasado a segundo plano, por tanto, cualquier opinión de su padre hacia ella, era considerada por la joven tan importante como el lazo que tuviesen en su infancia, cuando era “la niña de papá”.
Sarah estaba segura que jamás le haría algo así a sus hijos, si llegaba a tener. Nunca contraería segundas nupcias pasara lo que pasara. En su soledad, lo había sentido como un acto de egoísmo, y aunque todos a su alrededor parecían alegrarse de la elección de su padre, el sentimiento de abandono en el interior de la chica, le impedía hacerlo también.
Encandilada por la aceptación del señor Briand hacia el muchacho, y por la secreta admiración que ella le profesaba, aceptó su cortejo. Flores, salidas con chaperón, charlas superfluas… Así comenzó la historia de amor entre la pareja. Cumplían las normas y actuaban con corrección. La boda no tardó en efectuarse, Sarah se negó a usar cualquier artículo de la esposa de su padre o de aquella familia. Ella era una Briand y no seguiría tradiciones ajenas. Tiempo después, Raymond se aseguró de que su flamante esposa aceptara de una buena vez los beneficios que pertenecer al clan Ardley les traerían: socialmente estaban muy por encima, y si alguna vez requerían apoyo económico, algún crédito o inversionistas, el apellido era de mucha más alcurnia que el Leagan y les abriría muchas puertas.
Irónicamente, Sarah se apegó más a la esposa de su padre ya casada. Elroy, quien la apreciaba sinceramente, supuso que era cuestión de madurez; aunque a Sarah no le gustaba visitarles en la mansión Ardley, pues a su consideración, faltaba a la memoria materna y prefería invitarlos a su propia residencia en las afueras de la ciudad. Con los largos viajes de negocios de Raymond, poco a poco las visitas de su padre y Elroy se fueron convirtiendo en su única distracción, lo cual al matrimonio Briand le complacía bastante, pues así, Sarah estaba lejos de los cotilleos de la ciudad, en los que se rumoraba sobre algunas aventuras de Raymond. Su padre jamás lo cuestionó sobre ello, pues consideraba que si su hija no se enteraba, no habría ningún problema. Era una situación común.
Pero con los años, Sarah se enteró. Para entonces su padre había muerto, y ella tenía dos hijos. A pesar del golpe inicial, no podía actuar intempestivamente. Raymond, el hombre al que ella había entregado su vida, su amor, todo de sí. El hombre perfecto que suponía trabajaba sin descanso. El hombre en quien debía apoyarse, no era más que un simple traidor. Un embustero, mentiroso. Un vulgar mujeriego sifilítico. Está bien, no tenía pruebas de que tuviera la sífilis, pero del resto, sí. Y la misma mujerzuela con quien se revolcaba, le había enviado un paquete con pruebas fehacientes de su infidelidad. Y fue entonces, cuando afrontó la realidad del día a día en su matrimonio. Le pareció que todos esos años, había vivido con un desconocido.
¿En realidad la había amado alguna vez? Dormían en habitaciones separadas, él siempre se hallaba de viaje o trabajando, Rara vez hacían vida social o en pareja. Se suponía que ella debía llorar desconsolada, hacer sus maletas y dejarlo o postrarse en cama y pensar en el suicidio, y sin embargo, solo podía sentir una cosa: ira.
Raymond no la amaba, y se lo había demostrado de la peor manera: traicionándola. Sarah dudaba en qué hacer.
Por una parte, no quería dejar a sus hijos sin padre, ni cargar el estigma del divorcio. ¿Dejarle el camino libre al sifilítico? ¡Ni loca! No se arriesgaría a que cegado por la lujuria, se le ocurriera llevar a la prostituta a su propia casa, o peor aún ¡Casarse con ella!
No, Sarah no estaba dispuesta a dejarles el camino libre. Y si la mujerzuela deseaba una reacción, no le daría la satisfacción o dejaría de llamarse Sarah Leagan… Literal.
Una mujer despechada puede ser peligrosa, pero Sarah aún no decidía entre las mil formas de torturar a Raymond en que había pensado. Y cuando un día, sin más, él preguntó el porqué de su actitud fría y desinteresada hacia su persona, ella, sorprendida por su cinismo, soltó una perorata sobre la lealtad. Le confirmó que estaba enterada de su aventura, y como con seguridad no era la primera vez, le daba unos días para terminar con su estupidez o partiría a Europa con sus hijos. En el fondo, no planeaba hacerlo, pero un hombre asustado, todo lo cree. Y Raymond se asustó, por lo que en cuanto pudo, terminó aquella efímera relación.
El señor Leagan, a su manera, la quería. Cualquier relación que un hombre casado tuviese fuera del matrimonio, era que una simple distracción. Para él, no era una traición, era algo meramente físico, sin importancia. Había cosas que no se le podían proponer a la esposa, actos que solo cierto tipo de mujeres se atrevían a hacer. Mujeres que no aspiraban a casarse. Sarah era una magnífica esposa. Muy apta para organizar eventos fastuosos, toda una dama respetable frente a la sociedad, de buena cuna, guapa y elegante a pesar de tener dos hijos. Pero en el lecho conyugal fría y nada entusiasta. Raymond inició otra aventura tan rápido como había terminado la anterior.
Sarah cambió. Confirmó que nunca había amado a su esposo o podría perdonarlo. Pero no lo haría, simplemente porque no deseaba hacerlo.
Comenzó entonces, a salir de casa, a hacer compras por las que él debía pagar y a hacer vida social sola poniendo el pretexto de un viaje de negocios de su cónyuge, aunque este se hallara en casa.
Visitaba Lakewood cuando Elroy se encontraba allí. En el fondo agradecía que la mujer hubiese dejado la casa en que vivía con su padre, aparentemente su sobrina enfermiza, requería atenciones especiales. La había visto apenas un par de veces y siempre con algún niño. Se sorprendió cuando supo que solo contaba con un hijo y era casi de la edad de los suyos, pero le restó importancia al suponer que la había visto antes con algún mozo. Y hablando de mozos, una de las mayores razones por las que insistía en visitar a Elroy, era permitirse devorar con los ojos al asistente del tío abuelo William...
Última edición por Friditas el Mar Abr 18, 2017 11:15 am, editado 3 veces