CAPÍTULO III
by
Milser G.
Milser G.
- Candy, linda, ¿estás bien?
La voz de su esposo, acompañada por un par de golpes suaves contra la puerta del sanitario la obligaron a regresar de aquel túnel de recuerdos en el que, aparentemente, se había perdido por un buen rato.
- Sí, Neil. Enseguida salgo – anunció lo más naturalmente que pudo a la vez que abría el grifo para comprobar si el agua fría era capaz de lavar sus pensamientos al igual que su rostro.
Un par de minutos después, con el rostro fresco, las argollas matrimoniales puestas de nueva cuenta en su sitio correspondiente y los pensamientos… para nada apaciguados, la rubia regresó a la habitación donde el moreno parecía sumamente enfrascado en dedicarse a la tarea de ajustar los gemelos a los puños de su camisa de etiqueta.
- Ya vinieron del servicio a traer tu ropa para esta noche – señaló con la cabeza hacia el armario abierto, donde un regio vestido de gala dorado y negro, acorde a la última moda, aguardaba a ser portado por su bella dueña, la cual, lejos de sentirse extasiada ante el exquisito diseño, se limitó a encogerse de hombros y, con gesto cansino, quitarse la bata que vestía. – De verdad, lo siento, linda – se disculpó el que no pudo pasar por alto el estado de ánimo de la mujer.
- Ya lo hablamos, Neil. No hubo otra opción. Lo comprendo.
- Por eso también, pero me refería a otra cosa.
- ¿A qué te referías entonces?
- A haber traído a colación la cuestión de tus sentimientos por…
- No es nada, querido – se apresuró a interrumpirlo, con el simple objetivo de que no se atreviera a pronunciar su nombre. – Ya lo hemos hablado y creo que ha quedado claro que todo pertenece al pasado.
- Entonces, ¿estamos bien?
- ¡Claro que lo estamos! ¿Por qué no…? – el cuestionamiento, así como la tarea de subirse las medias de seda, fueron abruptamente interrumpidos cuando la rubia se vio súbitamente alzada por los aires. - ¡Neil! ¿Qué haces? – chilló medio riendo, medio espantada.
- Asegurarme que se te haya quitado el enojo.
Acto seguido, Candy se vio arrojada de espaldas y sin misericordia sobre el cómodo colchón y a su flamante esposo trepándose sobre ella para impedirle el escape, portando esa inequívoca mirada oscurecida que tan bien había llegado a conocer desde el mismísimo día en que se hubieran casado, cuatro meses atrás.
- Oh, no, Neil Leagan. ¡Que ni se te ocurra!
- ¿Qué ni se me ocurra qué? Si sólo quiero que me des un beso. ¿Acaso tú pensaste en alguna otra cosa? – la toreó con sorna.
- Yo… eh… no… es que… - roja como un tomate, la rubia no pudo más que tartamudear. – ¿Un beso? Bueno… está bien – accedió al pedido.
Sin embargo, una vez obtenido lo solicitado, aparentemente Neil no había quedado del todo conforme o, quizás había cambiado de objetivo a mitad del beso. Lo cierto es que pronto, la temperatura de aquella habitación comenzó a caldearse a un ritmo vertiginoso, motivo por el cual, Candy se vio compelida a apartarse empujando el musculoso pecho de su marido.
- Neil, dijiste un beso – le recriminó con aliento entrecortado.
- ¿Eso dije? Debiste haber escuchado mal, encanto – y se aprestó a volver con su tarea, pero una nueva protesta, ahora menos dubitativa que antes, lo detuvo.
- ¡Neil es tarde! ¡Tenemos que terminar de vestirnos!
- Un segundo, linda…
- ¡Qué segundo ni segundo! Contigo nunca es un segundo – le recriminaron.
- En eso tienes razón – el culpable tuvo que admitir los cargos imputados y, con un gruñido de pura insatisfacción, enterró la cabeza en el colchón, junto a la de su esposa. – Sólo porque somos los anfitriones, de lo contrario… - le advirtió en cuanto pudo reponerse un poco e incorporarse.
Después de arrebatado un nuevo beso, el hombre se puso de pie y ayudó a su mujer a hacer lo propio. Previa palmada en el trasero, la instó:
- Cámbiate rápido, primera dama. Antes de que me arrepienta y los invitados se queden esperando.
La cena de gala en la que Neil Leagan y su esposa obraban como anfitriones esa noche, no era más que una celebración del partido político por la victoria arrasadora que habían obtenido en las últimas elecciones. Claro que dicha victoria no les había resultado del todo extraña, puesto que el gobernador saliente había ocupado su cargo por más de una década y, con su todo su prestigio a cuestas, había sido el primero en avalar la candidatura del joven prospecto que, ahora, habría de sucederlo.
- ¡Por el gobernador Leagan! – con esa, era la sexta vez en el transcurso de dos horas que brindaban en honor a su esposo y su recién adquirido cargo. Y, aunque sumamente orgullosa del logro por él alcanzado, lo cierto era que Candy ya se estaba sintiendo fastidiosa. Jamás había sido muy afecta a aquel tipo de reuniones acartonadas, donde las apariencias estaban a la orden del día. Mucho menos le agradaban o entendía demasiado acerca de las cuestiones políticas que se trataban. Excepto, claro, que se estuviera hablando de los nuevos proyectos sanitarios en los que el moreno, muy generosamente, la había invitado a participar, teniendo en cuenta su formación profesional.
Por sexta vez, entonces, alzó su copa y, puesto que sabía que su marido la miraría en cualquier momento en busca de su mudo apoyo, se las arregló para esbozar la mejor de sus sonrisas. Echando un discreto vistazo el elegante reloj emplazado en el otro extremo del gran salón de fiestas y, para su completo alivio, Candy percibió que, con algo de suerte, este habría sido el último. Como si tuviera el poder de leerle los pensamientos y, además, compartiera su profundo deseo de que aquella aburrida velada encontrara su fin, Neil, con un gesto, le pidió que se acercara.
- Te extrañaba – murmuró a su oído una vez que la tuvo a su lado y, rodeándole la cintura con un brazo, se volvió hacia el grupo allí reunido que ya daba muestras de que era hora de partir. – Gobernador Payton, señora Payton – inclinó la cabeza hacia los principales agasajados – estimados todos. Ha sido un placer para mi esposa y para mí contar con su presencia en esta noche. Más allá de que recién asumiré con plenitud mis funciones dentro de unas semanas, quiero que sepan que, a partir del día de mañana, con mi llegada a Albany, comenzaré a trabajar con empeño y ahínco a fines de convertirme en merecedor del cargo para el que ustedes me han propuesto y los ciudadanos del estado me han votado. Gracias a todos por la confianza.
Una ronda de aplausos marcó el fin del pequeño discurso. Seguidamente, los asistentes fueron acercándose a los anfitriones a fines de felicitarlos, agradecerles por la hospitalidad brindada en la recepción y despedirse, quedando para el final el gobernador saliente y su esposa, una señora agradable, regordeta y parlanchina, quien, al momento de notar que los hombres se enfrascarían en una nueva conversación, se las ingenió para apartar a Candy a un lado.
- Candice, linda. No sabes lo que me alegro de que Neil haya encontrado una chica tan bonita y tan dulce como tú para acompañarlo.
- Muchas gracias, señora Payton.
- Oh, nada de señora Payton. Tú puedes llamarme Alicia, querida. Después de todo, pronto ocuparás mi lugar y debo advertirte que no será para nada fácil ser la esposa del gobernador.
- Me lo imagino, Alice – medio sonrió la rubia ante la catarata interminable de palabras que derramaba la mujer mayor.
- No, no, linda. No tienes idea de lo que te estoy hablando. Los hombres y la política… ¡Ojalá alguien me lo hubiera avisado antes! Por eso me dije: “No, no, Alicia. Tú debes poner sobre aviso a esa chica para que no le pase lo mismo que a ti”. Y, ¡heme aquí! Porque, Candy… ¿puedo llamarte Candy? – la cuestionada apenas llegó a asentir brevemente. – Lo cierto es, Candy, que a partir de mañana todo va a cambiar. Y vas a necesitar una aliada en todo esto que, obligadamente, deberás de enfrentar. No, no te espantes. Porque yo seré esa aliada.
- Muchas gracias por la deferencia, Alice. Yo…
- No hay nada que agradecer, Candy. De verdad. Y mira. Para que sepas que cuentas con una amiga desde este preciso momento… Pensé. Y luego de dije a mi Rudolhp – se volvió en dirección a su marido que seguía discutiendo con Neil. – “Rudolph, esta será la única noche que esos chicos tendrán libre vaya a saber uno por cuánto tiempo. Mañana parten hacia Albany y todo será trabajo, trabajo y más trabajo. Definitivamente, debemos hacer algo por ellos”. Así que, Candy, ¡se me ocurrió esta idea maravillosa!
- Oh, ¿sí? – apenas pudo articular, intuyendo que esa mujer era imposible de detener. Lo que confirmó al segundo siguiente.
- Claro que sí, linda – la regordeta dama le sonrió con expresión satisfecha. – Esta noche ustedes dos aceptarán acompañarnos a Rudolph y a mí en nuestro palco del teatro. En menos de una hora será la función despedida de “Hamlet” y quién mejor que Terruce Grandchester para interpretarlo. ¡Por supuesto! Ustedes tienen que estar ahí, tienen que conocer lo mejor…
El resto de lo que la parlanchina Alicia dijo, se perdió en una nebulosa justo al tiempo en que la tierra parecía abrirse bajo los pies de Candy. Como si la hubieran golpeado, alzó la vista en dirección hacia Neil quien, en el mismo instante, se giró hacia ella. El rostro pálido del moreno y sus mandíbulas ligeramente apretadas le confirmaron lo que temía: él acababa de recibir la misma invitación y, al igual que ella, sabía que se trataba de una imposible de rechazar.
La voz de su esposo, acompañada por un par de golpes suaves contra la puerta del sanitario la obligaron a regresar de aquel túnel de recuerdos en el que, aparentemente, se había perdido por un buen rato.
- Sí, Neil. Enseguida salgo – anunció lo más naturalmente que pudo a la vez que abría el grifo para comprobar si el agua fría era capaz de lavar sus pensamientos al igual que su rostro.
Un par de minutos después, con el rostro fresco, las argollas matrimoniales puestas de nueva cuenta en su sitio correspondiente y los pensamientos… para nada apaciguados, la rubia regresó a la habitación donde el moreno parecía sumamente enfrascado en dedicarse a la tarea de ajustar los gemelos a los puños de su camisa de etiqueta.
- Ya vinieron del servicio a traer tu ropa para esta noche – señaló con la cabeza hacia el armario abierto, donde un regio vestido de gala dorado y negro, acorde a la última moda, aguardaba a ser portado por su bella dueña, la cual, lejos de sentirse extasiada ante el exquisito diseño, se limitó a encogerse de hombros y, con gesto cansino, quitarse la bata que vestía. – De verdad, lo siento, linda – se disculpó el que no pudo pasar por alto el estado de ánimo de la mujer.
- Ya lo hablamos, Neil. No hubo otra opción. Lo comprendo.
- Por eso también, pero me refería a otra cosa.
- ¿A qué te referías entonces?
- A haber traído a colación la cuestión de tus sentimientos por…
- No es nada, querido – se apresuró a interrumpirlo, con el simple objetivo de que no se atreviera a pronunciar su nombre. – Ya lo hemos hablado y creo que ha quedado claro que todo pertenece al pasado.
- Entonces, ¿estamos bien?
- ¡Claro que lo estamos! ¿Por qué no…? – el cuestionamiento, así como la tarea de subirse las medias de seda, fueron abruptamente interrumpidos cuando la rubia se vio súbitamente alzada por los aires. - ¡Neil! ¿Qué haces? – chilló medio riendo, medio espantada.
- Asegurarme que se te haya quitado el enojo.
Acto seguido, Candy se vio arrojada de espaldas y sin misericordia sobre el cómodo colchón y a su flamante esposo trepándose sobre ella para impedirle el escape, portando esa inequívoca mirada oscurecida que tan bien había llegado a conocer desde el mismísimo día en que se hubieran casado, cuatro meses atrás.
- Oh, no, Neil Leagan. ¡Que ni se te ocurra!
- ¿Qué ni se me ocurra qué? Si sólo quiero que me des un beso. ¿Acaso tú pensaste en alguna otra cosa? – la toreó con sorna.
- Yo… eh… no… es que… - roja como un tomate, la rubia no pudo más que tartamudear. – ¿Un beso? Bueno… está bien – accedió al pedido.
Sin embargo, una vez obtenido lo solicitado, aparentemente Neil no había quedado del todo conforme o, quizás había cambiado de objetivo a mitad del beso. Lo cierto es que pronto, la temperatura de aquella habitación comenzó a caldearse a un ritmo vertiginoso, motivo por el cual, Candy se vio compelida a apartarse empujando el musculoso pecho de su marido.
- Neil, dijiste un beso – le recriminó con aliento entrecortado.
- ¿Eso dije? Debiste haber escuchado mal, encanto – y se aprestó a volver con su tarea, pero una nueva protesta, ahora menos dubitativa que antes, lo detuvo.
- ¡Neil es tarde! ¡Tenemos que terminar de vestirnos!
- Un segundo, linda…
- ¡Qué segundo ni segundo! Contigo nunca es un segundo – le recriminaron.
- En eso tienes razón – el culpable tuvo que admitir los cargos imputados y, con un gruñido de pura insatisfacción, enterró la cabeza en el colchón, junto a la de su esposa. – Sólo porque somos los anfitriones, de lo contrario… - le advirtió en cuanto pudo reponerse un poco e incorporarse.
Después de arrebatado un nuevo beso, el hombre se puso de pie y ayudó a su mujer a hacer lo propio. Previa palmada en el trasero, la instó:
- Cámbiate rápido, primera dama. Antes de que me arrepienta y los invitados se queden esperando.
. . .
La cena de gala en la que Neil Leagan y su esposa obraban como anfitriones esa noche, no era más que una celebración del partido político por la victoria arrasadora que habían obtenido en las últimas elecciones. Claro que dicha victoria no les había resultado del todo extraña, puesto que el gobernador saliente había ocupado su cargo por más de una década y, con su todo su prestigio a cuestas, había sido el primero en avalar la candidatura del joven prospecto que, ahora, habría de sucederlo.
- ¡Por el gobernador Leagan! – con esa, era la sexta vez en el transcurso de dos horas que brindaban en honor a su esposo y su recién adquirido cargo. Y, aunque sumamente orgullosa del logro por él alcanzado, lo cierto era que Candy ya se estaba sintiendo fastidiosa. Jamás había sido muy afecta a aquel tipo de reuniones acartonadas, donde las apariencias estaban a la orden del día. Mucho menos le agradaban o entendía demasiado acerca de las cuestiones políticas que se trataban. Excepto, claro, que se estuviera hablando de los nuevos proyectos sanitarios en los que el moreno, muy generosamente, la había invitado a participar, teniendo en cuenta su formación profesional.
Por sexta vez, entonces, alzó su copa y, puesto que sabía que su marido la miraría en cualquier momento en busca de su mudo apoyo, se las arregló para esbozar la mejor de sus sonrisas. Echando un discreto vistazo el elegante reloj emplazado en el otro extremo del gran salón de fiestas y, para su completo alivio, Candy percibió que, con algo de suerte, este habría sido el último. Como si tuviera el poder de leerle los pensamientos y, además, compartiera su profundo deseo de que aquella aburrida velada encontrara su fin, Neil, con un gesto, le pidió que se acercara.
- Te extrañaba – murmuró a su oído una vez que la tuvo a su lado y, rodeándole la cintura con un brazo, se volvió hacia el grupo allí reunido que ya daba muestras de que era hora de partir. – Gobernador Payton, señora Payton – inclinó la cabeza hacia los principales agasajados – estimados todos. Ha sido un placer para mi esposa y para mí contar con su presencia en esta noche. Más allá de que recién asumiré con plenitud mis funciones dentro de unas semanas, quiero que sepan que, a partir del día de mañana, con mi llegada a Albany, comenzaré a trabajar con empeño y ahínco a fines de convertirme en merecedor del cargo para el que ustedes me han propuesto y los ciudadanos del estado me han votado. Gracias a todos por la confianza.
Una ronda de aplausos marcó el fin del pequeño discurso. Seguidamente, los asistentes fueron acercándose a los anfitriones a fines de felicitarlos, agradecerles por la hospitalidad brindada en la recepción y despedirse, quedando para el final el gobernador saliente y su esposa, una señora agradable, regordeta y parlanchina, quien, al momento de notar que los hombres se enfrascarían en una nueva conversación, se las ingenió para apartar a Candy a un lado.
- Candice, linda. No sabes lo que me alegro de que Neil haya encontrado una chica tan bonita y tan dulce como tú para acompañarlo.
- Muchas gracias, señora Payton.
- Oh, nada de señora Payton. Tú puedes llamarme Alicia, querida. Después de todo, pronto ocuparás mi lugar y debo advertirte que no será para nada fácil ser la esposa del gobernador.
- Me lo imagino, Alice – medio sonrió la rubia ante la catarata interminable de palabras que derramaba la mujer mayor.
- No, no, linda. No tienes idea de lo que te estoy hablando. Los hombres y la política… ¡Ojalá alguien me lo hubiera avisado antes! Por eso me dije: “No, no, Alicia. Tú debes poner sobre aviso a esa chica para que no le pase lo mismo que a ti”. Y, ¡heme aquí! Porque, Candy… ¿puedo llamarte Candy? – la cuestionada apenas llegó a asentir brevemente. – Lo cierto es, Candy, que a partir de mañana todo va a cambiar. Y vas a necesitar una aliada en todo esto que, obligadamente, deberás de enfrentar. No, no te espantes. Porque yo seré esa aliada.
- Muchas gracias por la deferencia, Alice. Yo…
- No hay nada que agradecer, Candy. De verdad. Y mira. Para que sepas que cuentas con una amiga desde este preciso momento… Pensé. Y luego de dije a mi Rudolhp – se volvió en dirección a su marido que seguía discutiendo con Neil. – “Rudolph, esta será la única noche que esos chicos tendrán libre vaya a saber uno por cuánto tiempo. Mañana parten hacia Albany y todo será trabajo, trabajo y más trabajo. Definitivamente, debemos hacer algo por ellos”. Así que, Candy, ¡se me ocurrió esta idea maravillosa!
- Oh, ¿sí? – apenas pudo articular, intuyendo que esa mujer era imposible de detener. Lo que confirmó al segundo siguiente.
- Claro que sí, linda – la regordeta dama le sonrió con expresión satisfecha. – Esta noche ustedes dos aceptarán acompañarnos a Rudolph y a mí en nuestro palco del teatro. En menos de una hora será la función despedida de “Hamlet” y quién mejor que Terruce Grandchester para interpretarlo. ¡Por supuesto! Ustedes tienen que estar ahí, tienen que conocer lo mejor…
El resto de lo que la parlanchina Alicia dijo, se perdió en una nebulosa justo al tiempo en que la tierra parecía abrirse bajo los pies de Candy. Como si la hubieran golpeado, alzó la vista en dirección hacia Neil quien, en el mismo instante, se giró hacia ella. El rostro pálido del moreno y sus mandíbulas ligeramente apretadas le confirmaron lo que temía: él acababa de recibir la misma invitación y, al igual que ella, sabía que se trataba de una imposible de rechazar.