CAPÍTULO V
by
MILSER G.
by
MILSER G.
El teatro Stratford estaba a rebalsar. Cientos de personas se agolpaban a sus puertas, pugnando para poder ingresar y ser testigos de la última función del mejor “Hamlet” de las últimas décadas, tal y como lo habían consagrado los más prestigiosos críticos expertos en la materia. Montones de vehículos inundaban las calles del circuito de Broadway y alrededores, tornando la tarea de arribar a destino una tarea prácticamente imposible. Sin embargo, inconvenientes tan mundanos no salpicaban siquiera de cerca a las grandes personalidades. Entre ellas, por supuesto, el gobernador del Estado de Nueva York, quien, junto a sus acompañantes y séquito de seguridad, no demoraron en abrirse paso a través del gentío e ingresar al encumbrado establecimiento.
A decir verdad, tanto a Neil Leagan como a su flamante esposa, les hubiera gustado sobremanera no poder arribar nunca. Pero así eran las cosas y, después de un corto viaje, donde el aire bien podría haberse cortado con un cuchillo en lo que a la joven pareja concernía, ahora se acercaba el momento de la verdad.
- Candy, linda. Un momento – la llamó el moreno, justo antes de entrar al palco, aprovechando que la imparable señora Payton se entretenía instalándose.
La rubia continuaba denotando una palidez extrema, imposible de disimular incluso con el maquillaje que cubría su rostro. Dócilmente, acató el llamado de su marido y se acercó a él. Sabía que estaba furioso o, al menos, lo suficientemente alarmado como para darle una advertencia allí mismo y con toda la razón del mundo. Para lo que no estaba preparada fue para que, ni bien llegó frente a él, Neil la rodeara con sus brazos y medio la escondiera detrás del cortinado, apretándola con fuerza.
- Neil… ¿estás bien?
- Sí, preciosa. Lo estoy ahora – murmuró alzándola un poco y escondiendo el rostro en el cuello perfumado de su mujer. – Te amo, ¿lo sabes?
- Sí, cariño lo sé – intentó una risita forzada, como para tratar de quitar el peso que la situación representaba aunque, en realidad, estaba a punto de largarse a llorar como una chiquilla perdida. Y es que… ¿no era justo así como se sentía? – Pero no tienes nada de qué preocuparte. Es sólo una tonta obra teatral… - finalizó en el mismo tono para, luego de mirarlo a los ojos sonriente y dejarle un tierno beso en la mejilla, apresurarse a ocupar su sitio al frente del palco.
- “No tengo nada de qué preocuparme – le respondió con pesar el moreno para sus adentros. – Excepto de que, aún hoy, después de todo este tiempo, no puedes decirme que me amas. Ni siquiera cuando más necesito que lo hagas”.
Negando levemente con la cabeza y con gesto abatido, el moreno tomó asiento junto a su esposa en absoluto silencio. No es que hubiera nada por decir. Sólo le quedaba aguardar. Esperar a ver qué sucedería a continuación. Tratar de leer las reacciones de Candy al verlo aparecer en escena. Estar preparado para que, si fuera menester, el corazón se le partiera en pedazos y seguir aparentando que nada pasaba. Y, más aún, si el arrogante inglés llegaba a verla, ¿sería capaz de leerlo a él? ¿sería capaz de saber si aún…?
Las luces terminaron de extinguirse y el telón del escenario se apartó, dejando a la vista la escena. Afortunadamente, el sujeto en cuestión no formaba parte de la misma… aunque no tardaría en hacer su entrada. Neil, de soslayo, atisbó la figura inmóvil de Candy. Parecía serena, excepto que sus ojazos color esmeralda abiertos de par en par, observando atentos, esperando… ¡diablos, cómo dolía pensarlo siquiera! anhelando, la delataban. No le hizo falta siquiera voltear hacia la escena. Cuando él hizo su aparición, el aliento contenido de la rubia y sus manos crispándose frenéticamente sobre su falda se lo hicieron saber sin lugar a dudas.
Cristales rotos, hechos añicos. Ese fue el sonido que escuchó Neil que hacía su alma al ver sus peores temores vueltos realidad. Todos, excepto uno y sabía que no pasaría demasiado antes de que lo confirmara. Fijó su vista en la escena. Él aún no había hablado. Pero allí estaba, tal y como lo había supuesto. Arrogante, soberbio, acaparando toda la atención aún si emitir sonido: Terruce Grandchester. Y alzó la vista. Y los vio. O, mejor dicho, “la” vio. Y el ínfimo titubeo antes de lanzar su primera línea, también lo delató, haciendo que, finalmente, Neil sintiera como el mundo se le derrumbaba.
. . .
Lo había herido. Tenía la absoluta certeza de que lo había hecho. Sin quererlo, claro, pero eso no alivianaba siquiera un ápice de su culpa. Por un momento, creyó haber salido airosa en su actuación y que Neil no había sido capaz de advertir el vendaval que se desató en su pecho ante la mera visión de su amor. Pero no. La ilusión no tardó demasiado en esfumarse. Y Candy lo supo ni bien acabó la función, cuando Robert Hatthaway, acompañado del elenco perfectamente alineado a sus espaldas, hizo el breve discurso de cierre de temporada y tuvo una brillantísima idea:
- Es también un honor que en este día tan particular, hayamos contado con la presencia del gobernador Payton y su esposa – señaló hacia el palco en cuestión, acto que, por supuesto, implicó que toda la concurrencia volteara hacia ellos. – Y también me complace tener la oportunidad de saludar y dar la bienvenida a nuestro nuevo gobernador electo Neil Leagan y a su bella esposa. ¡Aplausos para ellos!
Si las miradas pudieran matar, Candy estaba segura de que la de Terry la hubiera fulminado en el acto. Durante el desarrollo de la obra, podía haber creído que era su frondosa imaginación la que inventaba que él la observaba de tanto en tanto. Pero ahora, hecha la referencia directa a su persona y con todas las luces del teatro encendidas, no cabían dudas: él la estaba viendo. Sus ojos azul zafiro fijos en ella, lanzando llamaradas de ira la congelaron en su sitio, incapacitándola de reaccionar. Y en ese estado semi hipnótico podría haberse quedado, excepto que, repentinamente, una mano se coló abruptamente alrededor de su cintura, atrayéndola casi con violencia hacia un cuerpo cálido, grande, duro, musculoso. Neil.
- Estás dando todo un espectáculo, mi amada esposa – le espetó entre dientes, con un gesto que, a la distancia, podría pasar como una sonrisa… tan parecida a la del sádico Neil de antaño, que Candy no pudo reprimir el escalofrío. – Pero, ya que tú y ese actorcito están pensando en pintarme la cornamenta, haciéndolo tan evidente ante todo el mundo, imagino que no te molestará que yo también tome mi parte en el show…
Antes de que Candy pudiera procesar las palabras escuchadas, y sin decir “agua va”, su marido apretó más el agarre en que la tenía y cayó sobre su boca en un beso rotundo que pretendía marcarla como propia ante el mundo como testigo.
Cuando la multitud estalló en una nueva ronda de aplausos, la liberó de su boca, más no de la mano que la mantenía engrilletada. Como era de esperar, el gobernador electo saludó a la multitud esbozando la mejor de sus sonrisas. No miró a nadie en particular, sino que, con su mirada, barrió toda la amplitud del recinto. Sin embargo, al llegar a un punto determinado, hizo una brevísima pausa. Justo allí, su sonrisa se amplió un poco más, plantándose ante cierto actor en franco desafío.
. . .
- Neil, por favor. ¡Espera! – el pedido quedó ahogado en el portazo que el moreno pegó al adentrarse en el cuarto de baño, segundos después de que hubieran arribado a la habitación del hotel que los hospedaba. – Neil, cariño. De verdad, lo siento. Pero no significó nada que…
- ¿Qué no significó nada? – la puerta volvió a abrirse tan violentamente como se había cerrado, obligando al enfurecido esposo a atajar a la mujer antes de que se diera de bruces contra su pecho desnudo. - ¡Todavía tienes la osadía de decirme que no significó nada cuando poco faltó para que te lanzaras del palco de cabeza!
- Es que… estás interpretándolo todo mal, Neil. Fue sólo el momento, después de tantos años…
- Mira, Candy – el moreno cerró los ojos y aspiró profundo, en un intento por controlar la ira que amenazaba con dominarlo. – Hazme el favor y cállate. No trates de justificar lo injustificable. Aún lo amas. Eso está claro como el agua. Y, aunque me duela aceptarlo, ya no sé qué más hacer para que alguna vez puedas amarme a mí la décima parte de lo que lo amas a él.
- Neil…
- No – la detuvo antes de que pudiera replicar. –Y que tampoco se te ocurra llorar. Sabes bien que no lo soporto. Sólo… - se mesó los cabellos y alzó la cabeza viendo al cielorraso. – Tan sólo déjame procesarlo y… - suspiró – mañana veremos.
- Yo… yo te elegí, Neil. No importan las circunstancias. Yo soy tu esposa.
- Créeme cuando te digo que yo lo tengo perfectamente claro, Candy – una sombra peligrosa cruzó la mirada del moreno al fijarse sobre la rubia. – Pero resulta que la que lo olvidó no hace dos horas atrás has sido tú, querida. Y estoy muy tentado de arrastrarte ahora mismo a esa cama para recordártelo. Sólo que, si lo hago, lo que verás allí no será a tu “amado” esposo, sino al Neil que hace tiempo conociste y que ahora me está costando un triunfo tratar de contener. Así que déjalo por la paz y vete a dormir. Mañana, iremos a Albany. Y quizás, con algo de suerte, allí podré hallar la manera de arrancártelo de una vez por todas de la cabeza y del corazón. Hasta tanto – acortó la distancia que los separaba para dejarle un beso en la frente – que descanses, Candy.