Para retomar las continuaciones Candy-Candy, aquí les traigo una nueva versión; mencionándoles que los nombres de algunos personajes y personajes en sí, no me pertenecen sino a sus debidos autores. Yo lo soy de lo que a continuación leerán, la cual espero sea de su agrado.
Pese a los corazones entristecidos de la humanidad, la Señora Luna, como cada cierto periodo lo hacía, brillaba con todo su hermoso y blanco esplendor. Las calles oscuras iluminadas por ella ayudaba a muchos transeúntes a conducirse sin peligro por sus veredas. La que Terruce Grandchester llevaba, él seguía mirándose cabizbajo y taciturno, actitudes que le impedían mirar a su alrededor, sobretodo a ignorar las risas de algunos paseantes o las invitaciones de “amigos” a tomar una copa al no haberse tenido el cuidado de cubrirse para no ser reconocido.
Porque sí, es decir, sí hubo sido reconocido, la negativa que se daba traería como consecuencia: un desfalco, ya que el actor, al contestar no, sería obstaculizado en su paso. Y en la mano que se le pusiera en frente dejaría una moneda que sacara del bolsillo de su pantalón.
Agradecida su noble cooperación, a Terry volvía a hacérsele la invitación a tomar un trago. Éstos, en un ayer le hubieron causado muchos problemas; por ende, con un movimiento de cabeza una vez más rechazaba la oferta y retomaba su silencioso y pausado caminar.
Aunque una previa invitación hubo sido no aceptada, en compañía de su padre al volante y su hermano copiloto, en el asiento de atrás del vehículo de servicio, Amara Davis seguía al guapo talento. ¿Su enorme consternación? Los dos grandes fajos de billetes que le entregara con anterioridad. Claro que esa hubo sido la inventiva, ya que la contadora era fiel testigo de que lo vio meterlos en el cajón de aquel mueble de su camerino.
Creyendo que esa era la gran verdad, los parientes de la mujer hacían cual ella indicaba: mantenerse a cierta distancia para no ser descubiertos, pero a la vez estar al pendiente de los movimientos del expuesto actor, el cual hacía mucho tiempo ya no le importaba quedar precisamente expuesto ante las gentes que lo miraban caminar. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía, y si sí, no había nadie que se lo cuestionara, inclusive los amigos informantes, ésos que en un principio hacían mil cosas por obtener una exclusiva de él y ahora les parecía el hombre más aburrido del planeta, el cual simplemente y sin abordarlo lo veían salir del teatro, caminar las mismas oscuras calles, arrastrar del mismo modo sus pesados pasos, entretenerse dos minutos con sus cuates y proseguir para ir a meterse al mismo departamento de siempre, y donde la portera también contribuía al decir: ¡nada! No tanto por tenerlo prohibido sino porque efectivamente Terry daba el menor de los motivos para que siguieran hablando de él. Entonces para estar la gente enterándose de lo mismo, ya no lo perseguían. Quien sí, lo siguieron hasta la entrada del edificio aquel.
En su interior, una puerta se abría a su paso. Era justamente la portera, quien además de saludarle se interesaba por el resultado de su día de trabajo.
– Bien – contestó escuetamente él. Empero sonriente se le diría:
– Me da mucho gusto. ¿Ha cenado?
– ¿Eh? – balbuceó Terry; también se llevó una mano a la sien la cual rascó al no haberlo hecho. – Sí… claro – mintió. Sin embargo…
– No es cierto; y por favor, acepte esto –: un trasto con comida recién preparada.
– Señora Smith, yo…
– Nada, nada, hombre de Dios –, quien sería acompañado hasta su lugar de descanso. Y allí… – Usted, va a sentarse en esa mesa – la que se apuntara, – y va a alimentarse. Mire que ese delgado cuerpo suyo me lo agradecerá.
– Pero, Señora Smith…
– Sí, ya veo – los demás platos de comida dados, abandonados en la mesa. – Ni siquiera se anima a olerlos.
– Es que…
– Es que nada, Señor Grandchester. Y sépase que desde mañana, regresaré a limpiar su departamento. Así que… voy a necesitar la llave – al haber él cambiado una chapa en un loco y desesperado arrebato.
No pudiendo con la exigencia presenciada de aquella, Terry cedería.
– A temprana hora le sacaré un copia.
– No, puede conservar esa. Por ahí tendré otra.
– Por ahí, ¿dónde? – al hallarse mil cosas por doquier.
– Por favor, Señora Smith, sólo sacuda. No vaya a mover nada.
– Lo entiendo. Se trata de todo su trabajo.
– Sí; y siempre me gusta regresar a leer lo ya presentado o lo que pudiera ser una obra futura.
– ¿Cómo va la próxima?
– No le gustará el final
– ¿Por qué lo dice?
– Porque me suicidaré
– ¡Santo cielo, Señor Grandchester! – exclamaron con susto. En cambio con vil sardonia se diría:
– Curioso, ¿cierto? No pude cuando tuve la oportunidad y ahora…
– ¡Por favor, no diga eso! – una mano se colocó a cierta distancia de una boca que sonreiría meramente socarrona.
– No, si fui un cobarde por dejar escapar lo que era mi vida…
– Nadie creía que la Señorita Marlowe…
– ¿Susana? – la nombró Terruce. Y debido a su gesto gravemente fruncido…
– Perdón. Creo que… no debí – al pensarse que todavía se dolía su ausencia.
El silencio que el actor le dedicara a partir de ese momento, la mujer lo interpretó a la excelencia y puso sus manos en sus trastos. De éstos, su descompuesta comida en una bolsa de basura; y después de juntarlos nuevamente se despidió. Empero al hacerlo, Terruce quien había probado un poco de lo ofrecido, la acompañó hasta la puerta y, bajo su umbral, le agradeció su consternado gesto.
Para quitar otro sólo que con tono apenado, el guapo actor se atrevió lo que raramente hacía: besar una regordeta y levemente arrugada mejilla y, desear sonriente una buena noche.
“Buenas noches” se le devolvió; y pese al gran esfuerzo que veían se hacía, la portera fue espectadora de que se le pusiera enfrente una puerta. Detrás de ésta, Terruce suspiró con pesadez; y consiguientemente se dirigió a las pilas de libros y libretos que yacían en el suelo.
En el montón más alto, el actor colocó su puño. Y aunque para él tenerlos así le resultaba más fácil si de repente deseara consultar alguno, la advertencia de que visitarían su espacio para darle una decente limpiada, consiguió que el hombre se pusiera a ponerlos en el lugar correspondiente. No obstante al estar levantando y colocando sus piezas literarias en el librero, unas cuantas hojas salieron de ellas, y a aquellas les pondría atención en el segundo inmediato. Empero haberlo hecho fue como remover un pasado que hacía mucho tiempo estaba quieto.
Así exactamente se quedó Terruce: quieto; y sus zafiros ojos clavados en eso que eran las cuentas de los gastos hechos de un viaje y que empezaba a quemarle en sus manos, ardor que también se extendía a su garganta, pero que explotaría una vez más en el corazón. El fuerte dolor que sintió hizo que el delgado cuerpo del actor se doblara hacia adelante, pudiéndose apenas detenerse al poner prontamente sus manos en la pared. Ahí también se apoyó una frente; y el cálido aliento de una boca que exclamaría:
– ¿Hasta cuándo dejarás de dolerme tanto? ¿hasta cuándo dejaré de amarte igual?
Desganado y lentamente, Terry fue girándose. Sin embargo pronto caería de sentón al piso, lugar que al instante siguiente haría de ello su lecho, con la espalda pegada al frío muro y encogido fetalmente, posición de larga de duración y que causaría, –lo que como actor no podía descuidar principalmente su salud–, primero, la torcedura de un cuello; segundo, unos serios estornudos acompañados de escalofríos, y tercero, el cambio de una voz que debería estar al mil para despedir por la noche la última representación de la obra puesta en escena.
Por ser precisamente la última, él debía estar ahí. No obstante…
La buena portera samaritana, una vez autorizada, como primera labor del nuevo día, le hubo dado prioridad al departamento del inquilino actor. Empero al ver a éste en tan enfermas condiciones, no dudaría en atenderlo y prepararle infusiones de remedios conocidos. Así se la pasarían medio día. Ya llegada la tarde…
– ¿Qué más puedo hacer por usted, Terruce?
– ¿Avisar al teatro de mi mala suerte? Pero también… – ya en bata, el sudoroso y a la vez friolento hombre, le solicitaba: – ¿ir allá? Verá… – se acomodaba en la silla más cercana – anoche me pagaron y dejé el dinero en mi camerino.
– ¿A alguien en específico se lo pido?
– Sí. A la señorita Amara Davis. Es la contadora de la compañía. Ella precisamente me los entregó y sabe de donde tomarlos para dárselos a usted.
Por supuesto, cuando la Señora Smith hubo acatado la orden del guapo actor, en su regreso a casa no vendría sola. La misma morena mujer le acompañaría para ver y atender en lo que pudiera, a su minita de oro según los directivos. Bastantes boletos ya se habían vendido; y aunque ya lo habían visto muchas otras veces, Terruce Grandchester, en el escenario ¡era otra cosa! primordialmente cuando una obra estaba por cerrar definitivamente su telón y formar parte de la grandiosa historia del teatro.
. . .
CAPÍTULO II
by
CITLALLI QUETZALLI alias LADY GRAHAM
. . .
by
CITLALLI QUETZALLI alias LADY GRAHAM
. . .
Pese a los corazones entristecidos de la humanidad, la Señora Luna, como cada cierto periodo lo hacía, brillaba con todo su hermoso y blanco esplendor. Las calles oscuras iluminadas por ella ayudaba a muchos transeúntes a conducirse sin peligro por sus veredas. La que Terruce Grandchester llevaba, él seguía mirándose cabizbajo y taciturno, actitudes que le impedían mirar a su alrededor, sobretodo a ignorar las risas de algunos paseantes o las invitaciones de “amigos” a tomar una copa al no haberse tenido el cuidado de cubrirse para no ser reconocido.
Porque sí, es decir, sí hubo sido reconocido, la negativa que se daba traería como consecuencia: un desfalco, ya que el actor, al contestar no, sería obstaculizado en su paso. Y en la mano que se le pusiera en frente dejaría una moneda que sacara del bolsillo de su pantalón.
Agradecida su noble cooperación, a Terry volvía a hacérsele la invitación a tomar un trago. Éstos, en un ayer le hubieron causado muchos problemas; por ende, con un movimiento de cabeza una vez más rechazaba la oferta y retomaba su silencioso y pausado caminar.
Aunque una previa invitación hubo sido no aceptada, en compañía de su padre al volante y su hermano copiloto, en el asiento de atrás del vehículo de servicio, Amara Davis seguía al guapo talento. ¿Su enorme consternación? Los dos grandes fajos de billetes que le entregara con anterioridad. Claro que esa hubo sido la inventiva, ya que la contadora era fiel testigo de que lo vio meterlos en el cajón de aquel mueble de su camerino.
Creyendo que esa era la gran verdad, los parientes de la mujer hacían cual ella indicaba: mantenerse a cierta distancia para no ser descubiertos, pero a la vez estar al pendiente de los movimientos del expuesto actor, el cual hacía mucho tiempo ya no le importaba quedar precisamente expuesto ante las gentes que lo miraban caminar. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía, y si sí, no había nadie que se lo cuestionara, inclusive los amigos informantes, ésos que en un principio hacían mil cosas por obtener una exclusiva de él y ahora les parecía el hombre más aburrido del planeta, el cual simplemente y sin abordarlo lo veían salir del teatro, caminar las mismas oscuras calles, arrastrar del mismo modo sus pesados pasos, entretenerse dos minutos con sus cuates y proseguir para ir a meterse al mismo departamento de siempre, y donde la portera también contribuía al decir: ¡nada! No tanto por tenerlo prohibido sino porque efectivamente Terry daba el menor de los motivos para que siguieran hablando de él. Entonces para estar la gente enterándose de lo mismo, ya no lo perseguían. Quien sí, lo siguieron hasta la entrada del edificio aquel.
En su interior, una puerta se abría a su paso. Era justamente la portera, quien además de saludarle se interesaba por el resultado de su día de trabajo.
– Bien – contestó escuetamente él. Empero sonriente se le diría:
– Me da mucho gusto. ¿Ha cenado?
– ¿Eh? – balbuceó Terry; también se llevó una mano a la sien la cual rascó al no haberlo hecho. – Sí… claro – mintió. Sin embargo…
– No es cierto; y por favor, acepte esto –: un trasto con comida recién preparada.
– Señora Smith, yo…
– Nada, nada, hombre de Dios –, quien sería acompañado hasta su lugar de descanso. Y allí… – Usted, va a sentarse en esa mesa – la que se apuntara, – y va a alimentarse. Mire que ese delgado cuerpo suyo me lo agradecerá.
– Pero, Señora Smith…
– Sí, ya veo – los demás platos de comida dados, abandonados en la mesa. – Ni siquiera se anima a olerlos.
– Es que…
– Es que nada, Señor Grandchester. Y sépase que desde mañana, regresaré a limpiar su departamento. Así que… voy a necesitar la llave – al haber él cambiado una chapa en un loco y desesperado arrebato.
No pudiendo con la exigencia presenciada de aquella, Terry cedería.
– A temprana hora le sacaré un copia.
– No, puede conservar esa. Por ahí tendré otra.
– Por ahí, ¿dónde? – al hallarse mil cosas por doquier.
– Por favor, Señora Smith, sólo sacuda. No vaya a mover nada.
– Lo entiendo. Se trata de todo su trabajo.
– Sí; y siempre me gusta regresar a leer lo ya presentado o lo que pudiera ser una obra futura.
– ¿Cómo va la próxima?
– No le gustará el final
– ¿Por qué lo dice?
– Porque me suicidaré
– ¡Santo cielo, Señor Grandchester! – exclamaron con susto. En cambio con vil sardonia se diría:
– Curioso, ¿cierto? No pude cuando tuve la oportunidad y ahora…
– ¡Por favor, no diga eso! – una mano se colocó a cierta distancia de una boca que sonreiría meramente socarrona.
– No, si fui un cobarde por dejar escapar lo que era mi vida…
– Nadie creía que la Señorita Marlowe…
– ¿Susana? – la nombró Terruce. Y debido a su gesto gravemente fruncido…
– Perdón. Creo que… no debí – al pensarse que todavía se dolía su ausencia.
El silencio que el actor le dedicara a partir de ese momento, la mujer lo interpretó a la excelencia y puso sus manos en sus trastos. De éstos, su descompuesta comida en una bolsa de basura; y después de juntarlos nuevamente se despidió. Empero al hacerlo, Terruce quien había probado un poco de lo ofrecido, la acompañó hasta la puerta y, bajo su umbral, le agradeció su consternado gesto.
Para quitar otro sólo que con tono apenado, el guapo actor se atrevió lo que raramente hacía: besar una regordeta y levemente arrugada mejilla y, desear sonriente una buena noche.
“Buenas noches” se le devolvió; y pese al gran esfuerzo que veían se hacía, la portera fue espectadora de que se le pusiera enfrente una puerta. Detrás de ésta, Terruce suspiró con pesadez; y consiguientemente se dirigió a las pilas de libros y libretos que yacían en el suelo.
En el montón más alto, el actor colocó su puño. Y aunque para él tenerlos así le resultaba más fácil si de repente deseara consultar alguno, la advertencia de que visitarían su espacio para darle una decente limpiada, consiguió que el hombre se pusiera a ponerlos en el lugar correspondiente. No obstante al estar levantando y colocando sus piezas literarias en el librero, unas cuantas hojas salieron de ellas, y a aquellas les pondría atención en el segundo inmediato. Empero haberlo hecho fue como remover un pasado que hacía mucho tiempo estaba quieto.
Así exactamente se quedó Terruce: quieto; y sus zafiros ojos clavados en eso que eran las cuentas de los gastos hechos de un viaje y que empezaba a quemarle en sus manos, ardor que también se extendía a su garganta, pero que explotaría una vez más en el corazón. El fuerte dolor que sintió hizo que el delgado cuerpo del actor se doblara hacia adelante, pudiéndose apenas detenerse al poner prontamente sus manos en la pared. Ahí también se apoyó una frente; y el cálido aliento de una boca que exclamaría:
– ¿Hasta cuándo dejarás de dolerme tanto? ¿hasta cuándo dejaré de amarte igual?
Desganado y lentamente, Terry fue girándose. Sin embargo pronto caería de sentón al piso, lugar que al instante siguiente haría de ello su lecho, con la espalda pegada al frío muro y encogido fetalmente, posición de larga de duración y que causaría, –lo que como actor no podía descuidar principalmente su salud–, primero, la torcedura de un cuello; segundo, unos serios estornudos acompañados de escalofríos, y tercero, el cambio de una voz que debería estar al mil para despedir por la noche la última representación de la obra puesta en escena.
Por ser precisamente la última, él debía estar ahí. No obstante…
La buena portera samaritana, una vez autorizada, como primera labor del nuevo día, le hubo dado prioridad al departamento del inquilino actor. Empero al ver a éste en tan enfermas condiciones, no dudaría en atenderlo y prepararle infusiones de remedios conocidos. Así se la pasarían medio día. Ya llegada la tarde…
– ¿Qué más puedo hacer por usted, Terruce?
– ¿Avisar al teatro de mi mala suerte? Pero también… – ya en bata, el sudoroso y a la vez friolento hombre, le solicitaba: – ¿ir allá? Verá… – se acomodaba en la silla más cercana – anoche me pagaron y dejé el dinero en mi camerino.
– ¿A alguien en específico se lo pido?
– Sí. A la señorita Amara Davis. Es la contadora de la compañía. Ella precisamente me los entregó y sabe de donde tomarlos para dárselos a usted.
Por supuesto, cuando la Señora Smith hubo acatado la orden del guapo actor, en su regreso a casa no vendría sola. La misma morena mujer le acompañaría para ver y atender en lo que pudiera, a su minita de oro según los directivos. Bastantes boletos ya se habían vendido; y aunque ya lo habían visto muchas otras veces, Terruce Grandchester, en el escenario ¡era otra cosa! primordialmente cuando una obra estaba por cerrar definitivamente su telón y formar parte de la grandiosa historia del teatro.
. . .
¡Gracias a quienes atentamente nos están visitando!
¡Gracias a quienes atentamente nos están visitando!