Para retomar las continuaciones Candy-Candy, aquí les traemos una nueva versión; mencionándoles que los nombres de algunos personajes y personajes en sí, no nos pertenecen sino a sus debidos autores. Yo lo soy de lo a continuación leerán, la cual espero sea de su agrado.
Además de su departamento, el camerino estelar pasaba a ser de su propiedad. Y de ello, Terruce Grandchester había hecho un santuario, pasándose ahí las horas declamando, divagando o simplemente descansando. Eso justamente él buscaba: descansar para no sentir tan pesada la enfermedad al momento de salir a actuar, mientras que afuera todos se volvían locos con el último de los ensayos. ¿Reclamos? Increíblemente ninguno. Al contrario, el resto del elenco agradecía su no presencia ya que ésta no sólo seguía imponiendo con su galanura sino que corregía, mofaba, gritaba y pataleaba ante el más mínimo de los equívocos. Bueno, no en balde el actor era grande; y él mismo se usaba de ejemplo frente a ellos para impulsarles y sacarles del hoyo del fracaso. Ese que un día conoció él, y que de no haber sido por un ángel…
Al recordarla, Grandchester sintió un largo escalofrío; y para borrársela de la mente comenzó a menear la cabeza. Debía relajarse. Debía estar tranquilo. Debía concentrarse; y en el diván observado, después de ocuparlo, lo haría. Al menos eso pensaba él; y es que a los dos minutos de haber estado dispuesto a entregarse al sueño, se escuchó un llamado a la puerta.
Por breves instantes el guapo actor no contestó, creyendo que al hacerlo lo dejarían en paz. Obviamente que a la insistencia les gritaría:
– ¡Quien sea, necesito descansar!
– Y yo necesito hablar contigo, Terruce.
Reconocida la voz del Señor Hathaway, tuvieron que levantarse para atenderlo. Sin embargo, en el momento de estar abriendo la puerta…
– Pretendía dormir un rato para estar listo a la hora debida –, esto hubo sido su reprendida excusa.
En cambio…
– Lo sé, muchacho. Pero me tomé el atrevimiento de traerte este té –, una taza fue extendida hacia él quien además oía: – Es una infusión que siempre me preparaba mi difunta esposa.
– Oh, Robert – dijo Terry en tono apenado y recibiendo lo ofrecido. – Gracias.
– Es lo menos que podemos hacer por ti.
– Sí, claro – ironeó el actor; y posteriormente le dio un trago a su caliente bebida. Una vez ingerida… – bueno – la calificó.
– Te hará efecto rápido.
– Estaban funcionando los preparados por la Señora Smith.
– La Señorita Davis me informó que ya habías llegado. Según ella, irían por ti.
– Sí, pero…
– Está bien, no tienes por qué excusarte. Ahora te dejo solo para que continúes reposando. Será otra gran noche. Quiébrate una pierna, muchacho.
– Gracias, Señor Hathaway –, personaje que consiguientemente de abandonar ese camerino al escenario se dirigió para observar el ensayo. Terruce por su parte se bebió su obsequiado remedio y se perdió de los acontecimientos del mundo por un par de horas. En esas, se armaría tremendo caos en el distrito broadwayriano. Automóviles, carruajes y personas en busca de un espacio para no perderse el evento del año. Quien tampoco lo haría sería “Ofelia”. Y es que ésta…
Siempre opacada por “Hamlet”, Karen Klaise no se perdía una nota de periódico. Quizá por equivocación a un reportero se le pasaba hablar más de ella. Pero no, todo el crédito era para él, y de un tiempo para acá, lo era de ella.
– ¡Sí! – exclamó fuertemente un día la castaña. – ¡Candy! Ésta eres tú –, de la cual en una gigantesca hoja de sociales se anunciaba: una presentación en sociedad, una joven y rica heredera se compromete en matrimonio, una boda de ensueño, unas elecciones gubernamentales, y lo más grandioso… ¡el triunfo del estado imperio!
– Quién lo hubiese creído – dijo en aquel entonces para sí la actriz, quien golpeando el papel informativo en su mano, sonreía ciertamente burlona. Ese día que se vivía, decía:
– ¿Pero a quién tenemos aquí? – en el palco de los gobernadores. – Nada menos que a la flamante Señora Leagan. Ahora me pregunto, ¿ya lo sabrá Terruce?
– ¿Saber qué? – preguntó Amara, supervisadora del evento, yaciendo parada a un lado de Karen, la cual fisgoneaba tras el agujero de una tabla que era parte del escenario. No obstante…
– ¡Davis! – reclamaron. – Me asustaste, mujer.
– ¡Cómo no! Si te la pasas todo el tiempo hablando sola. Pero ya que hay alguien escuchándote, ¿de qué hablas?
– Ay, de nada – le dieron la menor importancia; y para no ser de nuevo cuestionada: – Ahora si me disculpas, ya casi llega la entrada de mi personaje.
El dejado, o sea, el de Amara contadora, seguía intrigado; y en lugar de ver partir a la actriz, se dedicó a mirar lo que anteriormente se miraba: al público y a…
– ¿Los Leagan? – renombró. Y entre el acto sospechoso de Karen y el violento presenciado por Terruce en su departamento… – ¿Qué habrá entre ellos? – se preguntaba una vez más. – ¿Acaso ella…?
Bueno, si Amara dejara sus cuestiones para más tarde, ahí obtendría las respuestas deseadas. Sin embargo ¡santo cielo! no cesaría de exclamar ante todos los demonios existidos y por existir escapados del infierno y metidos en UN solo ser: en el de Terruce Grandchester.
¡Por Dios ¿qué pasaba con ese hombre?! ¿Por qué quería destruir el teatro si fuera posible, luego de haber acabado con todo lo que había en su camerino? Lo bueno que para ese entonces ya la gente se había marchado que si no, Sansón hubiera acabado con él y con todos los filisteos, y todo porque…
– ¿Por qué? – Amara volvía a cuestionarse.
Karen por su parte estaba muerta de la risa. Simpatía precisamente no sentía por su compañero de tablas. Lo envidiaba por ser tan bueno y la envidiaba a ella, a Candy, por seguir teniendo el amor y la furia que continuaba destruyéndolo todo. El telón rasgado, los escenarios venidos abajo, algunas butacas patas arriba. Terruce también. Arriba de un palco y que con las uñas trataba de arrancar su costoso tapiz. Los asientos volaron hacia el primer nivel del teatro, y abajo, quienes lo miraban, se hicieron a un lado para no ser golpeados por un objeto volador. Hasta que…
– ¡Por todos los cielos, Terruce, ya cálmate! – gritó un hombre protegido por la puerta de ese palco.
– ¡¿Cómo pudiste hacerme esto?!
– ¡Hacerte, ¿qué?! – contestó Hathaway; aunque claro, la pregunta no hubo sido para él sino…
– ¡Te lo hubiera permitido con otro menos con ese malnacido!
– ¡Terruce, ¿de qué me hablas?!
– ¡De que no sabes cuánto hubiese deseado que aquellas luces cayeran sobre mí para no sentir lo que estoy sintiendo ahora!
– Muchacho, no te entiendo. Y mira, no te estoy reprochando por todos los daños que ya causaste. Nos estás preocupando tú, Terruce. Tu estado mental.
– Loco. Sí. Creo que estando loco dolería menos.
– ¿Qué, hijo? Háblalo –, se acercó el director aprovechando que la serenidad lo dominaba.
– No, ¿para qué?
– Para ayudarte. Para sacarte la espina que tienes clavada.
– No. Hoy ella la hundió más. Ella... siempre ella.
Dicho aquello, Terruce buscó la salida; y previo a echarse a correr su delgado cuerpo se topó con otro. De ése, se extendió una mano, y en ella había una nota que tenía impreso: “Hotel Royal”. Otra daga que le incrustaban en el corazón a aquél que negó con la cabeza y prestamente se perdió por las inmediaciones del recinto artístico. También lo haría por las iluminadas calles de la ciudad, sin embargo y pese a que su cabeza se negaba, precisamente el corazón lo llevaría adonde ella… adonde ellos.
La suite presidencial se le había otorgado al matrimonio Leagan. Y gracias a ello, Candy, luego de ese altercado con su esposo, pudo encerrarse en su habitación. Sí, encerrarse hubo sido la palabra. Sin proponérselo, Candy hubo tocado nervios que tenían los suyos de punta, aunque eran más sus miedos los disparados. Ella estaba aprendiendo a querer a su marido, pero de ahí a que él tomara algo con todas las intenciones de lastimarla, no. Además no fue su intención de provocarlo. La culpa hubo sido de… las circunstancias. Sí, ellas eran las culpables, las mismas que causaron su separación. Las que los pusieron en situaciones lamentables y ahora volvían a ser las causantes ¿de su odio?
Candy creyó haber llegado a conocer a aquel joven, y de antemano sabía que en él había un sin fin de cualidades. De defectos también. Pero la furia que notó en sus ojos zafiros, la tenían con el corazón temblando.
Ignorante de lo que su aparición había ocasionado en el teatro –aunque la verdad fue todo aunado el beso que un desafiante Neil plantara pero más el que ella correspondiera– Candy se dispuso a cambiarse de ropas.
Ya en bata, por su pieza comenzó a caminar yendo en busca de su mullida cama. Empero al pie de ésta cambió de parecer. Las cortinas de su ventanal habían sido levantadas por un aire frío; y para cerrarla, allá ella fue. Sin embargo, al estar mirando hacia abajo, diría:
– ¿Terry?
La escurridiza persona que yacía detrás de Candy preguntaría energúmenamente…
– ¡¿Quién has dicho?! –; y Neil se hizo del lugar de su esposa, la cual gritó debido al susto ya que según ella había cerrado bien. Además ¿qué hacía él ahí? Había ido para disculparse. Pero ahora la situación volvía a tornarse otra. Y consiguientemente de haber mirado la dirección anterior de su esposa, sin decirle nada a ésta, como un torpedo el hombre salió de la habitación y…
– ¡Neil! – lo llamó la asustada Señora Leagan; no obstante la habían dejado sin contestación.
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CAPÍTULO VI
by
LADY GRAHAM
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by
LADY GRAHAM
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Además de su departamento, el camerino estelar pasaba a ser de su propiedad. Y de ello, Terruce Grandchester había hecho un santuario, pasándose ahí las horas declamando, divagando o simplemente descansando. Eso justamente él buscaba: descansar para no sentir tan pesada la enfermedad al momento de salir a actuar, mientras que afuera todos se volvían locos con el último de los ensayos. ¿Reclamos? Increíblemente ninguno. Al contrario, el resto del elenco agradecía su no presencia ya que ésta no sólo seguía imponiendo con su galanura sino que corregía, mofaba, gritaba y pataleaba ante el más mínimo de los equívocos. Bueno, no en balde el actor era grande; y él mismo se usaba de ejemplo frente a ellos para impulsarles y sacarles del hoyo del fracaso. Ese que un día conoció él, y que de no haber sido por un ángel…
Al recordarla, Grandchester sintió un largo escalofrío; y para borrársela de la mente comenzó a menear la cabeza. Debía relajarse. Debía estar tranquilo. Debía concentrarse; y en el diván observado, después de ocuparlo, lo haría. Al menos eso pensaba él; y es que a los dos minutos de haber estado dispuesto a entregarse al sueño, se escuchó un llamado a la puerta.
Por breves instantes el guapo actor no contestó, creyendo que al hacerlo lo dejarían en paz. Obviamente que a la insistencia les gritaría:
– ¡Quien sea, necesito descansar!
– Y yo necesito hablar contigo, Terruce.
Reconocida la voz del Señor Hathaway, tuvieron que levantarse para atenderlo. Sin embargo, en el momento de estar abriendo la puerta…
– Pretendía dormir un rato para estar listo a la hora debida –, esto hubo sido su reprendida excusa.
En cambio…
– Lo sé, muchacho. Pero me tomé el atrevimiento de traerte este té –, una taza fue extendida hacia él quien además oía: – Es una infusión que siempre me preparaba mi difunta esposa.
– Oh, Robert – dijo Terry en tono apenado y recibiendo lo ofrecido. – Gracias.
– Es lo menos que podemos hacer por ti.
– Sí, claro – ironeó el actor; y posteriormente le dio un trago a su caliente bebida. Una vez ingerida… – bueno – la calificó.
– Te hará efecto rápido.
– Estaban funcionando los preparados por la Señora Smith.
– La Señorita Davis me informó que ya habías llegado. Según ella, irían por ti.
– Sí, pero…
– Está bien, no tienes por qué excusarte. Ahora te dejo solo para que continúes reposando. Será otra gran noche. Quiébrate una pierna, muchacho.
– Gracias, Señor Hathaway –, personaje que consiguientemente de abandonar ese camerino al escenario se dirigió para observar el ensayo. Terruce por su parte se bebió su obsequiado remedio y se perdió de los acontecimientos del mundo por un par de horas. En esas, se armaría tremendo caos en el distrito broadwayriano. Automóviles, carruajes y personas en busca de un espacio para no perderse el evento del año. Quien tampoco lo haría sería “Ofelia”. Y es que ésta…
Siempre opacada por “Hamlet”, Karen Klaise no se perdía una nota de periódico. Quizá por equivocación a un reportero se le pasaba hablar más de ella. Pero no, todo el crédito era para él, y de un tiempo para acá, lo era de ella.
– ¡Sí! – exclamó fuertemente un día la castaña. – ¡Candy! Ésta eres tú –, de la cual en una gigantesca hoja de sociales se anunciaba: una presentación en sociedad, una joven y rica heredera se compromete en matrimonio, una boda de ensueño, unas elecciones gubernamentales, y lo más grandioso… ¡el triunfo del estado imperio!
– Quién lo hubiese creído – dijo en aquel entonces para sí la actriz, quien golpeando el papel informativo en su mano, sonreía ciertamente burlona. Ese día que se vivía, decía:
– ¿Pero a quién tenemos aquí? – en el palco de los gobernadores. – Nada menos que a la flamante Señora Leagan. Ahora me pregunto, ¿ya lo sabrá Terruce?
– ¿Saber qué? – preguntó Amara, supervisadora del evento, yaciendo parada a un lado de Karen, la cual fisgoneaba tras el agujero de una tabla que era parte del escenario. No obstante…
– ¡Davis! – reclamaron. – Me asustaste, mujer.
– ¡Cómo no! Si te la pasas todo el tiempo hablando sola. Pero ya que hay alguien escuchándote, ¿de qué hablas?
– Ay, de nada – le dieron la menor importancia; y para no ser de nuevo cuestionada: – Ahora si me disculpas, ya casi llega la entrada de mi personaje.
El dejado, o sea, el de Amara contadora, seguía intrigado; y en lugar de ver partir a la actriz, se dedicó a mirar lo que anteriormente se miraba: al público y a…
– ¿Los Leagan? – renombró. Y entre el acto sospechoso de Karen y el violento presenciado por Terruce en su departamento… – ¿Qué habrá entre ellos? – se preguntaba una vez más. – ¿Acaso ella…?
Bueno, si Amara dejara sus cuestiones para más tarde, ahí obtendría las respuestas deseadas. Sin embargo ¡santo cielo! no cesaría de exclamar ante todos los demonios existidos y por existir escapados del infierno y metidos en UN solo ser: en el de Terruce Grandchester.
¡Por Dios ¿qué pasaba con ese hombre?! ¿Por qué quería destruir el teatro si fuera posible, luego de haber acabado con todo lo que había en su camerino? Lo bueno que para ese entonces ya la gente se había marchado que si no, Sansón hubiera acabado con él y con todos los filisteos, y todo porque…
– ¿Por qué? – Amara volvía a cuestionarse.
Karen por su parte estaba muerta de la risa. Simpatía precisamente no sentía por su compañero de tablas. Lo envidiaba por ser tan bueno y la envidiaba a ella, a Candy, por seguir teniendo el amor y la furia que continuaba destruyéndolo todo. El telón rasgado, los escenarios venidos abajo, algunas butacas patas arriba. Terruce también. Arriba de un palco y que con las uñas trataba de arrancar su costoso tapiz. Los asientos volaron hacia el primer nivel del teatro, y abajo, quienes lo miraban, se hicieron a un lado para no ser golpeados por un objeto volador. Hasta que…
– ¡Por todos los cielos, Terruce, ya cálmate! – gritó un hombre protegido por la puerta de ese palco.
– ¡¿Cómo pudiste hacerme esto?!
– ¡Hacerte, ¿qué?! – contestó Hathaway; aunque claro, la pregunta no hubo sido para él sino…
– ¡Te lo hubiera permitido con otro menos con ese malnacido!
– ¡Terruce, ¿de qué me hablas?!
– ¡De que no sabes cuánto hubiese deseado que aquellas luces cayeran sobre mí para no sentir lo que estoy sintiendo ahora!
– Muchacho, no te entiendo. Y mira, no te estoy reprochando por todos los daños que ya causaste. Nos estás preocupando tú, Terruce. Tu estado mental.
– Loco. Sí. Creo que estando loco dolería menos.
– ¿Qué, hijo? Háblalo –, se acercó el director aprovechando que la serenidad lo dominaba.
– No, ¿para qué?
– Para ayudarte. Para sacarte la espina que tienes clavada.
– No. Hoy ella la hundió más. Ella... siempre ella.
Dicho aquello, Terruce buscó la salida; y previo a echarse a correr su delgado cuerpo se topó con otro. De ése, se extendió una mano, y en ella había una nota que tenía impreso: “Hotel Royal”. Otra daga que le incrustaban en el corazón a aquél que negó con la cabeza y prestamente se perdió por las inmediaciones del recinto artístico. También lo haría por las iluminadas calles de la ciudad, sin embargo y pese a que su cabeza se negaba, precisamente el corazón lo llevaría adonde ella… adonde ellos.
. . .
La suite presidencial se le había otorgado al matrimonio Leagan. Y gracias a ello, Candy, luego de ese altercado con su esposo, pudo encerrarse en su habitación. Sí, encerrarse hubo sido la palabra. Sin proponérselo, Candy hubo tocado nervios que tenían los suyos de punta, aunque eran más sus miedos los disparados. Ella estaba aprendiendo a querer a su marido, pero de ahí a que él tomara algo con todas las intenciones de lastimarla, no. Además no fue su intención de provocarlo. La culpa hubo sido de… las circunstancias. Sí, ellas eran las culpables, las mismas que causaron su separación. Las que los pusieron en situaciones lamentables y ahora volvían a ser las causantes ¿de su odio?
Candy creyó haber llegado a conocer a aquel joven, y de antemano sabía que en él había un sin fin de cualidades. De defectos también. Pero la furia que notó en sus ojos zafiros, la tenían con el corazón temblando.
Ignorante de lo que su aparición había ocasionado en el teatro –aunque la verdad fue todo aunado el beso que un desafiante Neil plantara pero más el que ella correspondiera– Candy se dispuso a cambiarse de ropas.
Ya en bata, por su pieza comenzó a caminar yendo en busca de su mullida cama. Empero al pie de ésta cambió de parecer. Las cortinas de su ventanal habían sido levantadas por un aire frío; y para cerrarla, allá ella fue. Sin embargo, al estar mirando hacia abajo, diría:
– ¿Terry?
La escurridiza persona que yacía detrás de Candy preguntaría energúmenamente…
– ¡¿Quién has dicho?! –; y Neil se hizo del lugar de su esposa, la cual gritó debido al susto ya que según ella había cerrado bien. Además ¿qué hacía él ahí? Había ido para disculparse. Pero ahora la situación volvía a tornarse otra. Y consiguientemente de haber mirado la dirección anterior de su esposa, sin decirle nada a ésta, como un torpedo el hombre salió de la habitación y…
– ¡Neil! – lo llamó la asustada Señora Leagan; no obstante la habían dejado sin contestación.
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