HOY CON PUBLICACIÓN DOBLE!!! Atentas que por la tarde subimos el siguiente!!
CAPÍTULO XI
by
MILSER G.
by
MILSER G.
“¡Se va! ¡Detenlo, Candice!”.
“No puedo… no debo…”.
“Lo que no debes es dejarlo ir”.
“Pero soy una mujer casada…”.
“Una mujer casada que está enamorada de un hombre que no es su marido”.
“Pero Neil… yo lo quiero”.
“Por supuesto que lo quieres, ¿quién no lo haría después de todo lo que ha cambiado para ganarse tu amor? Sin embargo, no lo amas. No podrás hacerlo nunca. No como a Terry”.
“Pero…”
“¡Detenlo ahora, necia! Sólo te queda un segundo”
“¿Un segundo?”
“Sólo uno. Después de que pase, se habrá ido y no te quedará más que olvidarte de su amor… para siempre”.
- ¡Terry, no me dejes! – finalmente, el corazón ganó la batalla y dejó aflorar el llamado desesperado, el sollozo lastimero que hacía diez años se había quedado atorado en la garganta de una chica que huía corriendo por las escaleras de un hospital, alejándose, dejando marchar al que sabía que siempre, pasara lo que pasara, sería su único y gran amor. – Por favor… no lo hagas… no otra vez… - rogó quedamente, casi sin emitir sonido.
- ¿Por qué él, Candice? – ante el primer llamado, Terry se detuvo en el rellano de la puerta, con la mano aún en la perilla. Había sido incapaz de ignorar el pedido. Pero también se sentía incapaz de mirarla a los ojos. Así que, inmóvil, como si se hubiera congelado en el acto, aguardó por la respuesta a la pregunta que lo carcomía.
- Porque tú no estabas. Porque no volviste a buscarme. Porque el dolor de haberte perdido me cambió para siempre y porque Neil fue el único que supo verlo. Todos siguieron sus vidas, todos: Annie y Archie, Albert y hasta Patty supieron salir adelante. Yo… quedé suspendida en el tiempo, no hubo nada más después de aquella noche en que nos despedimos, Terry, nada. Aún después de diez largos años yo… - respiró hondo antes de lanzar su última confesión – yo seguía saludándote cada noche de año nuevo, sin que nadie lo supiera. Sólo que Neil lo supo. Y, sí. Es cierto, yo lo acepté y si así lo hice es porque yo tampoco podía soportar el continuar de esa forma. Él… cambió e intentó ayudarme a olvidar…
- ¿Y lo consiguió? – una nueva pregunta murmurada, una cabeza recargada en la madera de la puerta, un par de ojos color zafiro cerrados, el aliento contenido a la espera de otra contestación de la que dependería todo lo que de allí en adelante sucediera.
- No.
Unos segundos de absoluto silencio, excepto por el aliento que se liberó al fin de una espera y otro que sonaba entrecortado y tembloroso.
- ¿A qué viniste, Terry? – se volvió hacia la cuestión que se había visto interrumpida hacía rato.
- A buscar la verdad.
- ¿Y ahora que la sabes? – aventuró quien acababa de confesar, las rodillas a punto de dejar de sostenerla.
- Ahora depende de ti – por fin, el castaño abandonó su posición y se volvió a ver a la mujer que permanecía de pie en el centro de la habitación.
- ¿Qué se supone que depende de mí?
- Lo que quieras hacer, Candy. Lo que tú decidas estará bien. Ya encontré lo que venía a buscar, así que estamos en paz. Si quieres que me largue ahora mismo, lo haré. Pero si quieres que me quede…
Candy, ni bien escucharla, supo que la primera opción quedaba, de plano, absolutamente descartada. Tampoco necesitó escuchar a la segunda y, de hecho, no lo hizo. Ya sin titubeos, acortó la distancia que los separaba y, acto seguido, estaba tomando al castaño por la nuca y acallando lo que fuera a decir con ese beso que tanto había anhelado y que por tanto, tantísimo tiempo había guardado sólo para él.
De más está decir que semejantes ansias eran igual o superiormente correspondidas y no hizo falta siquiera un segundo para que Terry capitulara y se dejara doblegar por la potencia de ese beso tan largamente deseado. Más rápido de lo que dura un suspiro, sus brazos fuertes y cálidos se cerraron alrededor del frágil cuerpo femenino, atrayéndolo contra el propio, como deseando fundirse con él para que nunca más pudieran separarse. Empero, lejos de comenzar a sentirse saciado, cuanto más tiempo pasaba pegado a ella, más cerca deseaba estar y ella evidenciaba desear exactamente lo mismo.
- Terry… - se dejó oír suavemente, cuando la búsqueda de aire fue imperativa para poder sobrevivir. – Terry, te amo…
Y, como si hubiera hecho falta echar más leña a la hoguera, esa era la brizna que faltaba para que todo terminara por arder.
. . .
Un suspiro profundo quedó atrapado en la garganta de Candy.
- Aquí vamos de nuevo – se dijo a sí misma y cuadró los hombros. – Por favor, que pase rápido. Por favor, que pueda soportarlo… Por favor, por favor, por favor…
Sobre un escenario montado frente al edificio gubernamental de la ciudad de Albany y ante cientos de personas, Neil Leagan había prestado juramento como flamante gobernador del Estado de Nueva York. Durante el lapso de tiempo que había ocupado el acto, la blonda primera dama se las había compuesto para presentar una fachada calma. Pero lo cierto era que su corazón daba saltos conmocionados, no solo porque lo suscitado durante las horas anteriores se le repetía incesantemente como una película mental, sino por lo que sabía que debería suceder ni bien acabara toda aquella pantomima. Porque lo había decidido. Y porque no había vuelta atrás. Esa misma noche, dejaría a su marido. Si no lo había hecho más temprano y sin decir una palabra, fue porque sentía que se lo debía. Le debía aunque más no fuera, el hecho de dejarlo asumir el rol por el que tanto había trabajado en paz, así como también le debía el hacerse del coraje de hablarle, de explicarle, de decirle la verdad y, también, de pedirle perdón. Perdón por, en primer lugar, haber aceptado su propuesta de matrimonio movida por la desesperación de no saber qué más hacer para olvidar sus propios sentimientos. También por haberle mentido al darle esperanzas de algo que nunca sucedería, ya que sí, había puesto todo su empeño y había conseguido tenerle un gran afecto, pero él se merecía más y eso, desde el principio, Candy supo que jamás de los jamases podría entregárselo.
Sólo restaba aguardar y llegar al final de ese día, y al estar a solas, lo haría. Pero antes de que ese momento llegara, quedaba un escollo más por sortear y su momento había llegado:
- … es por este motivo que el gobernador Neil Leagan, en representación de los ciudadanos del Estado de Nueva York, se complace en hacer entrega de las llaves de nuestra ciudad al ciudadano Terruce Grandchester – anunció el maestro de ceremonias luego de un breve discurso de bienvenida y, acompañado por los aplausos de la audiencia allí convocada, el premiado subió al estrado.
“Dios mío, Dios mío, Dios mío”, suplicaba interiormente la primera dama cuando el castaño, con gesto ilegible, iba acercando sus pasos hacia ellos. Tal y como era esperado por el protocolo, ambos hombres estrecharon manos y ya Candy no pudo mirar. Clavó la mirada en el suelo, deseando que todo aquello no estuviera sucediendo y que, de estarlo, no terminara en tragedia.
El momento de pánico pasó. Con ella parada a su diestra y el homenajeado al otro lado, Neil comenzó con la lectura de la resolución de entrega correspondiente. Segundos después, la respiración de Candy comenzó a estabilizarse. Aún no podía levantar la mirada y quizás fuera mejor que ni siquiera lo intentara. No quería ver la expresión de ninguno de los dos, ya tenía suficiente con imaginarlo. Sin embargo…
- ¡Neil, cuidado! – el grito alarmado de Terry la obligó a voltear hacia el moreno. Él, a su vez y con el pánico pintado en cada una de sus facciones, había clavado la mirada en algo que se encontraba entre el público hacia la derecha a la misma altura en que ella se encontraba.
Para cuando Candy quiso girarse a fines de identificar el motivo de alarma, se desató el pandemonio: de súbito, se sintió como estrellada contra una pared de músculos, una mano en su nuca, protegiéndole la cabeza y la otra en la cintura, levantándola con fuerza y girándola sobre su eje.
- ¡Terry, llévatela! ¡Sácala de aquí! – era Neil quien ahora gritaba y la empujaba en la dirección contraria. Llegó a sentir los dedos del castaño rozarle el brazo, pero al exacto momento, el sonido de un disparo cortó el aire, los dedos que ya la asían parecieron resbalarse y ella caía irremediablemente de espaldas al suelo arrastrada por el peso de su marido.
Gritos. Corridas. Pánico generalizado. Rostros desencajados de guardias de seguridad desfilando ante sus ojos, formando un escudo humano entre ellos y lo que fuera que estuviera sucediendo. La respiración agitada de Neil resonando en su oído. El peso que parecía inamovible sobre su cuerpo tan pequeño en comparación. Terry en cuclillas junto a ellos, pálido, intentando vislumbrar entre las piernas de los hombres qué demonios estaba pasando. Una ronda de disparos, más gritos…
- ¡Está muerto! ¡Saquen a todos de aquí! ¡Llamen a un médico! ¡El gobernador está herido! – alguien gritaba.
Poco a poco, el peso que la comprimía hasta casi ahogarla comenzó a desvanecerse. De alguna manera, Neil ahora no estaba encima suyo, sino que yacía recostado a su lado. Candy se incorporó lo más rápido que pudo y por fin, comprendió.
- Neil, ¡no! – gritó horrorizada al visualizar el inconfundible orificio de salida de una bala dibujado en sangre en el pecho del hombre. - ¡Dios mío! ¡Neil! – se arrodilló a su lado y lo sacudió, aunque ya, de solo verlo a la cara, sabía que no habría retorno. Le habían disparado por la espalda y lo habían atravesado de lado a lado – Neil, mírame, por favor…
- Candy… - como si aquello le supusiera un esfuerzo sobrehumano (y de hecho, sí lo era), Neil abrió los ojos.
- Neil… por favor…
- Shhh, tranquila linda. Escúchame… - le pidió. La respiración ya perdiéndosele al igual que el sonido. – Di… dile a Terry que te cuide. Que… que cumpla todas las promesas que te hizo anoche.
- Pero… qué… - ante la revelación de que su encuentro secreto no lo había sido, la rubia comenzó a tartamudear y quiso retroceder, pero la mano del hombre que yacía a su lado la detuvo con una suave caricia en la mejilla.
- Sí, mi amor. Los oí. Pero… – a pesar de todo, todavía se las arregló para sonreírle con ternura. – también entendí y… - un acceso de tos, señal de que ya faltaba nada, se hizo presente – también te iba a dejar ir con él y ahora… lo estoy haciendo.
- Oh, Neil… - las lágrimas caían a raudales por las mejillas de la pecosa. – Neil, perdón. Yo quise pero…
- No es tiempo de pedir perdón, Candy… es tiempo de ser feliz. Por favor, ya no llores, linda, y selo. De una vez, Candy… sé feliz.
Ante el pedido, la mujer asintió y eliminó el rastro de las lágrimas con sus palmas. Se las ingenió para esbozar una pequeña sonrisa que fue también correspondida por una del moribundo.
- Esa es mi damita… - fueron las últimas palabras que del gobernador Leagan se dejaron oír.
“No puedo… no debo…”.
“Lo que no debes es dejarlo ir”.
“Pero soy una mujer casada…”.
“Una mujer casada que está enamorada de un hombre que no es su marido”.
“Pero Neil… yo lo quiero”.
“Por supuesto que lo quieres, ¿quién no lo haría después de todo lo que ha cambiado para ganarse tu amor? Sin embargo, no lo amas. No podrás hacerlo nunca. No como a Terry”.
“Pero…”
“¡Detenlo ahora, necia! Sólo te queda un segundo”
“¿Un segundo?”
“Sólo uno. Después de que pase, se habrá ido y no te quedará más que olvidarte de su amor… para siempre”.
- ¡Terry, no me dejes! – finalmente, el corazón ganó la batalla y dejó aflorar el llamado desesperado, el sollozo lastimero que hacía diez años se había quedado atorado en la garganta de una chica que huía corriendo por las escaleras de un hospital, alejándose, dejando marchar al que sabía que siempre, pasara lo que pasara, sería su único y gran amor. – Por favor… no lo hagas… no otra vez… - rogó quedamente, casi sin emitir sonido.
- ¿Por qué él, Candice? – ante el primer llamado, Terry se detuvo en el rellano de la puerta, con la mano aún en la perilla. Había sido incapaz de ignorar el pedido. Pero también se sentía incapaz de mirarla a los ojos. Así que, inmóvil, como si se hubiera congelado en el acto, aguardó por la respuesta a la pregunta que lo carcomía.
- Porque tú no estabas. Porque no volviste a buscarme. Porque el dolor de haberte perdido me cambió para siempre y porque Neil fue el único que supo verlo. Todos siguieron sus vidas, todos: Annie y Archie, Albert y hasta Patty supieron salir adelante. Yo… quedé suspendida en el tiempo, no hubo nada más después de aquella noche en que nos despedimos, Terry, nada. Aún después de diez largos años yo… - respiró hondo antes de lanzar su última confesión – yo seguía saludándote cada noche de año nuevo, sin que nadie lo supiera. Sólo que Neil lo supo. Y, sí. Es cierto, yo lo acepté y si así lo hice es porque yo tampoco podía soportar el continuar de esa forma. Él… cambió e intentó ayudarme a olvidar…
- ¿Y lo consiguió? – una nueva pregunta murmurada, una cabeza recargada en la madera de la puerta, un par de ojos color zafiro cerrados, el aliento contenido a la espera de otra contestación de la que dependería todo lo que de allí en adelante sucediera.
- No.
Unos segundos de absoluto silencio, excepto por el aliento que se liberó al fin de una espera y otro que sonaba entrecortado y tembloroso.
- ¿A qué viniste, Terry? – se volvió hacia la cuestión que se había visto interrumpida hacía rato.
- A buscar la verdad.
- ¿Y ahora que la sabes? – aventuró quien acababa de confesar, las rodillas a punto de dejar de sostenerla.
- Ahora depende de ti – por fin, el castaño abandonó su posición y se volvió a ver a la mujer que permanecía de pie en el centro de la habitación.
- ¿Qué se supone que depende de mí?
- Lo que quieras hacer, Candy. Lo que tú decidas estará bien. Ya encontré lo que venía a buscar, así que estamos en paz. Si quieres que me largue ahora mismo, lo haré. Pero si quieres que me quede…
Candy, ni bien escucharla, supo que la primera opción quedaba, de plano, absolutamente descartada. Tampoco necesitó escuchar a la segunda y, de hecho, no lo hizo. Ya sin titubeos, acortó la distancia que los separaba y, acto seguido, estaba tomando al castaño por la nuca y acallando lo que fuera a decir con ese beso que tanto había anhelado y que por tanto, tantísimo tiempo había guardado sólo para él.
De más está decir que semejantes ansias eran igual o superiormente correspondidas y no hizo falta siquiera un segundo para que Terry capitulara y se dejara doblegar por la potencia de ese beso tan largamente deseado. Más rápido de lo que dura un suspiro, sus brazos fuertes y cálidos se cerraron alrededor del frágil cuerpo femenino, atrayéndolo contra el propio, como deseando fundirse con él para que nunca más pudieran separarse. Empero, lejos de comenzar a sentirse saciado, cuanto más tiempo pasaba pegado a ella, más cerca deseaba estar y ella evidenciaba desear exactamente lo mismo.
- Terry… - se dejó oír suavemente, cuando la búsqueda de aire fue imperativa para poder sobrevivir. – Terry, te amo…
Y, como si hubiera hecho falta echar más leña a la hoguera, esa era la brizna que faltaba para que todo terminara por arder.
. . .
Un suspiro profundo quedó atrapado en la garganta de Candy.
- Aquí vamos de nuevo – se dijo a sí misma y cuadró los hombros. – Por favor, que pase rápido. Por favor, que pueda soportarlo… Por favor, por favor, por favor…
Sobre un escenario montado frente al edificio gubernamental de la ciudad de Albany y ante cientos de personas, Neil Leagan había prestado juramento como flamante gobernador del Estado de Nueva York. Durante el lapso de tiempo que había ocupado el acto, la blonda primera dama se las había compuesto para presentar una fachada calma. Pero lo cierto era que su corazón daba saltos conmocionados, no solo porque lo suscitado durante las horas anteriores se le repetía incesantemente como una película mental, sino por lo que sabía que debería suceder ni bien acabara toda aquella pantomima. Porque lo había decidido. Y porque no había vuelta atrás. Esa misma noche, dejaría a su marido. Si no lo había hecho más temprano y sin decir una palabra, fue porque sentía que se lo debía. Le debía aunque más no fuera, el hecho de dejarlo asumir el rol por el que tanto había trabajado en paz, así como también le debía el hacerse del coraje de hablarle, de explicarle, de decirle la verdad y, también, de pedirle perdón. Perdón por, en primer lugar, haber aceptado su propuesta de matrimonio movida por la desesperación de no saber qué más hacer para olvidar sus propios sentimientos. También por haberle mentido al darle esperanzas de algo que nunca sucedería, ya que sí, había puesto todo su empeño y había conseguido tenerle un gran afecto, pero él se merecía más y eso, desde el principio, Candy supo que jamás de los jamases podría entregárselo.
Sólo restaba aguardar y llegar al final de ese día, y al estar a solas, lo haría. Pero antes de que ese momento llegara, quedaba un escollo más por sortear y su momento había llegado:
- … es por este motivo que el gobernador Neil Leagan, en representación de los ciudadanos del Estado de Nueva York, se complace en hacer entrega de las llaves de nuestra ciudad al ciudadano Terruce Grandchester – anunció el maestro de ceremonias luego de un breve discurso de bienvenida y, acompañado por los aplausos de la audiencia allí convocada, el premiado subió al estrado.
“Dios mío, Dios mío, Dios mío”, suplicaba interiormente la primera dama cuando el castaño, con gesto ilegible, iba acercando sus pasos hacia ellos. Tal y como era esperado por el protocolo, ambos hombres estrecharon manos y ya Candy no pudo mirar. Clavó la mirada en el suelo, deseando que todo aquello no estuviera sucediendo y que, de estarlo, no terminara en tragedia.
El momento de pánico pasó. Con ella parada a su diestra y el homenajeado al otro lado, Neil comenzó con la lectura de la resolución de entrega correspondiente. Segundos después, la respiración de Candy comenzó a estabilizarse. Aún no podía levantar la mirada y quizás fuera mejor que ni siquiera lo intentara. No quería ver la expresión de ninguno de los dos, ya tenía suficiente con imaginarlo. Sin embargo…
- ¡Neil, cuidado! – el grito alarmado de Terry la obligó a voltear hacia el moreno. Él, a su vez y con el pánico pintado en cada una de sus facciones, había clavado la mirada en algo que se encontraba entre el público hacia la derecha a la misma altura en que ella se encontraba.
Para cuando Candy quiso girarse a fines de identificar el motivo de alarma, se desató el pandemonio: de súbito, se sintió como estrellada contra una pared de músculos, una mano en su nuca, protegiéndole la cabeza y la otra en la cintura, levantándola con fuerza y girándola sobre su eje.
- ¡Terry, llévatela! ¡Sácala de aquí! – era Neil quien ahora gritaba y la empujaba en la dirección contraria. Llegó a sentir los dedos del castaño rozarle el brazo, pero al exacto momento, el sonido de un disparo cortó el aire, los dedos que ya la asían parecieron resbalarse y ella caía irremediablemente de espaldas al suelo arrastrada por el peso de su marido.
Gritos. Corridas. Pánico generalizado. Rostros desencajados de guardias de seguridad desfilando ante sus ojos, formando un escudo humano entre ellos y lo que fuera que estuviera sucediendo. La respiración agitada de Neil resonando en su oído. El peso que parecía inamovible sobre su cuerpo tan pequeño en comparación. Terry en cuclillas junto a ellos, pálido, intentando vislumbrar entre las piernas de los hombres qué demonios estaba pasando. Una ronda de disparos, más gritos…
- ¡Está muerto! ¡Saquen a todos de aquí! ¡Llamen a un médico! ¡El gobernador está herido! – alguien gritaba.
Poco a poco, el peso que la comprimía hasta casi ahogarla comenzó a desvanecerse. De alguna manera, Neil ahora no estaba encima suyo, sino que yacía recostado a su lado. Candy se incorporó lo más rápido que pudo y por fin, comprendió.
- Neil, ¡no! – gritó horrorizada al visualizar el inconfundible orificio de salida de una bala dibujado en sangre en el pecho del hombre. - ¡Dios mío! ¡Neil! – se arrodilló a su lado y lo sacudió, aunque ya, de solo verlo a la cara, sabía que no habría retorno. Le habían disparado por la espalda y lo habían atravesado de lado a lado – Neil, mírame, por favor…
- Candy… - como si aquello le supusiera un esfuerzo sobrehumano (y de hecho, sí lo era), Neil abrió los ojos.
- Neil… por favor…
- Shhh, tranquila linda. Escúchame… - le pidió. La respiración ya perdiéndosele al igual que el sonido. – Di… dile a Terry que te cuide. Que… que cumpla todas las promesas que te hizo anoche.
- Pero… qué… - ante la revelación de que su encuentro secreto no lo había sido, la rubia comenzó a tartamudear y quiso retroceder, pero la mano del hombre que yacía a su lado la detuvo con una suave caricia en la mejilla.
- Sí, mi amor. Los oí. Pero… – a pesar de todo, todavía se las arregló para sonreírle con ternura. – también entendí y… - un acceso de tos, señal de que ya faltaba nada, se hizo presente – también te iba a dejar ir con él y ahora… lo estoy haciendo.
- Oh, Neil… - las lágrimas caían a raudales por las mejillas de la pecosa. – Neil, perdón. Yo quise pero…
- No es tiempo de pedir perdón, Candy… es tiempo de ser feliz. Por favor, ya no llores, linda, y selo. De una vez, Candy… sé feliz.
Ante el pedido, la mujer asintió y eliminó el rastro de las lágrimas con sus palmas. Se las ingenió para esbozar una pequeña sonrisa que fue también correspondida por una del moribundo.
- Esa es mi damita… - fueron las últimas palabras que del gobernador Leagan se dejaron oír.