Para retomar las continuaciones Candy-Candy, aquí les traemos una nueva versión; mencionándoles que los nombres de algunos personajes y personajes en sí, no nos pertenecen sino a sus debidos autores. Yo lo soy de lo que leerán a continuación, la cual espero sea de su agrado.
Al anuncio de su llegada, la Compañía Stratford se hubo sentido verdaderamente con fortuna. Ciertamente estaban en busca de talento para sus propósitos al establecerse en la capital del teatro, pero después de averiguar la procedencia de Terruce Grandchester, no se dudó que en las venas se llevaran los genes histriónicos de una actriz ya consagrada como lo era en Broadway: Eleanor Baker. Por supuesto, los intereses financieros empezaron a revolotear y acrecentar en ambiciosas mentes, sólo iban a necesitar de una buena y rígida preparación que él de antemano ya poseía, unas pequeñas inversiones en giras de representaciones y al final… ¡la bomba! Un protagónico que se peleó con garras, dientes y corazón. Ese que se detuvo inesperadamente por alguna razón.
Con su experiencia, Robert Hathaway no era ignorante de que para ser triunfador arriba de los escenarios, se sacrificaban muchas cosas; y la obra “Romeo y Julieta” en varios de sus protagonistas suscitaban drásticos acontecimientos. Él, Robert, era ejemplo de uno de ellos. A su estreno y personificando a Montagues, perdió a su compañera de vida al intentar ésta darla. Y aunque a él le hubiese gustado estar a su lado… el espectáculo debía continuar. Eso mismo se le tuvo que decir al chico estelar cuando el trágico accidente de Susana. Mujercita que no pudo con sus diversos complejos y al poco tiempo también murió, empero Terruce Grandchester mucho antes y se gritó a los cuatro vientos.
Olvido, pésima interpretación y alcohol hubo sido el resultado de aquel estreno; y los inversionistas, en los montones de dinero que imaginaron iban a recibir, tuvieron que seguir con los actores que les quedaban. El fracaso estaba por todos lados, y ellos… bueno, a continuar recibiendo lo que simplemente los mantenía arriba. Empero a un retorno…
– ¡No! – espetó un hombre. – ¡Yo no se la daré!
– ¿Por qué no? – respondió un segundo. – Todos conocemos “el secreto” que se esconde en “Romeo y Julieta”. Además… no fue mucho lo que nos hizo gastar. Al contrario, el día de la premier dio bastante que… yo digo que sí se la demos.
– Pero bajo ciertas condiciones – recomendó un tercero.
– ¿Como cuál? – quiso saber quien estaba a la defensa del joven actor.
– Se enfoque cien por ciento a su trabajo y nos importa poco su vida personal –. De ella, Terruce tenía la más mínima intención de compartirla, así que aceptada y también ayudado a cubrir las notas de los periódicos amarillistas, de este modo fue como Grandchester volvió a plantarse en un escenario, y se propuso a ser ¡tan grande! que, únicamente él cabía. Únicamente él tenía acaparada la atención del público. Él y su “Hamlet”, a quien luego de meses en escena, debía decirle adiós.
Por eso, cuando se supo de su enfermedad, más de cuatro se alarmaron, ya que Terruce Grandchester no tenía sustituto. Había más actores, sí; pero a ninguno le quedaban sus zapatos. Entonces para disipar las tensiones de los ahí reunidos, es decir, en la oficina del recinto artístico al arribo de la mensajera del actor, la encargada de llevar el control de los dineros, también se haría cargo de él, quien por supuesto, no muy contento se mostró al verla detrás de la Señora Smith, la cual hacía entrega de su pedido y lo guardarían en otro cajón.
Por supuesto, Amara Davis hubo notado la molestia; y en lo que por dentro se recriminaba, se preguntaba con asombro:
– ¿Qué le haces a tu dinero, Terruce Grandchester? –. O sea, y eso porque ella lo sabía, el hombre no ganaba lo que un matado jornalero; por lo tanto, la simplicidad que los ojos negros ligeramente rasgados miraban a su alrededor, iban para nada con el estatus social del actor.
Obviamente, explicaciones Amara quería, sin embargo…
– Gracias por su visita, Señorita Davis, pero no era necesario que se molestara.
– En cambio yo me disculpo por la que le ocasioné con mi presencia que no fue anunciada.
– No… no tiene por qué. Lo que pasa, es que… – además de la Señora Smith, ninguna otra mujer había estado ahí. Bueno sí. Susana, aquella chica que había sido la notificadora de la obra que en un ayer se estrenara y la que… repentinamente, sobre la mesa de comedor y encima de una página de periódico, un tanto irritado Terry estampó su puño.
En su guapo rostro se le podía ver el enojo; y lo rojizo de sus mejillas optaron por interpretarlo de la siguiente manera:
– No le está subiendo otra vez la temperatura, ¿cierto?
La disimulada Señora Smith fue presta y se le acercó. Y con la confianza ya proporcionada puso de inmediato su gordito dorso derecho en una ceñuda frente, mientras que la palma de su mano izquierda la colocó en el cuello donde una vena gruesamente se había alterado.
Por la varonil manzana de Adán se pasaba saliva; y debido a la tensión de una cuadrada mandíbula, ¡caramba! ¿qué cosa había molestado más al bien parecido hombre? Lógicamente la negra mirada de la visita se posó en aquel pedazo de papel.
Por la mañana, Amara lo hubo consultado; y las imparables y también incansables noticias de política seguían dando de qué hablar. Sin embargo, en la portada frontal, sólo que en un evento diferente y con diferentes ropas, la misma pareja volvía a aparecer. Se trataba del gobernador electo y su bella esposa. ¿Acaso ella…? No, no, se despejaron el intento de cuestión de la mente, sin embargo, el acto de Terruce queriendo traspasar todo su brazo en aquella insignificante nota y si fuera posible la mesa de madera, consiguió otra interrogante:
– ¿Conoce a los Señores Leagan?
Ay, Amara Davis, ¿por qué demonios tuviste que cuestionarlo? Tan buen progreso que ya llevabas con él que ahora calcinada quedarías.
– Se debe a la fiebre – se dijo ella misma al estar sintiendo un sudor que hubo nacido de repente, para no decir, de lo ardientemente furioso que Terruce lucía. Aún así, él respondía:
– No. No les conozco.
Y eso, la puso en vacilación; ya que…
– ¿Le digo o no? – Amara pensaba para sí. – Pero si le digo… ¿estaré preparada para otra de sus reacciones? Sin lugar a duda, mi vida corre peligro con este hombre, así que mejor… ¡no, no, no! Es mejor que lo sepa de una vez. Que sepa que…
– Señora Smith, ¿ha terminado con el aseo? –. No, por estarle cuidando. Pero el hecho de decir: – Quisiera dormir un rato...
– Por supuesto, Terruce.
Entonces la Señorita Davis…
– Voy a mandarle a mi papá
– ¿Cómo? – expresó el actor; y se regresó al haber estado dándose la vuelta para ir en la búsqueda de su cama.
– Queremos que le dé el viento lo menos posible.
– Estaré bien, Señorita Davis
– Por favor, permítame hacer eso por usted. Irrumpí su espacio y…
– Está bien. Dígale que puede venir a las cinco de la tarde.
Sonriendo por el éxito obtenido, Amara diría como despedida:
– A esa hora le veré entonces.
– Ajá – contestó él escuetamente; y aguardó en su posición hasta que las dos mujeres abandonaron su pieza.
Ya a solas, Terruce retomó su andar, llevándose en el camino, lo que le torturaba. ¿Y para qué? Pues para torturarse más, pero sobretodo preguntarle a ella…
– ¿Por qué él? Porque a ese tú…
Atacado por la enfermedad y sin fuerza alguna, Terruce dejó caer pesadamente su cuerpo en su lecho. Lecho que ella no compartía con él sino… con ese, al cual le dirían:
– Maldito Leagan, ¿quién lo hubiera dicho?
Dominado por el cansancio, el actor dormiría pronto pero para tener pesadillas. Burlas de todos aquellos que conocieron su historia. Risas escalofriantes que parecían venir del más allá. Rostros desfigurados acercándose y alejándose. Aplausos retumbantes acompañados de gritos y de una lluvia de flores secas. Una mujer que, parada en un escenario, lo llamaba. Era “Ofelia”, la suicidada novia de “Hamlet” quien vacilaba en ir a ella o al fantasma que lo perseguía.
Optando ensoñadoramente por éste, Terruce de pronto sintió una real asfixia, lo que lo hizo despertarse, sentirse mojado por el sudor y ver con espanto su alrededor.
Devuelto a su realidad y ya consciente de todo, el actor se puso de pie, buscó el baño y ahí se quedó un buen de tiempo. Después salió para arreglarse y marcharse al teatro, dejando así plantada el ofrecimiento de la Señorita Davis, la cual sabría de su llegada en el momento de oír, detrás de una puerta, la voz de Karen Klaise que le decía a su compañero, quien estornudaba al pasar a su lado:
– Ya se me hacía mucha suerte que la influenza española no me matara. ¡Lo harás tú, Terruce Grandchester, con semejante catarro!
– No me molestes, Ofelia, ¿quieres?
– Oye, no estarás pensando trabajar así, ¿verdad?
Ante la obviedad, la castaña actriz se quedó con la palabra en la boca; y conforme movía negativamente la cabeza, miraba el camino que su grosero compañero llevaba: el de su camerino, donde se encerrarían hasta la hora de la última función; hora en la cual, aunque de lejos, en persona se volverían a ver.
. . .
. . .
CAPÍTULO IV
by
LADY GRAHAM
. . .
. . .
CAPÍTULO IV
by
LADY GRAHAM
. . .
Al anuncio de su llegada, la Compañía Stratford se hubo sentido verdaderamente con fortuna. Ciertamente estaban en busca de talento para sus propósitos al establecerse en la capital del teatro, pero después de averiguar la procedencia de Terruce Grandchester, no se dudó que en las venas se llevaran los genes histriónicos de una actriz ya consagrada como lo era en Broadway: Eleanor Baker. Por supuesto, los intereses financieros empezaron a revolotear y acrecentar en ambiciosas mentes, sólo iban a necesitar de una buena y rígida preparación que él de antemano ya poseía, unas pequeñas inversiones en giras de representaciones y al final… ¡la bomba! Un protagónico que se peleó con garras, dientes y corazón. Ese que se detuvo inesperadamente por alguna razón.
Con su experiencia, Robert Hathaway no era ignorante de que para ser triunfador arriba de los escenarios, se sacrificaban muchas cosas; y la obra “Romeo y Julieta” en varios de sus protagonistas suscitaban drásticos acontecimientos. Él, Robert, era ejemplo de uno de ellos. A su estreno y personificando a Montagues, perdió a su compañera de vida al intentar ésta darla. Y aunque a él le hubiese gustado estar a su lado… el espectáculo debía continuar. Eso mismo se le tuvo que decir al chico estelar cuando el trágico accidente de Susana. Mujercita que no pudo con sus diversos complejos y al poco tiempo también murió, empero Terruce Grandchester mucho antes y se gritó a los cuatro vientos.
Olvido, pésima interpretación y alcohol hubo sido el resultado de aquel estreno; y los inversionistas, en los montones de dinero que imaginaron iban a recibir, tuvieron que seguir con los actores que les quedaban. El fracaso estaba por todos lados, y ellos… bueno, a continuar recibiendo lo que simplemente los mantenía arriba. Empero a un retorno…
– ¡No! – espetó un hombre. – ¡Yo no se la daré!
– ¿Por qué no? – respondió un segundo. – Todos conocemos “el secreto” que se esconde en “Romeo y Julieta”. Además… no fue mucho lo que nos hizo gastar. Al contrario, el día de la premier dio bastante que… yo digo que sí se la demos.
– Pero bajo ciertas condiciones – recomendó un tercero.
– ¿Como cuál? – quiso saber quien estaba a la defensa del joven actor.
– Se enfoque cien por ciento a su trabajo y nos importa poco su vida personal –. De ella, Terruce tenía la más mínima intención de compartirla, así que aceptada y también ayudado a cubrir las notas de los periódicos amarillistas, de este modo fue como Grandchester volvió a plantarse en un escenario, y se propuso a ser ¡tan grande! que, únicamente él cabía. Únicamente él tenía acaparada la atención del público. Él y su “Hamlet”, a quien luego de meses en escena, debía decirle adiós.
Por eso, cuando se supo de su enfermedad, más de cuatro se alarmaron, ya que Terruce Grandchester no tenía sustituto. Había más actores, sí; pero a ninguno le quedaban sus zapatos. Entonces para disipar las tensiones de los ahí reunidos, es decir, en la oficina del recinto artístico al arribo de la mensajera del actor, la encargada de llevar el control de los dineros, también se haría cargo de él, quien por supuesto, no muy contento se mostró al verla detrás de la Señora Smith, la cual hacía entrega de su pedido y lo guardarían en otro cajón.
Por supuesto, Amara Davis hubo notado la molestia; y en lo que por dentro se recriminaba, se preguntaba con asombro:
– ¿Qué le haces a tu dinero, Terruce Grandchester? –. O sea, y eso porque ella lo sabía, el hombre no ganaba lo que un matado jornalero; por lo tanto, la simplicidad que los ojos negros ligeramente rasgados miraban a su alrededor, iban para nada con el estatus social del actor.
Obviamente, explicaciones Amara quería, sin embargo…
– Gracias por su visita, Señorita Davis, pero no era necesario que se molestara.
– En cambio yo me disculpo por la que le ocasioné con mi presencia que no fue anunciada.
– No… no tiene por qué. Lo que pasa, es que… – además de la Señora Smith, ninguna otra mujer había estado ahí. Bueno sí. Susana, aquella chica que había sido la notificadora de la obra que en un ayer se estrenara y la que… repentinamente, sobre la mesa de comedor y encima de una página de periódico, un tanto irritado Terry estampó su puño.
En su guapo rostro se le podía ver el enojo; y lo rojizo de sus mejillas optaron por interpretarlo de la siguiente manera:
– No le está subiendo otra vez la temperatura, ¿cierto?
La disimulada Señora Smith fue presta y se le acercó. Y con la confianza ya proporcionada puso de inmediato su gordito dorso derecho en una ceñuda frente, mientras que la palma de su mano izquierda la colocó en el cuello donde una vena gruesamente se había alterado.
Por la varonil manzana de Adán se pasaba saliva; y debido a la tensión de una cuadrada mandíbula, ¡caramba! ¿qué cosa había molestado más al bien parecido hombre? Lógicamente la negra mirada de la visita se posó en aquel pedazo de papel.
Por la mañana, Amara lo hubo consultado; y las imparables y también incansables noticias de política seguían dando de qué hablar. Sin embargo, en la portada frontal, sólo que en un evento diferente y con diferentes ropas, la misma pareja volvía a aparecer. Se trataba del gobernador electo y su bella esposa. ¿Acaso ella…? No, no, se despejaron el intento de cuestión de la mente, sin embargo, el acto de Terruce queriendo traspasar todo su brazo en aquella insignificante nota y si fuera posible la mesa de madera, consiguió otra interrogante:
– ¿Conoce a los Señores Leagan?
Ay, Amara Davis, ¿por qué demonios tuviste que cuestionarlo? Tan buen progreso que ya llevabas con él que ahora calcinada quedarías.
– Se debe a la fiebre – se dijo ella misma al estar sintiendo un sudor que hubo nacido de repente, para no decir, de lo ardientemente furioso que Terruce lucía. Aún así, él respondía:
– No. No les conozco.
Y eso, la puso en vacilación; ya que…
– ¿Le digo o no? – Amara pensaba para sí. – Pero si le digo… ¿estaré preparada para otra de sus reacciones? Sin lugar a duda, mi vida corre peligro con este hombre, así que mejor… ¡no, no, no! Es mejor que lo sepa de una vez. Que sepa que…
– Señora Smith, ¿ha terminado con el aseo? –. No, por estarle cuidando. Pero el hecho de decir: – Quisiera dormir un rato...
– Por supuesto, Terruce.
Entonces la Señorita Davis…
– Voy a mandarle a mi papá
– ¿Cómo? – expresó el actor; y se regresó al haber estado dándose la vuelta para ir en la búsqueda de su cama.
– Queremos que le dé el viento lo menos posible.
– Estaré bien, Señorita Davis
– Por favor, permítame hacer eso por usted. Irrumpí su espacio y…
– Está bien. Dígale que puede venir a las cinco de la tarde.
Sonriendo por el éxito obtenido, Amara diría como despedida:
– A esa hora le veré entonces.
– Ajá – contestó él escuetamente; y aguardó en su posición hasta que las dos mujeres abandonaron su pieza.
Ya a solas, Terruce retomó su andar, llevándose en el camino, lo que le torturaba. ¿Y para qué? Pues para torturarse más, pero sobretodo preguntarle a ella…
– ¿Por qué él? Porque a ese tú…
Atacado por la enfermedad y sin fuerza alguna, Terruce dejó caer pesadamente su cuerpo en su lecho. Lecho que ella no compartía con él sino… con ese, al cual le dirían:
– Maldito Leagan, ¿quién lo hubiera dicho?
Dominado por el cansancio, el actor dormiría pronto pero para tener pesadillas. Burlas de todos aquellos que conocieron su historia. Risas escalofriantes que parecían venir del más allá. Rostros desfigurados acercándose y alejándose. Aplausos retumbantes acompañados de gritos y de una lluvia de flores secas. Una mujer que, parada en un escenario, lo llamaba. Era “Ofelia”, la suicidada novia de “Hamlet” quien vacilaba en ir a ella o al fantasma que lo perseguía.
Optando ensoñadoramente por éste, Terruce de pronto sintió una real asfixia, lo que lo hizo despertarse, sentirse mojado por el sudor y ver con espanto su alrededor.
Devuelto a su realidad y ya consciente de todo, el actor se puso de pie, buscó el baño y ahí se quedó un buen de tiempo. Después salió para arreglarse y marcharse al teatro, dejando así plantada el ofrecimiento de la Señorita Davis, la cual sabría de su llegada en el momento de oír, detrás de una puerta, la voz de Karen Klaise que le decía a su compañero, quien estornudaba al pasar a su lado:
– Ya se me hacía mucha suerte que la influenza española no me matara. ¡Lo harás tú, Terruce Grandchester, con semejante catarro!
– No me molestes, Ofelia, ¿quieres?
– Oye, no estarás pensando trabajar así, ¿verdad?
Ante la obviedad, la castaña actriz se quedó con la palabra en la boca; y conforme movía negativamente la cabeza, miraba el camino que su grosero compañero llevaba: el de su camerino, donde se encerrarían hasta la hora de la última función; hora en la cual, aunque de lejos, en persona se volverían a ver.
Gracias por seguir visitándonos