CAPÍTULO VII
by
MILSER G.
by
MILSER G.
- ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Mil veces estúpido! – se repetía incesantemente, con cada paso avanzado, pero incapaz de detener el rumbo que había tomado.
Los pocos transeúntes que a esa hora circulaban por las aceras neoyorkinas se apresuraban a apartarse del camino del desquiciado aquel que hablaba y maldecía a viva voz. Afortunadamente, la escasa iluminación por aquellos lares resultaba ser la ideal para ocultar su identidad, dado que, caso contrario… ¡tremendo festival se echarían los periódicos al día siguiente! Y ese simple hecho, era agradecido profundamente por la persona que había optado por seguir sus pasos, a una distancia prudente, y con el sólo objeto de velar porque, de su errático comportamiento, no resultara lastimado.
Habiéndose arribado al destino señalado, el actor detuvo su andar. Desde la vereda opuesta, observó la imponente y lujosa edificación. Y, como si supiera adonde mirar, sus ojos azules se posaron en una ventana en particular: la única que se encontraba levemente abierta; la única en la cual aún se dejaba ver una tenue luz encendida, señal de que su ocupante aún no conciliaba el sueño.
- Así que ahí estás, Candice… Leagan – escupiendo el apellido como si del peor de los insultos se tratara.
Para su entero asombro, y como si hubiera respondido a su invocación, la susodicha se hizo presente en aquella ventana. Fue un instante fugaz. Sólo el tiempo suficiente para que Terry, como cada vez que la veía, sintiera la compulsiva necesidad de caer de rodillas, como si de una diosa se tratara. Apenas un segundo, como para que pudiera abrazar la ilusión de ver su nombre dibujado otra vez en aquel par de labios que jamás había olvidado. Más, demasiado pronto, el encanto se rompió y la figura frágil, etérea y angelical de aquella a quien amaba, se vio reemplazada por otra… una que ni en sus más locos sueños hubiera imaginado que tomaría el lugar que ahora, ante Dios y los hombres ocupaba.
Una carcajada enferma, rota, desgarrada brotó de la garganta de Terry.
- ¡Estúpido! – volvió a gritar, rasgando el silencio de la noche, sólo para continuar riendo justo en el límite de la histeria y la amargura, como si de un alma en pena se tratara.
- Suficiente, Terruce – quien se había autoimpuesto la tarea de obrar como ángel de la guarda, decidió, por fin, salir de entre las sombras que ocultaban su persona. – Esta no es la forma. Vámonos antes de que Leagan baje y esto termine en tragedia.
. . .
El espectáculo que brindaba el simple hecho de ver al futuro gobernador correr por los pasillos del hotel rumbo a la salida como alma que se lleva el diablo y apenas vestido con ropa de cama, no era algo que pudiera verse todos los días. Mucho menos lo era aún que una ninfa de cabellos dorados, ataviada en bata de seda y pies descalzos, lo persiguiera a los gritos, rogándole de las mil maneras posibles que se detuviera. Pero el profesionalismo de todos y cada uno de los empleados del Hotel Royal que presenciaban aquel descalabro, no permitía que ni de casualidad fueran a revelar semejantes intimidades de sus más prestigiosos clientes. Por fortuna, y debido al horario ya cercano a la madrugada, ninguno de los otros huéspedes se encontraba deambulando por allí, cuestión que jugaría absolutamente a favor a la hora de evitar el escándalo.- ¡Grandchester! ¿Dónde estás, cobarde? ¡Déjate ver! – vociferó Neil enardecido, ni bien su imponente figura alcanzó la acera frontal del establecimiento. El que había sido claramente divisado desde la ventana de la habitación, ahora parecía haberse esfumado y eso, lejos de apaciguarlo, lo ponía más y más furioso. - ¿O acaso no sabes pelear limpio? ¡Muéstrate de una vez, rata despreciable, hijo de…!
- Neil, ¡ya basta! – exhausta por la carrera que había implicado el correr detrás de las largas zancadas del hombre, Candy, por fin logró alcanzarlo. Lo abrazó por la cintura, aferrándose con fuerza en lo que escondía el rostro en su espalda tensa, justo en medio de los omóplatos masculinos. – Basta, por favor – rompió a sollozar desconsolada. – Ya déjalo, Neil.
- ¡Ahí está! – bramó iracundo. Deshaciéndose del agarre de su mujer con brusquedad, se giró para enfrentarla. – Viniste corriéndome desde la habitación ¡para defenderlo a él!
- ¡No! – sollozó nuevamente y lo asió de las solapas de la bata, sacudiéndolo en desespero. - ¡No vine a defenderlo a él! ¡Vine a persuadirte de cometer una locura, Neil!
- A como están las cosas, la única locura ¡sería no matarlo! ¡Ven aquí bastardo cobarde! – se sacudió nuevamente el agarre de la rubia y se volvió para gritarle a la oscuridad de la noche. – Si tanto quieres a “mi” mujer, ¡muéstrate y pelea por ella como hombre!
- ¡Neil, no!
- ¡Vamos Grandchester! ¡Por los viejos tiempos! ¿Por qué no te mides conmigo ahora? ¿Será que tu profesión consiguió sacar a relucir la mariquita que siempre fuiste? ¿O es que sabes que no durarás un segundo en cuanto te ponga una mano encima?
- Basta, por favor, basta… - absolutamente falta de esperanzas, Candy murmuraba, como en una plegaria, sollozando quedamente, respaldada contra el muro más cercano, puesto que sus piernas flaqueaban al punto de ya casi no poder sostenerla.
Leagan continuaba en su determinación de vociferar a la nada todo aquello que se le venía a la mente, floreando los gritos con insultos de lo más originales, por no hablar de lo irreproducibles. Y en lo que él seguía dando rienda a su ira, y comprendiendo que la única manera de que se aplacara era dejándolo descargarse, una abatida Candy sólo se limitaba a observar, orando porque todo acabara pronto. Sin embargo, y a pesar de su resignación, algo en el callejón aledaño la puso en alerta.
Una sombra se movía sigilosamente, a espaldas y en dirección del hombre, que en su estado, era incapaz de percibir algo que no fuera su propia miseria y frustración. La escasa luz proveniente de una de las lámparas de la acera se reflejó por una fracción de segundo sobre un objeto brillante, emitiendo un fugaz destello. “¿Terry?”, apenas llegó a cuestionarse, pero la oscuridad le impedía confirmar o desestimar su temor. De todas formas, ya no había tiempo. Y, de alguna manera, la rubia consiguió reaccionar. Reuniendo fuerzas que desconocía que aún tuviera en algún sitio, Candy se incorporó y con todas sus fuerzas se lanzó en dirección a su esposo, empujándolo para quitarlo de la trayectoria de aquel desconocido y, sobre todo, del arma que empuñaba.
Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Un dolor lacerante en el antebrazo femenino, consiguió que la accidentalmente herida lanzara un aullido de dolor. Un “¡Diablos!” y el ruido de pasos apresurados se oyó de quien, fallando en su objetivo, no tardó en darse a la fuga.
- ¡Qué demonios! – escupió Neil, al verse de espaldas lanzado de espaldas al suelo, aunque con los reflejos suficientes como para estirar los brazos y amortiguar la caída de su mujer, que ya se le venía encima. - ¿Candy? ¡Por todos los cielos, mujer! ¿Qué fue eso? – la cuestionó una vez que la supo a salvo contra su cuerpo.
- ¿Alguien lo vio? ¿Alguien vio quién era? – se escuchó que decía quien salía apresuradamente del hotel.
- Gobernador Leagan, ¿está usted bien? – otro le estaba preguntando.
- Señora Leagan… ¡Oh, Dios mío! ¡Que alguien llame a un médico!
- No, no. Estoy bien. Sólo fue un rasguño – el familiar tono de Candy cumplió con el cometido de traerlo de vuelta a la realidad. Más el temblor en su voz y el evidente dolor que denotaba, lo hicieron reaccionar con la misma efectividad que lo hubiera hecho una cachetada.
Finalmente, Neil consiguió tomar conciencia de sí mismo y cuanto le rodeaba y se espantó al encontrarse sentado en el suelo, sosteniendo a su esposa temblando sobre el regazo, con la manga de su bata blanca teñida de carmesí a causa de la sangre que brotaba profusamente de una herida que una de las mucamas del hotel le estaba cubriendo con un paño.
- ¡Oh, Dios mío! ¡Candy! ¿Estás bien? ¿Quién hizo esto? ¡Llamen…!
- Shhh… Neil. Estoy bien – murmuró la rubia con una débil sonrisa, suficiente para que al moreno le retornara el alma al cuerpo. – Sólo… volvamos adentro… ¿por favor?
. . .
- ¿Puedo quedarme contigo, Candy?
Una vez llevada en brazos a la suite, desinfectada y correctamente cubierta la herida, cambiadas las ropas ensangrentadas, dadas todas las explicaciones de lo sucedido y calmadas las euforias, Neil se sentía, además de culpable y un absoluto imbécil, muerto de miedo. Miedo de perderla. Y ya no en manos del actor. Sino de perderla realmente y para siempre. Al punto de sentir la imperiosa necesidad de estar con ella constantemente, de que no faltara a su vista ni por un segundo, ni siquiera por esa noche. Para su fortuna, desde la cama donde ya estaba cómodamente instalada, la rubia asintió y apartó los cobertores, dejándole sitio para que se acomodara junto a ella.
- Candy, Candy… lo siento – ni bien estuvo a su lado, la estrechó con fuerza y, como un chiquillo, rompió en llanto. Más aún cuando ella, silenciosamente, correspondió al gesto, abrazándolo y recostando la cabeza sobre su pecho.
- Yo también lo siento…
- No, no, cielo. Yo sabía que existía la posibilidad de que, cuando volvieras a verlo por primera vez… Es que yo, de sólo pensar en no tenerte conmigo, siento que me muero. Sin embargo, eso no justifica mi comportamiento y lo sé… Pero no pude evitarlo y…
- Ya está, Neil. Ya pasó – intentó calmarlo Candy.
- No, no pasó. Porque me puse en riesgo y, al hacerlo, también te puse a ti en peligro. Pero, a pesar de todo lo que te hice, hoy nuevamente… me salvaste la vida… otra vez. Y si algo te hubiera sucedido por mi culpa yo… - la amenaza del llanto le quebró la voz.
- Estoy aquí, Neil. Nada pasó. Por favor – se incorporó un poco y lo besó en la mejilla. – Ya no pienses más en ello.
El rostro que se había acercado al otro, fue tomado por una mano masculina y, al beso que en cierto lugar se había dejado, se lo correspondió con otro mucho más apasionado y desesperado en los labios que habían quedado al alcance.
Minutos después, aún unidos en un abrazo, marido y mujer aparentaban dormir, aunque, con lo acontecido, lejos estaba el sueño de alcanzarlos. Y es que lo vivido durante las últimas horas, las preguntas sin respuesta y los temores ahora reinaban en los pensamientos de ambos, abarcándolo todo.