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CAPÍTULO IX
by
MILSER G.
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MILSER G.
- ¡Hipócrita! – ladró de forma violenta Neil, abandonada cierta dependencia, luego de haber recibido el informe policial, en el cual, de acuerdo a las declaraciones de testigos recogidas, el actor señalado como sospechoso del atentado recientemente acaecido, quedaba exonerado de cualquier culpa y cargo. - ¡Eres un maldito hipócrita, Grandchester! Sabes tan bien como yo que anoche estabas ahí, acechando a ¡mi! mujer como un chacal. No sé cómo has podido salirte tan bien librado de esta, pero te juro que no correrás con tanta suerte la próxima vez, maldito.
El moreno sabía a la perfección que Terruce no había sido el perpetrador de aquel intento de homicidio. Sin embargo, y dado que no podía revelar las reales circunstancias bajo las cuales se habían producido los hechos, ya que, de hacerlo, seguramente él mismo lo perdiera todo, hasta la libertad, tener al actor como chivo expiatorio hubiera sido como matar dos pájaros de un tiro: por una parte, mantener silenciadas ciertas cuestiones que hacían a su pasado reciente en Chicago y, por otra, quitarse definitivamente de encima al individuo que tenía acaparada a su mujer y sus sentimientos. ¡Esa! hubiera sido la respuesta a todas sus plegarias. Pero no. El infeliz se las había apañado para complicarle soberanamente la existencia, dado que ahora, no sólo tenía que ocuparse de su propia seguridad, sino que además debería de lidiar con cierto asuntillo que le estaba quitando el sueño desde que se había enterado: la bendita entrega de las llaves de la ciudad que tendría lugar, justamente, el mismo día de la asunción y que se convertiría, irónicamente, en su primer acto gubernamental.
Todo el camino de regreso hacia el hotel donde la rubia aguardaba su regreso, Neil lo pasó entre despotricando contra su mala suerte, maldiciendo al actor y, también, planificando los pasos a seguir de ahora en adelante. Lo único que pudo resolver en el momento, fue el asegurarse de advertir al personal de seguridad que redoblara sus esfuerzos y que estuviera listo para cualquier eventualidad. Más allá de eso, estaba atado de pies y manos y, a sabiendas de ello, se esforzó por dibujar su mejor sonrisa para presentarse ante quien por él esperaba, presta a emprender el trayecto hacia la ciudad que sería su nuevo hogar: Albany.
Dos semanas después…
- Amara, ¿está segura de que su padre podrá llevar a cabo lo acordado? – cuestionó a la contadora, en lo que volvía a revisar que no faltara nada en el equipaje que llevaría en su viaje a la capital estatal.
- Pierda cuidado, Terruce. Si él dijo que podrá hacerlo, no fallará – le aseguró sonriente. Acto seguido, se acercó al actor que, de nueva cuenta, había comenzado a pasearse por la sala de su apartamento. – Va a salir todo bien, Terruce. Pero tiene que permanecer en calma – le habló con suavidad una vez que estuvo frente a él, las manos masculinas asidas por las de la mujer.
- ¿Por qué está haciendo todo esto, Amara?
- Porque le tengo gran aprecio, Terruce. Simplemente por ese motivo. Y también porque creo que es hora de que empiece a vivir. Además, creo que, en retribución a todo lo que usted brinda a todos los que tienen la posibilidad de verlo sobre un escenario, ya va siendo hora de que se le devuelva algo de felicidad.
- ¿Qué es lo que la hace estar tan segura de que eso es lo que encontraré después de este plan?
- Sólo he expresado el motivo de mis deseos de ayudarlo. No puedo asegurarle que justamente el resultado de este plan sea la llave hacia la felicidad, porque eso quedará entre usted y la señora… - el súbito fruncimiento de ceño de su interlocutor, la hizo modificar el apellido que estaba a punto de utilizar – la señora Candy – se corrigió inmediatamente. – Pero hay algo que sí sé que podrá sacar indefectiblemente de todo esto.
- ¿Y eso qué es, según usted?
- La verdad.
- ¿La verdad?
- Sí. Tal y como lo oye. La verdad de por qué esa chica, amándolo como lo ama a usted, esté intentando olvidar su amor a toda costa.
- No es seguro que me ame… o que me haya amado siquiera – murmuró Terry con amargura. Más prontamente, una mano se hizo de su barbilla, obligándolo a enfrentar un par de ojos oscuros y almendrados que lo observaban con seriedad.
- Ella lo ama, Terruce. Yo misma se lo garantizo. ¡Cualquiera de los que la vieron en el teatro aquella noche pueden hacerlo!
- Si usted lo dice… - el muy necio le habló como si se hubiera vuelto loca de repente.
- No soy yo la que lo dice, es ella. Sus ojos y su expresión lo gritaron a los cuatro vientos desde aquel palco, aun cuando estaba junto a su marido. Y si usted no ha sido capaz de verlo, pues perdóneme la honestidad pero… ¡es un gran tonto!
- Gracias por el cumplido – obviamente, su gran orgullo herido.
- Por nada. Honor a quien honor merece – replicó la ahora sonriente morena a quien tampoco era fácil ganarle en sarcasmo. – Pero ahora hablando en serio, Terruce. Ya está todo listo para que nuestro plan resulte a la perfección. Sólo prométame una cosa…
- Después de todo lo que está haciendo, Amara, puede pedirme lo que quiera.
- Escuche lo que ella tenga para decirle y, sobre todo… no lo eche a perder.
- Esos son dos pedidos – le señaló con su sonrisa de lado. Esa que hacía mucho, muchísimo tiempo que no adornaba su apuesto semblante.
- Prométalo, o le diré a mi hermano que lo lleve en el sentido contrario – cruzándose de brazos, la mujer lo increpó, aprovechando que acababa de escuchar el conocido sonido de un automóvil aparcando frente al edificio.
- Lo prometo, señorita Davies – accedió Terry y se apresuró a hacerse de su equipaje y dirigirse hacia la salida. – Amara… gracias.
Por fortuna se había ido temprano, en primeras horas de la mañana y la había creído profundamente dormida, o al menos lo suficiente como para no insistir en llamar a su puerta. Y es que, de haberlo hecho, justo hoy, Candy creía que hubiera sido incapaz de soportarlo. No después de lo sucedido la noche anterior, exactamente la noche previa a la tan esperada asunción de Neil a su cargo como gobernador. Y es que el muy… ¡cretino!, sí, otra palabra no encontraba para definirlo, en el momento en que estaba por alistarse para acostarse, le había lanzado la noticia.
En cuestión de horas volvería a ver a Terry y no a la distancia, como en la última oportunidad. Sino frente a frente, ante cientos de personas como testigos y, como si eso fuera poco, seguramente, debería sonreírle alegremente y hasta estrechar su mano para felicitarlo. Sugerir que en la nueva casa Leagan, casi ocurre una catástrofe nuclear, es decir poco. Porque, a pesar de que en un primer momento la rubia intentó mantener la calma y únicamente se limitó a abandonar la habitación en silencio con el fin de tener el espacio suficiente para acomodar sus perturbados pensamientos y sentimientos, el hecho de que Neil fuera tras de ella y la acosara con preguntas, cuestionamientos y sugerencias… la hizo perder totalmente la cabeza.
- ¿Desde cuándo lo sabías, Neil? ¡Dime! ¿Desde cuándo? – lo enfrentó echando humo, con el rostro enrojecido a causa de la furia cuando ya no pudo soportarlo más.
- ¿Y qué te importa desde cuándo lo sé, Candice? Lo sé, te lo acabo de informar y punto.
- Muy bonito, señor Leagan. ¡Hermoso! Entonces yo te informo que mañana a la asunción, deberá acompañarte tu madre, Eliza o cualquier mujer que encuentres por ahí. Porque yo no asistiré ¡y punto!
- ¡Tú no vas a hacer semejante cosa! Así que no vengas con amenazas que sabes bien que no vas a cumplir, Candice.
- ¿Quieres probar si lo que te digo es cierto? Pues, ¡espera a mañana y verás! ¿Qué? ¿Acaso te preocupa lo que diga la gente? Bueno, entonces ¡miénteles! Haz con los demás lo que haces conmigo. No veo que vaya a serte demasiado complicado. Si para eso, eres un especialista.
- ¡Tú no vas a dejarme solo! – los gritos del moreno ya cimbraban las paredes. - ¿Me oíste? – la tomó con fuerza del brazo para que no se alejara, tal y como notó que pretendía.- ¡No vas a dejarme, ni mañana, ni nunca! Eres mi mujer. Y como tal, deberás cumplir tus obligaciones, te guste o no.
- ¡Claro! Soy tu mujer cuando te conviene, ¿no es cierto? Pero no lo soy a la hora de informarme acerca de temas que me conciernen directamente.
- ¡Eso quería escuchar! ¿Entonces resulta que el actorcete sí te concierne directamente? – apretó aún más el agarre, casi al punto de ocasionarle dolor. – Vamos, querida. Admítelo.
- ¡Claro que me concierne! ¡Más cuando te pones así de imbécil con su sola mención y, de paso, me obligas a verlo para alimentar tus deseos de sentirte perseguido!
- Cuida tu lengua, esposa. Y te recuerdo, que ese tipo al que tanto defiendes, no es más que un vulgar asesino que intentó matarme pero que, por error, casi te mata a ti.
- Eso es lo que has venido repitiéndome a diario durante las últimas dos semanas, Neil. Pero, con lo insistente que te has puesto respecto al tema, ya hasta estoy dudando de si realmente es cierto o si se trata de lo que quieres hacerme creer.
- ¿Qué?
- Lo que oyes. Y ahora suéltame. Me estás lastimando.
- No voy a soltarte hasta que me digas que mañana estarás a mi lado.
- Claro que allí estaré – pareció capitular, aunque sus ojos verdes ya demostraban que el desafío continuaba latente. Aguardó a que la liberara del agarre para lanzarlo. – Cumpliré con mi rol a la perfección, no te preocupes. Pero desde ahora, te advierto: eso será solo en público.
- ¿Qué quieres decir con eso, Candice? – le espetó amenazante, al ver que la rubia se dirigía hacia una de las habitaciones de huéspedes y no hacia la que, como matrimonio, compartían.
- Lo que oíste – declaró simplemente, y se disponía a cerrar la puerta tras ella, pero recordó algo y se volvió hacia él. – Por cierto, no te molestes en intentar utilizar tus artilugios de malviviente con esta puerta. Tiene dos pasadores adicionales – y, sin más, se encerró obviando por completo lo que él pudiera querer decir.
El moreno sabía a la perfección que Terruce no había sido el perpetrador de aquel intento de homicidio. Sin embargo, y dado que no podía revelar las reales circunstancias bajo las cuales se habían producido los hechos, ya que, de hacerlo, seguramente él mismo lo perdiera todo, hasta la libertad, tener al actor como chivo expiatorio hubiera sido como matar dos pájaros de un tiro: por una parte, mantener silenciadas ciertas cuestiones que hacían a su pasado reciente en Chicago y, por otra, quitarse definitivamente de encima al individuo que tenía acaparada a su mujer y sus sentimientos. ¡Esa! hubiera sido la respuesta a todas sus plegarias. Pero no. El infeliz se las había apañado para complicarle soberanamente la existencia, dado que ahora, no sólo tenía que ocuparse de su propia seguridad, sino que además debería de lidiar con cierto asuntillo que le estaba quitando el sueño desde que se había enterado: la bendita entrega de las llaves de la ciudad que tendría lugar, justamente, el mismo día de la asunción y que se convertiría, irónicamente, en su primer acto gubernamental.
Todo el camino de regreso hacia el hotel donde la rubia aguardaba su regreso, Neil lo pasó entre despotricando contra su mala suerte, maldiciendo al actor y, también, planificando los pasos a seguir de ahora en adelante. Lo único que pudo resolver en el momento, fue el asegurarse de advertir al personal de seguridad que redoblara sus esfuerzos y que estuviera listo para cualquier eventualidad. Más allá de eso, estaba atado de pies y manos y, a sabiendas de ello, se esforzó por dibujar su mejor sonrisa para presentarse ante quien por él esperaba, presta a emprender el trayecto hacia la ciudad que sería su nuevo hogar: Albany.
. . .
Dos semanas después…
- Amara, ¿está segura de que su padre podrá llevar a cabo lo acordado? – cuestionó a la contadora, en lo que volvía a revisar que no faltara nada en el equipaje que llevaría en su viaje a la capital estatal.
- Pierda cuidado, Terruce. Si él dijo que podrá hacerlo, no fallará – le aseguró sonriente. Acto seguido, se acercó al actor que, de nueva cuenta, había comenzado a pasearse por la sala de su apartamento. – Va a salir todo bien, Terruce. Pero tiene que permanecer en calma – le habló con suavidad una vez que estuvo frente a él, las manos masculinas asidas por las de la mujer.
- ¿Por qué está haciendo todo esto, Amara?
- Porque le tengo gran aprecio, Terruce. Simplemente por ese motivo. Y también porque creo que es hora de que empiece a vivir. Además, creo que, en retribución a todo lo que usted brinda a todos los que tienen la posibilidad de verlo sobre un escenario, ya va siendo hora de que se le devuelva algo de felicidad.
- ¿Qué es lo que la hace estar tan segura de que eso es lo que encontraré después de este plan?
- Sólo he expresado el motivo de mis deseos de ayudarlo. No puedo asegurarle que justamente el resultado de este plan sea la llave hacia la felicidad, porque eso quedará entre usted y la señora… - el súbito fruncimiento de ceño de su interlocutor, la hizo modificar el apellido que estaba a punto de utilizar – la señora Candy – se corrigió inmediatamente. – Pero hay algo que sí sé que podrá sacar indefectiblemente de todo esto.
- ¿Y eso qué es, según usted?
- La verdad.
- ¿La verdad?
- Sí. Tal y como lo oye. La verdad de por qué esa chica, amándolo como lo ama a usted, esté intentando olvidar su amor a toda costa.
- No es seguro que me ame… o que me haya amado siquiera – murmuró Terry con amargura. Más prontamente, una mano se hizo de su barbilla, obligándolo a enfrentar un par de ojos oscuros y almendrados que lo observaban con seriedad.
- Ella lo ama, Terruce. Yo misma se lo garantizo. ¡Cualquiera de los que la vieron en el teatro aquella noche pueden hacerlo!
- Si usted lo dice… - el muy necio le habló como si se hubiera vuelto loca de repente.
- No soy yo la que lo dice, es ella. Sus ojos y su expresión lo gritaron a los cuatro vientos desde aquel palco, aun cuando estaba junto a su marido. Y si usted no ha sido capaz de verlo, pues perdóneme la honestidad pero… ¡es un gran tonto!
- Gracias por el cumplido – obviamente, su gran orgullo herido.
- Por nada. Honor a quien honor merece – replicó la ahora sonriente morena a quien tampoco era fácil ganarle en sarcasmo. – Pero ahora hablando en serio, Terruce. Ya está todo listo para que nuestro plan resulte a la perfección. Sólo prométame una cosa…
- Después de todo lo que está haciendo, Amara, puede pedirme lo que quiera.
- Escuche lo que ella tenga para decirle y, sobre todo… no lo eche a perder.
- Esos son dos pedidos – le señaló con su sonrisa de lado. Esa que hacía mucho, muchísimo tiempo que no adornaba su apuesto semblante.
- Prométalo, o le diré a mi hermano que lo lleve en el sentido contrario – cruzándose de brazos, la mujer lo increpó, aprovechando que acababa de escuchar el conocido sonido de un automóvil aparcando frente al edificio.
- Lo prometo, señorita Davies – accedió Terry y se apresuró a hacerse de su equipaje y dirigirse hacia la salida. – Amara… gracias.
. . .
Por fortuna se había ido temprano, en primeras horas de la mañana y la había creído profundamente dormida, o al menos lo suficiente como para no insistir en llamar a su puerta. Y es que, de haberlo hecho, justo hoy, Candy creía que hubiera sido incapaz de soportarlo. No después de lo sucedido la noche anterior, exactamente la noche previa a la tan esperada asunción de Neil a su cargo como gobernador. Y es que el muy… ¡cretino!, sí, otra palabra no encontraba para definirlo, en el momento en que estaba por alistarse para acostarse, le había lanzado la noticia.
En cuestión de horas volvería a ver a Terry y no a la distancia, como en la última oportunidad. Sino frente a frente, ante cientos de personas como testigos y, como si eso fuera poco, seguramente, debería sonreírle alegremente y hasta estrechar su mano para felicitarlo. Sugerir que en la nueva casa Leagan, casi ocurre una catástrofe nuclear, es decir poco. Porque, a pesar de que en un primer momento la rubia intentó mantener la calma y únicamente se limitó a abandonar la habitación en silencio con el fin de tener el espacio suficiente para acomodar sus perturbados pensamientos y sentimientos, el hecho de que Neil fuera tras de ella y la acosara con preguntas, cuestionamientos y sugerencias… la hizo perder totalmente la cabeza.
- ¿Desde cuándo lo sabías, Neil? ¡Dime! ¿Desde cuándo? – lo enfrentó echando humo, con el rostro enrojecido a causa de la furia cuando ya no pudo soportarlo más.
- ¿Y qué te importa desde cuándo lo sé, Candice? Lo sé, te lo acabo de informar y punto.
- Muy bonito, señor Leagan. ¡Hermoso! Entonces yo te informo que mañana a la asunción, deberá acompañarte tu madre, Eliza o cualquier mujer que encuentres por ahí. Porque yo no asistiré ¡y punto!
- ¡Tú no vas a hacer semejante cosa! Así que no vengas con amenazas que sabes bien que no vas a cumplir, Candice.
- ¿Quieres probar si lo que te digo es cierto? Pues, ¡espera a mañana y verás! ¿Qué? ¿Acaso te preocupa lo que diga la gente? Bueno, entonces ¡miénteles! Haz con los demás lo que haces conmigo. No veo que vaya a serte demasiado complicado. Si para eso, eres un especialista.
- ¡Tú no vas a dejarme solo! – los gritos del moreno ya cimbraban las paredes. - ¿Me oíste? – la tomó con fuerza del brazo para que no se alejara, tal y como notó que pretendía.- ¡No vas a dejarme, ni mañana, ni nunca! Eres mi mujer. Y como tal, deberás cumplir tus obligaciones, te guste o no.
- ¡Claro! Soy tu mujer cuando te conviene, ¿no es cierto? Pero no lo soy a la hora de informarme acerca de temas que me conciernen directamente.
- ¡Eso quería escuchar! ¿Entonces resulta que el actorcete sí te concierne directamente? – apretó aún más el agarre, casi al punto de ocasionarle dolor. – Vamos, querida. Admítelo.
- ¡Claro que me concierne! ¡Más cuando te pones así de imbécil con su sola mención y, de paso, me obligas a verlo para alimentar tus deseos de sentirte perseguido!
- Cuida tu lengua, esposa. Y te recuerdo, que ese tipo al que tanto defiendes, no es más que un vulgar asesino que intentó matarme pero que, por error, casi te mata a ti.
- Eso es lo que has venido repitiéndome a diario durante las últimas dos semanas, Neil. Pero, con lo insistente que te has puesto respecto al tema, ya hasta estoy dudando de si realmente es cierto o si se trata de lo que quieres hacerme creer.
- ¿Qué?
- Lo que oyes. Y ahora suéltame. Me estás lastimando.
- No voy a soltarte hasta que me digas que mañana estarás a mi lado.
- Claro que allí estaré – pareció capitular, aunque sus ojos verdes ya demostraban que el desafío continuaba latente. Aguardó a que la liberara del agarre para lanzarlo. – Cumpliré con mi rol a la perfección, no te preocupes. Pero desde ahora, te advierto: eso será solo en público.
- ¿Qué quieres decir con eso, Candice? – le espetó amenazante, al ver que la rubia se dirigía hacia una de las habitaciones de huéspedes y no hacia la que, como matrimonio, compartían.
- Lo que oíste – declaró simplemente, y se disponía a cerrar la puerta tras ella, pero recordó algo y se volvió hacia él. – Por cierto, no te molestes en intentar utilizar tus artilugios de malviviente con esta puerta. Tiene dos pasadores adicionales – y, sin más, se encerró obviando por completo lo que él pudiera querer decir.