Víspera de Navidad
La luz plateada de la luna vestìa todo el bosque de un aura mágica y cristalina.
Neil no sabìa desde cuàndo acudìa allì, pero lo hacìa cuando se sentía triste o solo o abrumado. Las apariencias importaban mucho en este mundo, por eso jamàs le daba a entender a quienes lo rodeaban, que podía sentirse asì. Todo el mundo debía creer en esa sonrisa socarrona y suspicaz. Todo el mundo debía sentirse intimidado por su mirada de fuego ámbar y todo el mundo debía sentirlo lejano e inalcanzable.
El único lugar donde podía ser èl mismo, era aquella cabaña que había ganado en una noche de suerte con las cartas y que se había convertido en su refugio desde entonces. Se subìa al auto y, con lo puesto, se dirigía como ciego a su refugio. Sin decirle nada a nadie, sin demostrarle nada a nadie.
En aquel lejano paraje, podìa escuchar el aullar de los lobos, que misteriosamente, lo llenaba de calma y sosiego. Podìa ver la luna y las estrellas reflejadas en el cantarìn riachuelo y, en noches como esta, contemplar la pequeña corriente congelada por el frìo del invierno.
Sentìa a la naturaleza viva y latente a su alrededor, como nunca antes había sentido nada.
Se sentò en un el ùtimo escalòn de las gradas que bajaban al rìo y contemplò la noche. La noche de la víspera de Navidad. En donde se suponía debía estar con la familia, departiendo alegre y en paz. Y, sin embargo, su familia lo que menos le transmitìa era alegría y paz. No, esas las encontraba aquí, en soledad, con los búhos y los cervatillos como únicos testigos de sus pensamientos.
Cada vez que ponìa los pies en esa tierra húmeda, su ser se llenaba de una sensaciòn desconocida. No había màs que hacer que dejarse llevar, dejarse envolver por la vida que discurrìa a su alrededor y sentirse abrigado en esas noches frías.
Contemplò como su aliento subìa y se desvanecía entre las sombras indefinidas del bosque y volvió a escuchar el aullido de los lobos en la lejanìa. Cerrò los ojos y escuchò el silencio que lo rodeaba.
Tenìa que ser aquí, en la màs absoluta soledad, donde había venido a encontrar su lugar en el mundo. Su verdadero lugar. Su verdadero hogar. Abriò los ojos y contemplò la cabaña. De su chimenea rùstica brotaba un tìmido humillo que delataba su llegada. El auto estacionado donde se había podido, por la premura de Neil de bajarse y adentrarse en su bosque encantado.
Aquì ni se le ocurrìa encender un cigarrillo. No se le ocurrìa hablar ni correr ni gritar. Aquì se le antojaba adentrarse en el bosque y perderse en sus profundidades misteriosas e inexpugnables. Fluir como el rìo que tenía a sus pies. Reìr con viento, llorar con la lluvia. Aquì sentía la urgencia de dejar sus màscaras y ser èl mismo, cambiar de piel como lo hace la serpiente cuando la antigua es demasiado pequeña, demasiado vieja e inservible.
Se estaba cansando de esas noches infinitas de desenfreno. De los días de lucha sin tregua. Se estaba cansando de sentir el corazón seco, triste y envejecido. …¡Sì, perderse en el infinito de su bosque, sin temor o rencor!
Conocer algo màs de lo que concìa y soñar algo màs de lo que soñaba. …Ser algo màs de lo que era…
Tan embebido se encontraba contemplando el rìo congelado, que no sintió la respiración que tenía en su cuello, hasta que escuchò un pequeño crujido en la madera del escalòn.
Se volvió sorprendido, para toparse con los ojos màs azules que había podido ver en su vida… en la cara del lobo màs blanco que había visto en su vida…
Neil no sabìa desde cuàndo acudìa allì, pero lo hacìa cuando se sentía triste o solo o abrumado. Las apariencias importaban mucho en este mundo, por eso jamàs le daba a entender a quienes lo rodeaban, que podía sentirse asì. Todo el mundo debía creer en esa sonrisa socarrona y suspicaz. Todo el mundo debía sentirse intimidado por su mirada de fuego ámbar y todo el mundo debía sentirlo lejano e inalcanzable.
El único lugar donde podía ser èl mismo, era aquella cabaña que había ganado en una noche de suerte con las cartas y que se había convertido en su refugio desde entonces. Se subìa al auto y, con lo puesto, se dirigía como ciego a su refugio. Sin decirle nada a nadie, sin demostrarle nada a nadie.
En aquel lejano paraje, podìa escuchar el aullar de los lobos, que misteriosamente, lo llenaba de calma y sosiego. Podìa ver la luna y las estrellas reflejadas en el cantarìn riachuelo y, en noches como esta, contemplar la pequeña corriente congelada por el frìo del invierno.
Sentìa a la naturaleza viva y latente a su alrededor, como nunca antes había sentido nada.
Se sentò en un el ùtimo escalòn de las gradas que bajaban al rìo y contemplò la noche. La noche de la víspera de Navidad. En donde se suponía debía estar con la familia, departiendo alegre y en paz. Y, sin embargo, su familia lo que menos le transmitìa era alegría y paz. No, esas las encontraba aquí, en soledad, con los búhos y los cervatillos como únicos testigos de sus pensamientos.
Cada vez que ponìa los pies en esa tierra húmeda, su ser se llenaba de una sensaciòn desconocida. No había màs que hacer que dejarse llevar, dejarse envolver por la vida que discurrìa a su alrededor y sentirse abrigado en esas noches frías.
Contemplò como su aliento subìa y se desvanecía entre las sombras indefinidas del bosque y volvió a escuchar el aullido de los lobos en la lejanìa. Cerrò los ojos y escuchò el silencio que lo rodeaba.
Tenìa que ser aquí, en la màs absoluta soledad, donde había venido a encontrar su lugar en el mundo. Su verdadero lugar. Su verdadero hogar. Abriò los ojos y contemplò la cabaña. De su chimenea rùstica brotaba un tìmido humillo que delataba su llegada. El auto estacionado donde se había podido, por la premura de Neil de bajarse y adentrarse en su bosque encantado.
Aquì ni se le ocurrìa encender un cigarrillo. No se le ocurrìa hablar ni correr ni gritar. Aquì se le antojaba adentrarse en el bosque y perderse en sus profundidades misteriosas e inexpugnables. Fluir como el rìo que tenía a sus pies. Reìr con viento, llorar con la lluvia. Aquì sentía la urgencia de dejar sus màscaras y ser èl mismo, cambiar de piel como lo hace la serpiente cuando la antigua es demasiado pequeña, demasiado vieja e inservible.
Se estaba cansando de esas noches infinitas de desenfreno. De los días de lucha sin tregua. Se estaba cansando de sentir el corazón seco, triste y envejecido. …¡Sì, perderse en el infinito de su bosque, sin temor o rencor!
Conocer algo màs de lo que concìa y soñar algo màs de lo que soñaba. …Ser algo màs de lo que era…
Tan embebido se encontraba contemplando el rìo congelado, que no sintió la respiración que tenía en su cuello, hasta que escuchò un pequeño crujido en la madera del escalòn.
Se volvió sorprendido, para toparse con los ojos màs azules que había podido ver en su vida… en la cara del lobo màs blanco que había visto en su vida…
El lobo lo observaba fijamente, mansamente. Los ojos color ámbar de Neil relumbraron en la oscuridad y como si el lobo hubiese leído sus pensamientos, se acercò a èl. Neil colocò su mano en la frente del lobo, mientras èste emitìa un leve gruñido y cerraba los ojos.
Neil acariciò el suave pelaje y percibió el calor que emanaba del lobo. Su silenciosa majestad lo conmovía y abrumaba. Sin darse cuenta, sus ojos se llenaron de làgrimas, mientras empezaba a sollozar y mientras su llanto llenaba el tranquilo paraje nocturno, de todas partes a su alrededor, los lobos aullaban mientras èl sollozaba.
El gran lobo se acercò a Neil y este lo abrazò sin pensarlo. Abrazò su tranquila imponencia, su ternura infinita. Abrazò su calor de hogar, su pureza sin par, dejándose inundar por esa existencia misteriosa y poderosa. Llena de lunas y soles, llena de bosques y parajes. Llena de otras existencias.
Neil sintió que ese abrazo derretía todo el hielo de su corazón, como si la primavera hubiese llegado a èl en pleno invierno. Como si fuesen rayos de sol los que lo bañaran en vez de la claridad cristalina de la luna llena. Como si naciera de nuevo, como si su propio ser fuera uno con el lobo blanco que lo envolvía en su calor.
Y al abrir los ojos, se dio cuenta por vez primera, que lo que tenía frente a sì, era la màs hermosa mujer que hubiese podido ver jamàs. Su cabello blanco se confundìa con la nieve que los rodeaba y sus ojos eran tan puros como la corriente del rìo, como el cielo primaveral.
Su cuerpo desnudo no despertó en Neil las bajas pasiones a las que estaba acostumbrado; lo observaba maravillado, con el asombro de la obra de arte que se contempla por primera vez.
Los ojos de la mujer le sonrieron. Extendiò su blaca mano y Neil la tomò sin sombra de temor. Con su otro brazo extendido, le indicó que observara a su alrededor. Habìa lobos por todas partes. Blancos, grises, negros. Sus ojos brillaban en la noche como invernales luciérnagas que todo lo veìan y todo lo entendían.
Neil volvió su mirada a la mujer. Y en ese instante lo supo. Querìa perderse en los ojos azules que lo veìan. Perderse en su calor y en su historia y perderse en la historia de todos los lobos que los rodaban.
Y los ojos de la mujer volvieron a sonreír. Sosteniendo la mano de Neil, colocò su brazo alrededor de èl y mientras los lobos aullaban, en la fresca nieve, podían observarse las huellas de dos lobos adentrándose en la espesura plateada del bosque.
Neil acariciò el suave pelaje y percibió el calor que emanaba del lobo. Su silenciosa majestad lo conmovía y abrumaba. Sin darse cuenta, sus ojos se llenaron de làgrimas, mientras empezaba a sollozar y mientras su llanto llenaba el tranquilo paraje nocturno, de todas partes a su alrededor, los lobos aullaban mientras èl sollozaba.
El gran lobo se acercò a Neil y este lo abrazò sin pensarlo. Abrazò su tranquila imponencia, su ternura infinita. Abrazò su calor de hogar, su pureza sin par, dejándose inundar por esa existencia misteriosa y poderosa. Llena de lunas y soles, llena de bosques y parajes. Llena de otras existencias.
Neil sintió que ese abrazo derretía todo el hielo de su corazón, como si la primavera hubiese llegado a èl en pleno invierno. Como si fuesen rayos de sol los que lo bañaran en vez de la claridad cristalina de la luna llena. Como si naciera de nuevo, como si su propio ser fuera uno con el lobo blanco que lo envolvía en su calor.
Y al abrir los ojos, se dio cuenta por vez primera, que lo que tenía frente a sì, era la màs hermosa mujer que hubiese podido ver jamàs. Su cabello blanco se confundìa con la nieve que los rodeaba y sus ojos eran tan puros como la corriente del rìo, como el cielo primaveral.
Su cuerpo desnudo no despertó en Neil las bajas pasiones a las que estaba acostumbrado; lo observaba maravillado, con el asombro de la obra de arte que se contempla por primera vez.
Los ojos de la mujer le sonrieron. Extendiò su blaca mano y Neil la tomò sin sombra de temor. Con su otro brazo extendido, le indicó que observara a su alrededor. Habìa lobos por todas partes. Blancos, grises, negros. Sus ojos brillaban en la noche como invernales luciérnagas que todo lo veìan y todo lo entendían.
Neil volvió su mirada a la mujer. Y en ese instante lo supo. Querìa perderse en los ojos azules que lo veìan. Perderse en su calor y en su historia y perderse en la historia de todos los lobos que los rodaban.
Y los ojos de la mujer volvieron a sonreír. Sosteniendo la mano de Neil, colocò su brazo alrededor de èl y mientras los lobos aullaban, en la fresca nieve, podían observarse las huellas de dos lobos adentrándose en la espesura plateada del bosque.