Mauretania de “Su gracia”
Los personajes de Candy Candy son propiedad de Mizuki e Igarashi y TOEI Animation Co., Tokio, 1976. Usados en este fic sin fines de lucro.
Capítulo 1. La chica de la gaviota.
Terrence no recordaba cuándo había sido la primera vez que se había embriagado en su vida. Quizás fue cuando le robó a su padre el mejor vino de su cava… no. Tal vez fue cuando lo acompañó a Moscú, el frío se le metía hasta los huesos y entonces el vodka se reveló como el mejor aliado; aquella noche no supo cómo llegó al hotel, lo único que recordaba era el interminable sermón de su padre y la chillona voz de la Duquesa de Grandchester quejándose por haberlo incluido en la recepción del Zar. Me parece que no… tampoco fue en Moscú; debió haber sido cuando mi padre me encontró con esa botella de tequila tirado en la alfombra, me parece haber entendido que era una botella artesanal, quién sabe qué embajador mexicano se la había regalado cuando se conocieron en una fiesta en Madrid… un tal Poza, me parece.
Era demasiado joven, apenas un adolescente, cuando descubrió que si se alcoholizaba, las penas se disipaban. Aunque fuera por un breve momento. Durante su época de colegial no la había pasado tampoco nada bien. Usualmente salía del colegio y se metía a algún bar, incluso si no era de buena reputación. Por un tiempo lo había dejado; solo en aquéllos momentos en que una chica con pecas se había arriesgado por ayudarlo a sanar sus heridas, consecuencias de una pelea callejera y a su vez, consecuencia de su decisión de salir a beber alcohol. Se mantuvo sobrio hasta que ella desapareció de su vida. Hasta que ella decidió dejarlo ahí, en esas horrorosas escaleras… ella se marchó y entonces, él se devolvió al único consuelo que conocía hasta el momento. Hasta la tarde de aquella gloriosa visión, en que se le apareció como un ángel, un ángel triste mirándolo como si pudiese atravesar su piel y mirar su vacío… su grande y eterno vacío… su terrible y malicioso abismo, en aquella carpa sucia y maltrecha.
Aquellas habían sido las únicas ocasiones en que Terry había sucumbido ante el alcohol hasta no saber de él. Después había aprendido a medirse. Si bien no era un abstemio, al menos ya había aprendido a discernir las señales del momento apropiado para detenerse: Cuando comenzaba a ver a su padre como un hombre cariñoso, cuando le parecía que la cara de cerdo de su madrastra se transformaba en el de una mujer gentil; era entonces cuando Terry dejaba de beber.
Sin embargo, después de muchas ocasiones de autocontrol, esta noche había sucumbido, Terry Grandchester miraba entre la niebla de sus ojos el diario cuidadosamente colocado sobre su escritorio. La vista lo traicionaba, las imágenes giraban a su alrededor como burlándose de él, rostros de tiempos antiguos aparecían y desaparecían súbitamente, como flashes. Era 1935, había participado en septiembre del año anterior en el último viaje del Mauretania, invitado junto a otras muchas personalidades por haber sido un cliente preferente de la embarcación que había sido conocida como la “White Queen” en la época de su servicio durante la primera guerra mundial.
Aunque Terry prefería evitar las muchedumbres, no había podido negarse a la ceremonia final antes de que el barco fuera al desguace. Comprendía perfecto el que uno de sus afamados capitanes se hubiera negado a ir, había argumentado que prefería recordar a “Maury” tal como había sido: una embarcación gloriosa y soberbia.
Esta tarde, la compañía Hampton & Sons había comenzado con la subasta de los interiores, muebles y objetos valiosos del Mauretania, así que él había pujado vía telefónica de manera anónima por algunos objetos. El lote de esta tarde había sido el primero. Habían cerrado con la mejor puja del día: El diario del capitán Wold, que había muerto sin heredero y lo había donado a la compañía Cunard.
Terrence Graham Grandchester se sintió pequeño ante el recuerdo que asaltó su más cara memoria. Había leído la descripción del último viaje del capitán durante la última semana de diciembre de 1912. El lenguaje usado por el hombre del mar estaba totalmente conmovido ante el comportamiento dulce y tierno de una jovencita rubia, de enormes y expresivos ojos verdes con el espíritu más fuerte y noble que el viejo capitán hubiese visto. El hombre había narrado la historia, según él mismo había dicho, cuando todavía estaban sobre las aguas del Atlántico, la escritura, aunque esmerada, revelaba que en realidad sí: había sido escrita sobre el balanceo de las olas. Esto ayudó a que Terry pudiera revivir con mayor nitidez las cosas que el capitán narraba.
El viaje estaba programado para cinco días, sin embargo, fue desde la segunda mañana que Terry descubrió a aquélla atípica jovencita:
Era una mañana muy fría, los pasajeros aún no se atrevían a abandonar sus camarotes, así que los paseos de la cubierta estaban prácticamente vacíos. Esta no era la primera vez de “Su gracia” en el elegante transatlántico, por su experiencia adivinó que el Verandah café seguramente estaba desolado, quizás podría ser uno de los primeros en leer uno de los periódicos que se imprimían cada mañana en el barco.
Se dirigió a la cubierta de los botes y entonces la descubrió. Ella caminaba a toda prisa hablando con alguien, sin embargo, estaba sola; no había nadie con ella. Terry creyó que estaba loca, debía de ser una de esas chicas excéntricas que gustan de llamar la atención. Fue entonces que escuchó un sonido hasta entonces desconocido, como de un animal herido, y la vio apresurar su paso. Pronto llegaron al Verandah, con su vista primero a la cubierta de los botes y luego a la inmensidad del mar; Terry decidió que podía contemplar a la jovencita si elegía estratégicamente un buen lugar y podía hacerlo, ya que tal como lo adivinó, el café estaba solo. El estilo edwardiano estaba en cada detalle del majestuoso barco, incluso en ese café al aire libre, donde habían colocado estratégicamente algunas isletas de palmeras que su gracia aprovechó para protegerse de la visión de la extraña jovencita que por alguna razón provocaba en él reacciones estúpidas, como seguirla, vigilarla y esconderse, por ejemplo.
Se sentía estúpido. Hasta ahora solo la había visto de espalda, con su elegante vestido de viaje de fina lana, con su cabello flotando en el viento, desprendiendo su voz como suaves notas musicales al hablar. Finalmente, desde su escondite descubrió con quién hablaba tan cariñosamente; la chica sí estaba acompañada… de… de… de su mascota., pero no era un Beagle, un Yorkshire o un Foxhound, como acostumbraban las familias aristócratas inglesas; no. Era un extraño animal que emitía delicados gemidos y la miraba con cierta urgencia. Para terminar el cuadro, Terrence vio al capitán del barco, en la cubierta de los botes, fumando su enorme pipa, también ocupado en contemplar a la jovencita rubia de hermoso cabello dorado y rizado.
Ambos contemplaron la escena cuando la chica tomó entre sus brazos una gaviota herida:
-¡Oh! Esta gaviota pegó contra el barco – la joven se agachó con preocupación y tomó el ave entre sus manos bondadosamente –. Está lastimada, ¿por eso viniste a buscarme, Clint? – Candy acurrucó la gaviota en su regazo y se dirigió al comedor principal a buscar ayuda –. Pobre gaviota – la escuchó decir Terry mientras se escondía detrás del periódico y la miraba pasar apesadumbrada sin poder dejar de mirarla.
-Buen día, su gracia – una voz detrás de él lo distrajo. Los colores se le subieron al rostro cuando se sintió descubierto. Tuvo que disimular su extraño nuevo interés.
-Es una joven agradable – dijo el capitán con aire paternal sin despegar la vista del caminar de Candy – ¿no tiene usted curiosidad por saber el desenlace de la historia?
Terry se había perdido en la conversación. Aún no lograba desprenderse de la profundidad de esos ojos verdes caritativos, así que no sabía qué debía responder. Solo atinó a devolver la cortesía:
-Buen día, Capitán Wold – apenas dijo sin saber de dónde había salido aquel tono tan trémulo.
-Si yo tuviera cuarenta años menos, seguramente querría saber qué es lo que sucede con la gaviota.
-¿Cómo dice?
-Digo que es hora de desayunar. Le recomiendo que pase usted al comedor. Hay una mesa llena de frutas, cereales, panes y jugos que seguramente serán más nutritivos que una taza de café – ¿había un tierno desafío en la invitación del capitán?
-¿Desayuno… nutritivo… comedor? – preguntó Terry, como queriendo hilar las ideas.
-Así es. Si se apresura, aún puede encontrar lo mejor del buffet… en el comedor – insistió el capitán sin abandonar su aire paternal.
-Sí, por supuesto, usted tiene razón, es más nutritivo – Terry se levantó de inmediato con una sonrisa y con movimientos un poco torpes. Dejó el periódico sobre la pequeña mesa y salió corriendo hasta el comedor.
Las elegantes puertas del comedor de primera clase se abrieron y la elegante figura de un servicial hombre vestido elegante mente le dio la bienvenida.
-Su gracia, bienvenido.
-¡No soy veterinario, examino seres humanos! – el fuerte golpe con el puño sobre una de las mesas sobresaltó al Terry y a varios comensales.
-Su gracia, por favor, perdone el mal momento – le suplicó el mismo hombre, pero Terry solo le pidió silencio levantando su mano, sin mirarlo, porque no podía dejar de mirar a esa chiquilla que no se amedrentó ante el médico.
-Pero una gaviota también es un ser viviente, ¿no le parece, doctor?
-¡No me molestes más, soy un profesional!
-Pecosa entrometida – rio Terry por lo bajo – no debiste molestarlo.
De pronto todo su cuerpo vibró emocionado cuando la vio así, tan indefensa, atrayendo con mayor amor y protección el desvalido animal a su cuerpo. Le pareció que sus ojos se humedecían y de pronto se sintió muy enojado hacia el médico.
-Señorita, Candy, vamos a nuestro camarote – escuchó decir a un hombre que se acercó a ella.
Por alguna razón extraña tuvo deseo de consolarla. De abrazarla, de ayudarla. Vio cómo el hombre puso su mano sobre el hombro de la pecosa y le dijo:
-No se preocupe, ahí tenemos botiquín de primeros auxilios.
Terry se olvidó de desayunar. Tenía la imperante necesidad de continuar con su pesquisa sobre esa chiquilla. Pocos segundos después se vio siguiendo a una distancia prudente a George y Candy. Así fue como descubrió que la pecosa debía ser parte de una familia rica, pues su camarote era de los más lujosos, de los destinados a los aristócratas, era el camarote continuo al de él.
oOoOoOoOo
De mi escritorio: Me siento feliz de iniciar nuevamente en la Guerra Florida una historia. Experimentaré con capítulos más pequeños de los que usualmente escribo, porque creo que así lo amerita este evento. Espero que les guste este nuevo viaje. Gracias por leer!!! Por favor, disculpen si encuentran errores. No lo he editado, pero prometo hacerlo.
Malinalli, para la Guerra Florida, a 3 de abril de 2018. Torreón, Coahuila, México.
Los personajes de Candy Candy son propiedad de Mizuki e Igarashi y TOEI Animation Co., Tokio, 1976. Usados en este fic sin fines de lucro.
Capítulo 1. La chica de la gaviota.
Terrence no recordaba cuándo había sido la primera vez que se había embriagado en su vida. Quizás fue cuando le robó a su padre el mejor vino de su cava… no. Tal vez fue cuando lo acompañó a Moscú, el frío se le metía hasta los huesos y entonces el vodka se reveló como el mejor aliado; aquella noche no supo cómo llegó al hotel, lo único que recordaba era el interminable sermón de su padre y la chillona voz de la Duquesa de Grandchester quejándose por haberlo incluido en la recepción del Zar. Me parece que no… tampoco fue en Moscú; debió haber sido cuando mi padre me encontró con esa botella de tequila tirado en la alfombra, me parece haber entendido que era una botella artesanal, quién sabe qué embajador mexicano se la había regalado cuando se conocieron en una fiesta en Madrid… un tal Poza, me parece.
Era demasiado joven, apenas un adolescente, cuando descubrió que si se alcoholizaba, las penas se disipaban. Aunque fuera por un breve momento. Durante su época de colegial no la había pasado tampoco nada bien. Usualmente salía del colegio y se metía a algún bar, incluso si no era de buena reputación. Por un tiempo lo había dejado; solo en aquéllos momentos en que una chica con pecas se había arriesgado por ayudarlo a sanar sus heridas, consecuencias de una pelea callejera y a su vez, consecuencia de su decisión de salir a beber alcohol. Se mantuvo sobrio hasta que ella desapareció de su vida. Hasta que ella decidió dejarlo ahí, en esas horrorosas escaleras… ella se marchó y entonces, él se devolvió al único consuelo que conocía hasta el momento. Hasta la tarde de aquella gloriosa visión, en que se le apareció como un ángel, un ángel triste mirándolo como si pudiese atravesar su piel y mirar su vacío… su grande y eterno vacío… su terrible y malicioso abismo, en aquella carpa sucia y maltrecha.
Aquellas habían sido las únicas ocasiones en que Terry había sucumbido ante el alcohol hasta no saber de él. Después había aprendido a medirse. Si bien no era un abstemio, al menos ya había aprendido a discernir las señales del momento apropiado para detenerse: Cuando comenzaba a ver a su padre como un hombre cariñoso, cuando le parecía que la cara de cerdo de su madrastra se transformaba en el de una mujer gentil; era entonces cuando Terry dejaba de beber.
Sin embargo, después de muchas ocasiones de autocontrol, esta noche había sucumbido, Terry Grandchester miraba entre la niebla de sus ojos el diario cuidadosamente colocado sobre su escritorio. La vista lo traicionaba, las imágenes giraban a su alrededor como burlándose de él, rostros de tiempos antiguos aparecían y desaparecían súbitamente, como flashes. Era 1935, había participado en septiembre del año anterior en el último viaje del Mauretania, invitado junto a otras muchas personalidades por haber sido un cliente preferente de la embarcación que había sido conocida como la “White Queen” en la época de su servicio durante la primera guerra mundial.
Aunque Terry prefería evitar las muchedumbres, no había podido negarse a la ceremonia final antes de que el barco fuera al desguace. Comprendía perfecto el que uno de sus afamados capitanes se hubiera negado a ir, había argumentado que prefería recordar a “Maury” tal como había sido: una embarcación gloriosa y soberbia.
Esta tarde, la compañía Hampton & Sons había comenzado con la subasta de los interiores, muebles y objetos valiosos del Mauretania, así que él había pujado vía telefónica de manera anónima por algunos objetos. El lote de esta tarde había sido el primero. Habían cerrado con la mejor puja del día: El diario del capitán Wold, que había muerto sin heredero y lo había donado a la compañía Cunard.
Terrence Graham Grandchester se sintió pequeño ante el recuerdo que asaltó su más cara memoria. Había leído la descripción del último viaje del capitán durante la última semana de diciembre de 1912. El lenguaje usado por el hombre del mar estaba totalmente conmovido ante el comportamiento dulce y tierno de una jovencita rubia, de enormes y expresivos ojos verdes con el espíritu más fuerte y noble que el viejo capitán hubiese visto. El hombre había narrado la historia, según él mismo había dicho, cuando todavía estaban sobre las aguas del Atlántico, la escritura, aunque esmerada, revelaba que en realidad sí: había sido escrita sobre el balanceo de las olas. Esto ayudó a que Terry pudiera revivir con mayor nitidez las cosas que el capitán narraba.
El viaje estaba programado para cinco días, sin embargo, fue desde la segunda mañana que Terry descubrió a aquélla atípica jovencita:
Era una mañana muy fría, los pasajeros aún no se atrevían a abandonar sus camarotes, así que los paseos de la cubierta estaban prácticamente vacíos. Esta no era la primera vez de “Su gracia” en el elegante transatlántico, por su experiencia adivinó que el Verandah café seguramente estaba desolado, quizás podría ser uno de los primeros en leer uno de los periódicos que se imprimían cada mañana en el barco.
Se dirigió a la cubierta de los botes y entonces la descubrió. Ella caminaba a toda prisa hablando con alguien, sin embargo, estaba sola; no había nadie con ella. Terry creyó que estaba loca, debía de ser una de esas chicas excéntricas que gustan de llamar la atención. Fue entonces que escuchó un sonido hasta entonces desconocido, como de un animal herido, y la vio apresurar su paso. Pronto llegaron al Verandah, con su vista primero a la cubierta de los botes y luego a la inmensidad del mar; Terry decidió que podía contemplar a la jovencita si elegía estratégicamente un buen lugar y podía hacerlo, ya que tal como lo adivinó, el café estaba solo. El estilo edwardiano estaba en cada detalle del majestuoso barco, incluso en ese café al aire libre, donde habían colocado estratégicamente algunas isletas de palmeras que su gracia aprovechó para protegerse de la visión de la extraña jovencita que por alguna razón provocaba en él reacciones estúpidas, como seguirla, vigilarla y esconderse, por ejemplo.
Se sentía estúpido. Hasta ahora solo la había visto de espalda, con su elegante vestido de viaje de fina lana, con su cabello flotando en el viento, desprendiendo su voz como suaves notas musicales al hablar. Finalmente, desde su escondite descubrió con quién hablaba tan cariñosamente; la chica sí estaba acompañada… de… de… de su mascota., pero no era un Beagle, un Yorkshire o un Foxhound, como acostumbraban las familias aristócratas inglesas; no. Era un extraño animal que emitía delicados gemidos y la miraba con cierta urgencia. Para terminar el cuadro, Terrence vio al capitán del barco, en la cubierta de los botes, fumando su enorme pipa, también ocupado en contemplar a la jovencita rubia de hermoso cabello dorado y rizado.
Ambos contemplaron la escena cuando la chica tomó entre sus brazos una gaviota herida:
-¡Oh! Esta gaviota pegó contra el barco – la joven se agachó con preocupación y tomó el ave entre sus manos bondadosamente –. Está lastimada, ¿por eso viniste a buscarme, Clint? – Candy acurrucó la gaviota en su regazo y se dirigió al comedor principal a buscar ayuda –. Pobre gaviota – la escuchó decir Terry mientras se escondía detrás del periódico y la miraba pasar apesadumbrada sin poder dejar de mirarla.
-Buen día, su gracia – una voz detrás de él lo distrajo. Los colores se le subieron al rostro cuando se sintió descubierto. Tuvo que disimular su extraño nuevo interés.
-Es una joven agradable – dijo el capitán con aire paternal sin despegar la vista del caminar de Candy – ¿no tiene usted curiosidad por saber el desenlace de la historia?
Terry se había perdido en la conversación. Aún no lograba desprenderse de la profundidad de esos ojos verdes caritativos, así que no sabía qué debía responder. Solo atinó a devolver la cortesía:
-Buen día, Capitán Wold – apenas dijo sin saber de dónde había salido aquel tono tan trémulo.
-Si yo tuviera cuarenta años menos, seguramente querría saber qué es lo que sucede con la gaviota.
-¿Cómo dice?
-Digo que es hora de desayunar. Le recomiendo que pase usted al comedor. Hay una mesa llena de frutas, cereales, panes y jugos que seguramente serán más nutritivos que una taza de café – ¿había un tierno desafío en la invitación del capitán?
-¿Desayuno… nutritivo… comedor? – preguntó Terry, como queriendo hilar las ideas.
-Así es. Si se apresura, aún puede encontrar lo mejor del buffet… en el comedor – insistió el capitán sin abandonar su aire paternal.
-Sí, por supuesto, usted tiene razón, es más nutritivo – Terry se levantó de inmediato con una sonrisa y con movimientos un poco torpes. Dejó el periódico sobre la pequeña mesa y salió corriendo hasta el comedor.
Las elegantes puertas del comedor de primera clase se abrieron y la elegante figura de un servicial hombre vestido elegante mente le dio la bienvenida.
-Su gracia, bienvenido.
-¡No soy veterinario, examino seres humanos! – el fuerte golpe con el puño sobre una de las mesas sobresaltó al Terry y a varios comensales.
-Su gracia, por favor, perdone el mal momento – le suplicó el mismo hombre, pero Terry solo le pidió silencio levantando su mano, sin mirarlo, porque no podía dejar de mirar a esa chiquilla que no se amedrentó ante el médico.
-Pero una gaviota también es un ser viviente, ¿no le parece, doctor?
-¡No me molestes más, soy un profesional!
-Pecosa entrometida – rio Terry por lo bajo – no debiste molestarlo.
De pronto todo su cuerpo vibró emocionado cuando la vio así, tan indefensa, atrayendo con mayor amor y protección el desvalido animal a su cuerpo. Le pareció que sus ojos se humedecían y de pronto se sintió muy enojado hacia el médico.
-Señorita, Candy, vamos a nuestro camarote – escuchó decir a un hombre que se acercó a ella.
Por alguna razón extraña tuvo deseo de consolarla. De abrazarla, de ayudarla. Vio cómo el hombre puso su mano sobre el hombro de la pecosa y le dijo:
-No se preocupe, ahí tenemos botiquín de primeros auxilios.
Terry se olvidó de desayunar. Tenía la imperante necesidad de continuar con su pesquisa sobre esa chiquilla. Pocos segundos después se vio siguiendo a una distancia prudente a George y Candy. Así fue como descubrió que la pecosa debía ser parte de una familia rica, pues su camarote era de los más lujosos, de los destinados a los aristócratas, era el camarote continuo al de él.
oOoOoOoOo
De mi escritorio: Me siento feliz de iniciar nuevamente en la Guerra Florida una historia. Experimentaré con capítulos más pequeños de los que usualmente escribo, porque creo que así lo amerita este evento. Espero que les guste este nuevo viaje. Gracias por leer!!! Por favor, disculpen si encuentran errores. No lo he editado, pero prometo hacerlo.
Malinalli, para la Guerra Florida, a 3 de abril de 2018. Torreón, Coahuila, México.