Antes de Siempre…
La capa estaba colocada sobre el mueble de la entrada, una espada reluciente se encontraba a su lado, con un brillo y un peso que no era común en ese lugar. Él lo sabía, no era común pero era su capricho personal, podía darse algunos y este era de los pocos que se permitía en su rutina.
Recordó aquellas clases de esgrima, su maestro era un conocido espadachín de la antigua guardia de la corte, un verdadero maestro, tuvo la suerte que no se había negado a enseñarle aunque había sido más estricto con él que con otros estudiantes, y se lo agradecia.
Las primeras lecciones eran solo ejercicios de posición y calentamiento, pero le permitieron darse cuenta del entorno donde se encontraba, en medio de aquel mundo que su padre tanto defendía pero que a él lo asfixiaba, ni siquiera aquí podía librarse de las miradas de reprobación de ayas y mayordomos que acompañaban a los jóvenes amos a la clase del maestro. Tenía que estar aquí, el maestro no daba clases privadas y era el único espadachín de su talla que había aceptado tener al hijo bastardo del duque bajo su tutela.
Las siguientes lecciones fueron cada vez más duras, tenía que cumplir el entrenamiento, además de soportar las miradas y burlas que lo rodeaban.
Siempre le exigió el doble, nunca pudo pasar un error por alto, desde pequeño era orgulloso, y había aprendido a temprana edad que no era bienvenido en muchos lugares, y el maestro vio esto antes que él pudiese comprenderlo.
Poco a poco fue superando a sus compañeros, en solitario, ejercitándose más que otros, el tiempo lo era todo y él quería aprovecharlo.
Hasta que un día el maestro de esgrima no le dijo nada, lo dejo combatir y solo al final cuando había derrotado a su oponente se le acercó, tomó su propia espada y la puso en la mano del joven con estas palabras:
Tu no desperdicies tu vida buscando la aprobación de la corte, será un honor que lleves esta espada donde vayas mi joven amigo.
Un golpe sonó para recordarle que era la hora, el momento de enfrentarse a su destino una noche más. Había recorrido un largo camino hasta aquí, pero llevaba el recuerdo del maestro de esgrima como un recordatorio de que con esfuerzo y dedicación era posible.
Otro golpe y se preparó con la capa y la espada de su antiguo maestro, abrió la puerta y demostró una noche más quién era él, los periódicos lo confirman al día siguiente:
“El mejor Hamlet de la historia. Terry Grandchester el mejor actor de su generación”.
La capa estaba colocada sobre el mueble de la entrada, una espada reluciente se encontraba a su lado, con un brillo y un peso que no era común en ese lugar. Él lo sabía, no era común pero era su capricho personal, podía darse algunos y este era de los pocos que se permitía en su rutina.
Recordó aquellas clases de esgrima, su maestro era un conocido espadachín de la antigua guardia de la corte, un verdadero maestro, tuvo la suerte que no se había negado a enseñarle aunque había sido más estricto con él que con otros estudiantes, y se lo agradecia.
Las primeras lecciones eran solo ejercicios de posición y calentamiento, pero le permitieron darse cuenta del entorno donde se encontraba, en medio de aquel mundo que su padre tanto defendía pero que a él lo asfixiaba, ni siquiera aquí podía librarse de las miradas de reprobación de ayas y mayordomos que acompañaban a los jóvenes amos a la clase del maestro. Tenía que estar aquí, el maestro no daba clases privadas y era el único espadachín de su talla que había aceptado tener al hijo bastardo del duque bajo su tutela.
Las siguientes lecciones fueron cada vez más duras, tenía que cumplir el entrenamiento, además de soportar las miradas y burlas que lo rodeaban.
Siempre le exigió el doble, nunca pudo pasar un error por alto, desde pequeño era orgulloso, y había aprendido a temprana edad que no era bienvenido en muchos lugares, y el maestro vio esto antes que él pudiese comprenderlo.
Poco a poco fue superando a sus compañeros, en solitario, ejercitándose más que otros, el tiempo lo era todo y él quería aprovecharlo.
Hasta que un día el maestro de esgrima no le dijo nada, lo dejo combatir y solo al final cuando había derrotado a su oponente se le acercó, tomó su propia espada y la puso en la mano del joven con estas palabras:
Tu no desperdicies tu vida buscando la aprobación de la corte, será un honor que lleves esta espada donde vayas mi joven amigo.
Un golpe sonó para recordarle que era la hora, el momento de enfrentarse a su destino una noche más. Había recorrido un largo camino hasta aquí, pero llevaba el recuerdo del maestro de esgrima como un recordatorio de que con esfuerzo y dedicación era posible.
Otro golpe y se preparó con la capa y la espada de su antiguo maestro, abrió la puerta y demostró una noche más quién era él, los periódicos lo confirman al día siguiente:
“El mejor Hamlet de la historia. Terry Grandchester el mejor actor de su generación”.