** Musas Ardley ** Morir de amor ** Apología No. 1 para Albert y George ** Songfic corte yaoi **
Este final lo debía desde el año pasado (me muero de la vergüenza), así que pueden buscar la primera parte: Goodbye Horses. Lo termino este año, esperando que la musa no me abandone mucho tiempo. Morir de amor, con Miguel Bosé y Los Angeles Azules de Iztapalapa (las que viven en CDMX, los conocerán. Ya saben, los personajes pertenecen a Mizuki e Igarashi.
¿Qué es morir de amor
Morir de amor por dentro?
Es quedarme sin tu luz
Es perderte en un momento...
Huí.
Huí de él.
Huí como el cobarde que soy. Huí no por horror a lo que él me confesó. Sino porque yo siento lo mismo por él desde hace muchos años. Huí porque mi corazón amenazó con desbordar mis sentimientos y mis brazos amenazaron con estrecharlo contra mí, y mis labios amenazaron con apretarse sobre los suyos. Tantos años de esconder mi naturaleza rindieron sus frutos, pues ante mi partida, seguramente él pensó que me sentí ofendido ante su confesión.
Mi querido William, si tú supieras cuánto te quiero. Va más allá de la lealtad y agradecimiento que pueda yo sentir hacia tu padre, quien me salvó de un destino oscuro y con miras a la deshonra. Nunca supo sir William C. Andley lo cerca que estuve de prostituirme para sobrevivir. Y aunque era muy joven cuando fui rescatado por él, sabía muy bien que yo hubiese sido presa fácil de mi propia hambre y de cualquier tipo sin escrúpulos.
¿Por qué soy como soy? Ni yo lo sé. Puedo suponer que los hombres heterosexuales no se preguntan lo mismo que yo. Puesto que es lo que se espera de ellos. Por mi parte, tengo años de preguntas incontestadas. Y esperando, además, que William, el objeto de mi afecto más profundo, siguiese el camino marcado por su padre.
Y medio resignado como estaba, me encuentro con que él siente lo mismo por mí.
Y no puedo aceptarlo, tal como yo lo deseo. Por mucho que lo desee. Porque en las manos de William descansa no sólo su futuro y destino, sino el del clan de renombre y rancio abolengo.
¿Cómo puedo yo decirte que lo siento?
Que tu ausencia es mi dolor
Que yo sin tu amor me muero
Morir de amor
Despacio y en silencio sin saber…
Si todo lo que he dado te llegó… a tiempo
William me dejó ver que la adopción de la señorita Candy fue para cumplir con la misión que tiene de proporcionar un heredero a la familia. ¡Qué muchacho! Sabe, tan bien como yo lo sé, que el consejo Andley nunca aceptará a Candy como heredera del clan. Y no hablemos de madame Aloy. No pude contestarle nada, conmovido por lo que desea. Y lo peor, es que despierta en mí una esperanza que intento matar. No, William, no podemos estar juntos.
No puedo pedirte que olvides quién eres.
No puedo pedirte que te condenes al ostracismo por mí.
No puedo pedirte que rompas con tu familia, a quien yo considero la mía.
No puedo pedirte que renuncies a lo que tu padre construyó para ti y tu hermana, así como para sus hijos.
Y aquí estoy, muriendo de amor, en forma lenta y callada, ante lo que podría ser mi felicidad: la vida compartida con William.
William, cuya figura no sale de mi mente.
William, que agita mi corazón solo de pensarlo.
Los meses pasan de manera rápida y lenta, según el sentir del día. Me trato de comportar lo más decorosamente posible, alejándome de William cuando siento que mi ser estallará ante su proximidad y que por mi boca brotará mi secreto. Una triste noticia vino a ensombrecer a la familia: el joven Anthony falleció, víctima de un estúpido accidente durante la cacería que madame Aloy organizó para la presentación de la señorita Candy.
-¡Ya sabía yo que era una idea aborrecible! –gritó William, cuando se enteró, por mi conducto, de lo sucedido.
El llanto que siguió el derrumbamiento de su persona me llevó a abrazarle, no buscando una relación romántica, sino simplemente dándole consuelo. Ha llorado como un chiquillo, al igual que lo hizo cuando su hermana falleció. En ese entonces, apenas me empezaba a fijar en él, porque en realidad, sí era apenas un chiquillo que despuntaba a la adolescencia. Y, sin embargo, este acto tan íntimo, parecen haberle creado a William la esperanza de que algo pueda haber entre nosotros.
Tragué duro, cuando decidí no dar paso a nada. El no lo podrá entender, pues parece que bailamos en un alocado juego: hay veces que me traiciono y busco la cercanía con él. Y otras, me comporto lo más frío posible, a fin de no alentarle. Pongo tierra de por medio en cuanto puedo, el trabajo para la familia Andley me absorbe por completo. Y el tiempo sigue corriendo, mientras yo muero de amor y trato de ahogar lo que William siente por mí en el desamor. Ni siquiera en las noches, sabiéndome solo, grito su nombre en silencio, a fin de no dar cabida a algo que no puede ser. El destino parece de mi lado, primero acompañé a los jóvenes Cornwell al Real Colegio San Pablo, donde permanecerán algunos años para su educación.
-¿Y la señorita Candy, William? –me atreví a preguntar.
La niña huyó al Hogar de Pony, destrozada por la muerte del joven que más quería entre los Andley.
-Por ahora, la dejaré curar su corazón en el Hogar que la vio crecer. Dentro de unos meses, podrá partir a Londres.
-Yo la acompañaré –intervine rápidamente, antes de salir a Nueva York, a fin de continuar con el trabajo del Corporativo.
Los ojos azules de William me miraron inquisitivos, y yo logré mantener una actitud estoica ante su escrutinio. “No, William, no es que no te quiera, es que no debo quererte”, quisiera decirle.
Morir de amor
Que no morirse solo en desamor...
Y no tener un nombre que decirle al viento
Estoy solo, sin poder dormir, porque William se ha robado mi sueño. Y en la duermevela que me atrapa con las defensas bajas, me pregunto si William pasa las noches sin dormir, pensando en mí como yo lo pienso a él. Cuando reacciono, invoco a su padre, a quien debo tanto y quien me pidió, en su lecho de muerte, cuidara de su hijo. Recuerdo a Priscilla Andley, quien puso a William cuando apenas contaba unos días de nacido, en mis brazos, diciéndome que tenía un hermano en él. ¡Si ellos supieran lo que siento por su hijo! Seguramente, se levantarían de su tumba para atormentar mi existencia por el deseo que tengo de arrastrarlo fuera de la sociedad y de toda posibilidad de ser el patriarca del clan. Divago, buscando el más nimio motivo para mantenerme lejos de él.
Y cuando mi deseo de verle casi hace que estalle mi corazón y me ahoga apretando mi garganta, se llega el tiempo de volver a Chicago y lanzarle una mirada que me llena de energía para continuar con mi decisión de mantenerme callado.
Mi muchacho ha partido a Londres, mientras que yo busco a la señorita Candy para llevarla al colegio. Los días pasados al lado de esta jovencita son un remanso de paz, puesto que su candor e inocencia, que brotan a mares por sus verdes ojos, me distraen de lo que sucede. Han servido como una fugaces vacaciones, aunque me acribilla a preguntas sobre el mítico tío abuelo William, quien tuvo la amabilidad de adoptarla. ¡Si supiera la verdad! ¡Si yo pudiese contarle quién es en realidad el tío abuelo! Sonrío ante sus mohines de frustración, por mis ambiguas respuestas ante su deseo de saber más sobre su desconocido “padre adoptivo”.
Y en Londres, me espera la sorpresa: William ha decidido trabajar en un pequeño zoo, el “Blue River”, como un trabajador manual más. No me parece correcto que se aleje de sus deberes de patriarca de esa manera, y, sin embargo, sé por qué lo hace: siente el deseo de mantenerse lo más cercano posible a la señorita Candy, no como el tío abuelo, sino como Albert, el vagabundo que ella conoció en los bosques de Lakewood. No puedo objetar nada, primero ante la terquedad de este muchacho, la cual es herencia del clan escocés al que pertenece, y en segundo lugar, porque el mantenerse junto a mí podría dar lugar a que yo explote y le confiese que le quiero. Y eso no debe ser.
Como sin querer, me comentó que estaría dispuesto a dejar el patriarcado en manos de alguno de sus sobrinos, obviamente, Alistair Cornwell sería el candidato ideal. ¿Pero qué hago? Yo mismo acaricio esta idea, vislumbrando un futuro juntos. ¡No, eso no puede ser!
Yo no sé muy bien… que es lo que está pasando
Tengo seco el corazón
Y es de haber llorado tanto...
William ha decidido partir a Africa. No he podido rebatir gran cosa, porque sé el motivo: mi forma de tratarlo. Tal parece que él ha decidido que vale la pena intentar algo conmigo. Y yo he procurado no darle ningún motivo para que me vuelva a confesar su amor hacia mí. Lo único que pude invocar, y que no está nada fuera de proporción, es que deja a la deriva a la familia.
Fue algo que no le importó: ni su posición como patriarca, ni la fortuna, si crece o no crece, si los negocios marchan o no. Y sobre todo, huye no solo de mi frialdad, sino de la presión que su tía Aloy ejerce sobre él, a fin de que asuma su papel y forme una familia propia, que proporcione herederos al clan que continuarán con la línea Andley.
-Me voy a Africa –avisó, sin dar mayor explicación.
Solo cuando abordó el barco a Francia, me dijo:
-Tú ganas, George.
No tuve qué pedir explicaciones. Supongo que, después de estos meses que ya conforman un par de años desde que se atrevió a confesarme lo que siente por mí, se ha dado cuenta que yo no soy indiferente a su cariño, pero que no deseo, o más bien, no puedo corresponderle.
Yo gano. ¿Qué gano? Su separación de mí. El perder al ser más querido por mí en este mundo. Gano el silencio de su voz vibrante, recia y grave. Gano el dolor de verme solo, de pasar las noches en vela, intentando contener lo que siento. Eso gano. Gano un forzado celibato, porque nadie llenará este vacío interno.
Eso gano.
Y he ganado la preocupación por su bienestar, con la guerra encima. La seguridad de los jóvenes Andley se impone. No tuve más remedio que anunciarle la partida de la señorita Candy, quien ha dejado el colegio, al parecer, tras el hijo del Duque de Grandchester, y en medio de un escándalo de proporciones vesánicas. Madame Aloy exige el repudio de la joven, cosa que no será posible por parte de William. Yo mismo me niego a creer las razones que aducen los Leagan, sobre que Candy y ese muchacho son amantes. Sin embargo, tuve que enviarle un telegrama urgente a William, comunicándole la huida de la joven, quien además, ha decidido dejar de ser parte de los Andley. Al no obtener respuesta alguna, me doy cuenta que los rumores de guerra son cada vez más certeros.
Hay que sacar a los Cornwell del colegio y regresar a América. Y lo peor, sin William, quien tendrá que recurrir a sus propios medios para volver. Ruego al cielo por la seguridad e integridad de mi muchacho.
No me quedan más...
Que dos o tres recuerdos
Una carta, alguna flor...
Un adiós muy corto y un te quiero...
Tengo seco el corazón. William se extravió en su viaje de Africa hacia América. En algún lugar de Italia, hubo una explosión y él probablemente ha muerto. En lo íntimo de mi habitación, he llorado por lo que pudo ser y que yo mismo alejé.
No puedo con la culpa, pues sé que la decisión de William se debió a mi decisión de mantenerle lejos de mí. Quisiera poder confesar mi dolor, sin embargo, mi solitaria existencia es el obstáculo a seguir. Además, ¿cómo podría manchar la memoria de William descubriendo lo que sentía por otro hombre? No me queda más que atesorar las cartas que, de uno y otro lugar, me envió. Las fotos en la mansión y de las cuales, tengo un par de él como tesoro propio.
Y mis recuerdos. Mi mente se niega a olvidarle.
Y aun temiendo lo peor, me he dedicado a investigar su paradero. Nadie nos ha sabido dar razón a los detectives, a madame Aloy y a mí, de lo que realmente sucedió con William. ¿Cómo dice el dicho? Mientras hay vida, hay esperanza. Y yo soy el encargado de agotar todas las posibilidades de encontrarle.
Cada pista me lleva a falsedades. Es todo un embrollo que el joven William viajara de incógnito, porque esto limita muchísimo mi campo de acción. Pero lo encontraré. Algo en mi interior me dice que está vivo.
Mientras no vea su cuerpo inerte, no dejaré de buscarle.
Morir de amor
Despacio y en silencio sin saber…
Si todo lo que he dado te llegó… a tiempo
Morir de amor
Que no morirse solo en desamor...
Y no tener un nombre que decirle al viento
Mi muerte ha sido lenta y dolorosa; en la espera de noticias que me lleven al paradero de William. Meses de no saber nada de él, siguiendo pistas que no me llevan a ninguna parte. El trabajo diario en el consorcio, la atención de madame Aloy, quien está al borde de un colapso, temiendo tener que dar la noticia de la muerte del patriarca, me distraen de mi propia aprensión. Saco fuerzas de los recuerdos, los pocos recuerdos que tengo, sobre miradas cargadas de deseo y de roces fugaces, que a uno y otro, llenaban de electricidad.
Ahora me doy cuenta que este desamor no se lo deseo a nadie, ni siquiera a mi peor enemigo. Si William regresa sano y salvo, no me contendré, le diré lo que siento por él. Aceptaré lo que él decida, con tal de no volvernos a separar.
¡Y el milagro ocurrió! William está a salvo. No tuve que recorrer medio mundo para encontrarlo. Desde hace más de un año, residía en Chicago, en un suburbio de clase media baja. ¡Nada más y nada menos que viviendo con la señorita Candy!
Perdió la memoria en aquel accidente de tren en Italia, llegó fortuitamente a Chicago, al hospital donde la joven rubia de ojos verdes trabajaba. Y digo trabajaba, porque los Leagan se encargaron de hacer que perdiese su empleo en el Santa Juana. Pero divago.
El alivio que sentí cuando William se apersonó ante mí, me causó un mareo y no pude sino tender los brazos, con una ancha sonrisa pintada en el rostro y el corazón latiendo como tambor en mi pecho. Mi muchacho se lanzó hacia mí, apretándonos los dos en un cálido abrazo, el cual prolongamos durante un largo momento.
-Te he extrañado tanto –me atreví a confesar, todavía presa de la emoción de haberle recuperado.
Tomó asiento en uno de los sillones de cuero de la presidencia del Banco de Chicago y me ha contado lo sucedido: el accidente, la pérdida de la memoria, su viaje a América, cómo llegó al hospital donde la señorita Candy le reconoció y le ha cuidado desde entonces, el empleo de lavaplatos que consiguió en un modesto restaurante en el centro de Chicago, donde no le pidieron documentos.
También me contó que, a raíz de un accidente en la calle, donde fue arrollado por un automovilista, comenzó a recobrar la memora, primero de manera esporádica, hasta hace un par de días, cuando un fuerte dolor de cabeza dio lugar a que su memoria regresara por completo.
-Debe checarte un buen doctor –indiqué, preocupado por su salud.
William rió, ante mi evidente inquietud.
-Créeme que estoy bien atendido –me confesó.
Mis ojos y los de él se encuentran una y otra vez, y una y otra vez, los dos rehuimos las miradas. Sí, yo me había prometido confesarle lo que siento por él en cuanto le viese; sin embargo, hay muchas cosas qué tomar en cuenta por el bien del clan. William ha disfrutado tanto este periodo de anonimato, que no parece muy bien dispuesto a regresar a los deberes que su nacimiento le impone. Incluso, ha decidido quedarse todavía un par de semanas con la señorita Candy.
-También te dará tiempo para arreglar todo, George –me pide.
Por “todo”, parece referirse a la inminente presentación del patriarca, la cual ha sido aplazada ya un año, para ser sinceros. Respiro profundamente, a fin de calmar mis ansias y mi lengua, así como mi mirada y respondo:
-Como digas, presidente.
Morir de amor
Despacio y en silencio sin saber…
Si todo lo que he dado te llegó… a tiempo
Morir de amor
Que no morirse solo en desamor...
Y no tener un nombre que decirle al viento
Todo se dejó venir como una avalancha. Los Leagan tendieron una trampa a la señorita Candy y, secundados por madame Aloy, pretendían obligarla a casar por la fuerza con Neal. No contaban con que la señorita Candy no es una chica indefensa, sino independiente y fuerte. Me buscó para que la guiara ante el “tío abuelo William, quien había dado la orden de su casamiento”, y poderle pedir que lo anulara. Yo sabía, que eso era una mentira y me apresuré a guiar a esta niña a la presencia de William, quien se había retirado a Lakewood, a fin de descansar y poner en orden su mente, antes de su presentación.
Tenía unos días de no verle, y el torrente de sensaciones se desbordó al verle, en actitud tan pacífica, en el solárium. La mirada que cruzó con la mía me habló de que no está dispuesto a sacrificarse, como no sacrificará a Candy, en aras de la familia.
Hablaron largamente, mientras yo me retiraba a mi habitación en la mansión, esperando por él. Acabó por enviar a la muchacha al Hogar de Pony, disponiendo del jardinero como chófer, antes de que yo me ofreciera a llevarla.
-Te necesito aquí –me dijo, ante mi intento de partir.
-¿Sabes, George? –comenzó después de la cena, mientras compartíamos una copa en el salón-. Estoy harto de aparentar lo que no soy. Incluso, me doy cuenta de lo poco que valoran mi posición en la familia, con esta nueva trastada. Arreglaré este sórdido asunto de Neal y Candy y renunciaré al patriarcado.
Me quedé de una pieza.
-¿Sabes lo que perderás? –inquirí.
-He tenido mucho tiempo para reflexionar. Y me doy cuenta de que el tiempo que fui plenamente feliz, fue ese donde no sabía nada de la fortuna de los Andley, donde yo mismo no me sabía parte de la familia. Quiero esa felicidad de regreso. Esto –abarcó con un ademán el amplísimo salón y la mansión-, no es lo que me hace feliz. Solo te quiero a ti a mi lado.
La última frase me electrizó, haciéndome estremecer. Así de fácil me pide que esté con él. Y estoy cansado de luchar contra mí, contra el destino y contra las promesas que sus padres y su hermana me arrancaron. Tendré que cuidarlo a mi manera: amándolo para siempre, estando con él a su lado. Siendo de él y él siendo mío. Sonreí feliz, y le devolví la frase que me dijo cuando partió a Africa:
-Tú ganas, William.
En el silencio de la noche, fuera de miradas indiscretas, sellamos nuestra incipiente unión con un beso.
La mañana nos encontró en su habitación, desnudos en su cama. Habíamos entrado sigilosamente durante la noche. Tampoco es cuestión de dar de qué hablar a los pocos sirvientes de casa. Nos despertaron los primeros rayos de sol, agotados por experimentar en lo sexual, dándonos placer de manera más instintiva y utilizando todos los orificios de nuestros cuerpos para tal fin.
-Ahora comprendo por qué, cuando padecía amnesia, soñaba tan a menudo contigo –me dijo en voz susurrante.
Mis labios buscaron los de él, en esta primera mañana como pareja que somos.
-Te amo –le susurré a mi muchacho, esperando la misma declaración de sus labios.
*** FIN ***