Desde la sagrada colina de Terryland, y el Monasterryo Terrylover, esto es...
MIS OTROS TRABAJOS EN ESTA GF:
LLUVIA segundo movimiento (Clan Andrew)
LLUVIA primer movimiento (Imaginario de Stear)
ROCKSTAR (Clan Andrew)
SIDERAL (Imaginario de Stear)
LA MEJOR LECCIÓN DE PIANO (Monasterryo Terrylover)
EL RELOJ DE BOLSILLO (reto Terrytano)
No era raro que, en Escocia, aunque pertenecía a una región insular al norte del continente, se pudiera disfrutar de veranos cálidos.
Ese verano estaba siéndolo particularmente.
Terry ya conocía la situación, y no era raro por eso que, buscando huir del calor que imposibilitaba el sueño durante la madrugada, saliera a cabalgar por la campiña, cerca del lago.
Sin darse cuenta, los pasos lentos de su yegua le iban acercando a la residencia donde pasaban su verano, sus compañeros del Real Colegio San Pablo.
Por un momento lamentó él, la mala suerte de sus compañeros.
Conocía la residencia; nunca ha pasado el verano ahí, pero conocía el sitio y sabía que las habitaciones eran demasiado pequeñas, y por ende, calurosas.
No debía ser muy agradable intentar dormir ahí, con ese calor veraniego.
Se retiraba, cuando un movimiento llamó su atención.
Una pequeña figura se desplazaba rápidamente desde la residencia.
Aún en bata de dormir, se levantaba el ruedo de la prenda sujetándola con ambas manos, mientras de cuando en cuando la veía mirar hacia atrás, confirmando satisfecha que nadie la había visto… o eso es lo que ella creía.
La alborotada mata de cabello rizado rubio, resplandeció a la luz de la luna, cuando la vio caminar apresurada hacia la orilla del lago.
Para estas alturas, ya Terry había reconocido a la imprudente escapista, la había reconocido nada más verla. Reconocía esa bata de dormir.
"Candy…" murmuró él quedamente, y la vio quedarse de pie a la orilla del lago, sobre las ligeras piedrecillas redondeadas que las ligeras ondas acuosas lamían con delicadeza.
Con la bata arremangada hasta la altura de las rodillas, la vio adentrarse un poco más, hasta que el agua le dio a los tobillos y hasta donde él estaba, oculto en los árboles, llegó su exclamación satisfactoria, al sentir la fría agua del lago mojando sus pantorrillas.
Terry sonreía abiertamente, ya se imaginaba que la pecosa debía estar muriendo del calor; igual que el resto de los compañeros, pero claro; solo ella era tan osada como para escaparse, en medio de la madrugada, en bata y descalza.
Terry ató la brida de su yegua al tronco de un árbol, dispuesto a salir de su escondite.
Ya iba pensando en qué ligereza soltarle a la muchacha; tenía que ser algo ingenioso, como siempre; algo que la sorprendiera y la sonrojase, obligándola a fruncir el ceño y arrugar esa naricita suya donde parecían bailar el montón de pecas que la adornaban. Pero al instante se quedó plantado en el mismo sitio donde estaba.
A su semblante ladino, le remplazó una expresión de absoluta estupefacción.
La sonrisa abierta, dio paso a una boca que quedó entreabierta y sus ojos, parpadearon varias veces, al no ser capaces de terminar de asimilar lo que estaban viendo.
Candy, mirando a todos lados (excepto a su espalda) para comprobar que nadie la veía, tomó los ruedos de su larga bata de dormir y la deslizó hacia arriba, dejando ver que no traía nada debajo; la mata de cabello rizado y dorado, desapareció un instante, mientras ella terminaba de liberarse de la pesada prenda. La deslizó retirándola de sus brazos, y la arrojó tras de sí, sobre la hierba a un par de metros de la orilla del lago.
Su virginal figura quedó totalmente descubierta; Terry no pudo evitar exhalar todo el aire que tenía en sus pulmones, tanto, que hasta se sintió un poco mareado. Volteó la cabeza hacia otra dirección; jamás se imaginó que esto pudiera sucederle ¿por qué… por qué a él? ¿¡Y por qué así, con ella!?
Pero la blanca desnudez de Candy se había quedado ya impregnada, como a fuego, en su mente. La tentación fue mucho más grande que su pudor de caballero, y la curiosidad puberal ganó la partida.
El muchacho volvió su incrédula vista azul, hacia donde la luz de la luna veraniega, tal que actuara como un reflector, parecía confabularse con lo prohibido, alumbrándola como si ella fuera algún tipo de diosa céltica, a punto de iniciar un ritual pagano.
La piel de Candy, de tan blanca ¡parecía brillar, como el mismo nácar!
Los cabellos desordenados y alborotados, que sin las coletas, se mostraban en toda su extensión y esplendor, caíale sobre la espalda en armonioso caos.
Vio sus manos, recogerse el cabello desde la nuca y hacia arriba; exponiendo a su vista la majestad de su espalda esbelta, la misma que se estrechaba hasta la curva de su cintura y volvía a ensancharse hacia la redondez de sus caderas; dando paso a sus nalgas redondas, erguidas, nacaradas. Perfectas.
Él dio un paso hacia atrás lentamente, y luego otro más, y otro; hasta volver a perderse entre la oscuridad que le otorgaban los árboles.
Terry sabía que no estaba bien; que observarla así, espiándola entre los árboles, no era correcto y de hecho, es algo que, a propósito, él jamás habría hecho.
Habría intentado irse hace rato, pero es que era imposible hacerlo sin ruido, porque ahí, en el silencio absoluto de la madrugada, roto apenas por las ondas del lago en su orilla, el más mínimo movimiento lo habría descubierto.
¡Jamás se perdonaría poner en situación tan vergonzosa a Candy! Además, que lo más seguro es que ella no volviera a dirigirle la palabra nunca más si lo descubría espiándola.
Para terminar el cuento, él mismo ni siquiera podía moverse.
Estaba como cosido al suelo, oculto tras un árbol, cerrando a ratos sus ojos para no seguir mancillando la pureza de su figura, pero al hacerlo la imagen de aquella Venus imposible, lo atormentaba, y tenía que abrirlos de nuevo. Tenía que verla… no podía dejar de admirarla.
Su belleza era un embrujo del que él jamás se imaginó ser preso; jamás se imaginó que ella pudiera hacerlo sentir así.
Con las manos bien sujetas al tronco que lo escondía, e intentando tragar saliva para hidratar su garganta, seca de la impresión, la vio adentrarse poco a poco en el agua del lago, hasta que su cabello quedó flotando prácticamente a su alrededor.
Sabía que Candy era excelente nadadora, y que si no nadaba ahora, era para no hacer ruido que podría alertar a alguien de su presencia.
Por eso ella se quedó ahí, con el agua hasta los hombros, admirando la vasta extensión de agua gris ante ella.
Cuando la vio sumergirse de pronto, dejando en el lago nada más que unas ondas que movieron el agua en pequeñas olas hasta la orilla, Terry se sobresaltó, y a punto estuvo de correr hacia allí para asegurarse que no le había sucedido nada. Pero al momento la vio aparecer nuevamente, con todo el cabello echado hacia atrás; con la luz de la luna refractando en la superficie del lago.
Sonriendo, dibujando formas sobre el agua con sus manos; sumergiéndose y volviendo a emerger, más bella y más brillante cada vez; dejándose flotar a ratos, sobre la superficie, exponiendo de nuevo ante él la maravilla de sus formas desnudas.
Poco a poco la vio emerger del lago; quiso nuevamente voltear los ojos, no verla ¡No seguir mirándola, especialmente al verla venir de frente mostrando toda su belleza!... pero no pudo.
Pero ¿¡Qué era esto!? Era imposible, esa diosa, esa Venus que venía emergiendo de las aguas no podía ser Candy ¡No podía!
La Tarzán con pecas, la mona pecosa; aquella niña insolente de voz chillona y berrinches tan graciosos que él no podía evitar reírse en su cara, haciéndola rabiar más todavía… No, no podía ser ella, pero, sí era…
Ahora sí es verdad que, si Candy lo sorprendiera, esta vez él no podría sacarle la vuelta con un pícaro “te vi, pero no te miré…”, porque esta vez sí que la había mirado ¡La había mirado todo el tiempo! Y vaya, de qué manera.
Continuó así, con la mirada fija en la pequeña figura que emergía, húmeda y destilando gotas que brillaban indiscretas al descender, como a propósito, como si su única intención fuera que sus ojos siguieran su camino a través de su piel, hasta perderse en la intimidad de la jovencita, que brotaba del lago, como una sílfide, sonriendo feliz gracias a la travesura que le devolvía la tranquilidad de la frescura.
Mostrando ante él toda la magnificencia de su virginal adolescencia: su cintura y su vientre plano, sus pequeños senos cuyos pezones de rosa intenso llamaron poderosamente su atención, y bamboleaban, orgullosos de su belleza, como invitándolo a acercarse a ellos.
Aquellas muy bien definidas columnas de nácar, que desde la distancia se notaban fuertes y atléticas, y el detalle dorado de los vellos de su entrepierna… Terry jamás había visto a una mujer desnuda, a no ser por las pinturas renacentistas y sí, se le figuraba que ahora mismo admiraba una pintura; la Venus de Cabanel ¡O no mejor aún! La Venus de Hiremy-Hirschl.
Sí; era como si acabara de presenciar el Nacimiento de la Venus, de Hiremy-Hirschl; así de bella, así de delicada. Así de inmaculada…
Candy llegó hasta la hierba, se sujetó el cabello y lo exprimió fuertemente como si fuera un trapo. Tomó la bata que había abandonado y se la volvió a poner, cubriendo su desnudez; y fue tal el shock, que para Terry fue como si de pronto hasta la luna misma hubiera dejado de brillar, solo porque ya no podía alumbrarla.
La vio una vez más, mirar hacia todos lados excepto hacia él, y agradeció ser totalmente invisible en ese instante.
Tal como había llegado, sujetando los ruedos de su bata, y dando una carrerita; la joven desapareció entre los matorrales que llevaban a la parte trasera de la residencia.
No le sorprendería nada a él que hubiera saltado algún muro o algo así.
Es que, después de hoy, ya no le sorprendía nada.
Se deslizó lentamente hasta quedar sentado en el suelo; una vez ahí, exhaló todo el aire de sus pulmones y sintió como si lo hubiera estado reteniendo un largo rato… Quizá así era.
Se pasó las manos por la cabeza, sujetándose el cabello hacia atrás, y notó que estaba sudando profusamente ¡Maldito verano tan caliente!
Pero de inmediato se arrepintió de ese pensamiento ¡Bendito mil veces! Porque le había permitido regodearse con semejante visión celestial.
Ahora que estaba solo, cerraba los ojos y rememoraba las dulces imágenes que presenciara hace unos momentos; ya no se sintió como un espía que hacía algo indebido. De pronto, se sintió favorecido por alguna deidad misteriosa; porque lo que acaba de suceder, era algo que solamente estaba destinado a él; era un obsequio de los dioses ¡del que más les guste! De la Madre Tierra si quieren, pero había sido solo para él.
Su boca estaba seca, su pecho agitado y, habiendo cosas naturales que son imposibles de evitar a cierta edad y bajo ciertas circunstancias, su cuerpo adolescente había reaccionado ante la angelical desnudez de Candy, descubriéndose completa y dolorosamente erecto.
La tentación era fuerte y casi cede, porque a su edad esas cosas son naturales e inevitables, pero sus manos, en lugar de buscar su miembro camino a la autosatisfacción, se quedaron quietas.
El regalo que acababa de recibir, no podía tener otra naturaleza más que la angelical; y siendo así, no lo profanaría dejándose llevar por los deseos de su cuerpo.
Inhaló profundamente, exhaló con suavidad, para recuperar la paz y la compostura. Se quedó ahí, en el mismo sitio, sentado mirando hacia el lago; intentando definir si todo había sido sueño o realidad, viendo como el cielo iba cambiando poco a poco de color; como la aurora rayaba por encima de la quietud celeste del pacífico lago; hasta que la luz del sol le hirió los ojos y decidió entonces volver a casa, llevándose consigo un carísimo secreto que, sin saberlo aún en ese momento, llenaría su corazón y su pensamiento, con un sentimiento y un deseo interminable por aquella graciosa “mona pecosa”, que él tendría que acarrear –y no siempre dulcemente- durante el resto de su vida...
Gracias por leer...
Ese verano estaba siéndolo particularmente.
Terry ya conocía la situación, y no era raro por eso que, buscando huir del calor que imposibilitaba el sueño durante la madrugada, saliera a cabalgar por la campiña, cerca del lago.
Sin darse cuenta, los pasos lentos de su yegua le iban acercando a la residencia donde pasaban su verano, sus compañeros del Real Colegio San Pablo.
Por un momento lamentó él, la mala suerte de sus compañeros.
Conocía la residencia; nunca ha pasado el verano ahí, pero conocía el sitio y sabía que las habitaciones eran demasiado pequeñas, y por ende, calurosas.
No debía ser muy agradable intentar dormir ahí, con ese calor veraniego.
Se retiraba, cuando un movimiento llamó su atención.
Una pequeña figura se desplazaba rápidamente desde la residencia.
Aún en bata de dormir, se levantaba el ruedo de la prenda sujetándola con ambas manos, mientras de cuando en cuando la veía mirar hacia atrás, confirmando satisfecha que nadie la había visto… o eso es lo que ella creía.
La alborotada mata de cabello rizado rubio, resplandeció a la luz de la luna, cuando la vio caminar apresurada hacia la orilla del lago.
Para estas alturas, ya Terry había reconocido a la imprudente escapista, la había reconocido nada más verla. Reconocía esa bata de dormir.
"Candy…" murmuró él quedamente, y la vio quedarse de pie a la orilla del lago, sobre las ligeras piedrecillas redondeadas que las ligeras ondas acuosas lamían con delicadeza.
Con la bata arremangada hasta la altura de las rodillas, la vio adentrarse un poco más, hasta que el agua le dio a los tobillos y hasta donde él estaba, oculto en los árboles, llegó su exclamación satisfactoria, al sentir la fría agua del lago mojando sus pantorrillas.
Terry sonreía abiertamente, ya se imaginaba que la pecosa debía estar muriendo del calor; igual que el resto de los compañeros, pero claro; solo ella era tan osada como para escaparse, en medio de la madrugada, en bata y descalza.
Terry ató la brida de su yegua al tronco de un árbol, dispuesto a salir de su escondite.
Ya iba pensando en qué ligereza soltarle a la muchacha; tenía que ser algo ingenioso, como siempre; algo que la sorprendiera y la sonrojase, obligándola a fruncir el ceño y arrugar esa naricita suya donde parecían bailar el montón de pecas que la adornaban. Pero al instante se quedó plantado en el mismo sitio donde estaba.
A su semblante ladino, le remplazó una expresión de absoluta estupefacción.
La sonrisa abierta, dio paso a una boca que quedó entreabierta y sus ojos, parpadearon varias veces, al no ser capaces de terminar de asimilar lo que estaban viendo.
Candy, mirando a todos lados (excepto a su espalda) para comprobar que nadie la veía, tomó los ruedos de su larga bata de dormir y la deslizó hacia arriba, dejando ver que no traía nada debajo; la mata de cabello rizado y dorado, desapareció un instante, mientras ella terminaba de liberarse de la pesada prenda. La deslizó retirándola de sus brazos, y la arrojó tras de sí, sobre la hierba a un par de metros de la orilla del lago.
Su virginal figura quedó totalmente descubierta; Terry no pudo evitar exhalar todo el aire que tenía en sus pulmones, tanto, que hasta se sintió un poco mareado. Volteó la cabeza hacia otra dirección; jamás se imaginó que esto pudiera sucederle ¿por qué… por qué a él? ¿¡Y por qué así, con ella!?
Pero la blanca desnudez de Candy se había quedado ya impregnada, como a fuego, en su mente. La tentación fue mucho más grande que su pudor de caballero, y la curiosidad puberal ganó la partida.
El muchacho volvió su incrédula vista azul, hacia donde la luz de la luna veraniega, tal que actuara como un reflector, parecía confabularse con lo prohibido, alumbrándola como si ella fuera algún tipo de diosa céltica, a punto de iniciar un ritual pagano.
La piel de Candy, de tan blanca ¡parecía brillar, como el mismo nácar!
Los cabellos desordenados y alborotados, que sin las coletas, se mostraban en toda su extensión y esplendor, caíale sobre la espalda en armonioso caos.
Vio sus manos, recogerse el cabello desde la nuca y hacia arriba; exponiendo a su vista la majestad de su espalda esbelta, la misma que se estrechaba hasta la curva de su cintura y volvía a ensancharse hacia la redondez de sus caderas; dando paso a sus nalgas redondas, erguidas, nacaradas. Perfectas.
Él dio un paso hacia atrás lentamente, y luego otro más, y otro; hasta volver a perderse entre la oscuridad que le otorgaban los árboles.
Terry sabía que no estaba bien; que observarla así, espiándola entre los árboles, no era correcto y de hecho, es algo que, a propósito, él jamás habría hecho.
Habría intentado irse hace rato, pero es que era imposible hacerlo sin ruido, porque ahí, en el silencio absoluto de la madrugada, roto apenas por las ondas del lago en su orilla, el más mínimo movimiento lo habría descubierto.
¡Jamás se perdonaría poner en situación tan vergonzosa a Candy! Además, que lo más seguro es que ella no volviera a dirigirle la palabra nunca más si lo descubría espiándola.
Para terminar el cuento, él mismo ni siquiera podía moverse.
Estaba como cosido al suelo, oculto tras un árbol, cerrando a ratos sus ojos para no seguir mancillando la pureza de su figura, pero al hacerlo la imagen de aquella Venus imposible, lo atormentaba, y tenía que abrirlos de nuevo. Tenía que verla… no podía dejar de admirarla.
Su belleza era un embrujo del que él jamás se imaginó ser preso; jamás se imaginó que ella pudiera hacerlo sentir así.
Con las manos bien sujetas al tronco que lo escondía, e intentando tragar saliva para hidratar su garganta, seca de la impresión, la vio adentrarse poco a poco en el agua del lago, hasta que su cabello quedó flotando prácticamente a su alrededor.
Sabía que Candy era excelente nadadora, y que si no nadaba ahora, era para no hacer ruido que podría alertar a alguien de su presencia.
Por eso ella se quedó ahí, con el agua hasta los hombros, admirando la vasta extensión de agua gris ante ella.
Cuando la vio sumergirse de pronto, dejando en el lago nada más que unas ondas que movieron el agua en pequeñas olas hasta la orilla, Terry se sobresaltó, y a punto estuvo de correr hacia allí para asegurarse que no le había sucedido nada. Pero al momento la vio aparecer nuevamente, con todo el cabello echado hacia atrás; con la luz de la luna refractando en la superficie del lago.
Sonriendo, dibujando formas sobre el agua con sus manos; sumergiéndose y volviendo a emerger, más bella y más brillante cada vez; dejándose flotar a ratos, sobre la superficie, exponiendo de nuevo ante él la maravilla de sus formas desnudas.
Poco a poco la vio emerger del lago; quiso nuevamente voltear los ojos, no verla ¡No seguir mirándola, especialmente al verla venir de frente mostrando toda su belleza!... pero no pudo.
Pero ¿¡Qué era esto!? Era imposible, esa diosa, esa Venus que venía emergiendo de las aguas no podía ser Candy ¡No podía!
La Tarzán con pecas, la mona pecosa; aquella niña insolente de voz chillona y berrinches tan graciosos que él no podía evitar reírse en su cara, haciéndola rabiar más todavía… No, no podía ser ella, pero, sí era…
Ahora sí es verdad que, si Candy lo sorprendiera, esta vez él no podría sacarle la vuelta con un pícaro “te vi, pero no te miré…”, porque esta vez sí que la había mirado ¡La había mirado todo el tiempo! Y vaya, de qué manera.
Continuó así, con la mirada fija en la pequeña figura que emergía, húmeda y destilando gotas que brillaban indiscretas al descender, como a propósito, como si su única intención fuera que sus ojos siguieran su camino a través de su piel, hasta perderse en la intimidad de la jovencita, que brotaba del lago, como una sílfide, sonriendo feliz gracias a la travesura que le devolvía la tranquilidad de la frescura.
Mostrando ante él toda la magnificencia de su virginal adolescencia: su cintura y su vientre plano, sus pequeños senos cuyos pezones de rosa intenso llamaron poderosamente su atención, y bamboleaban, orgullosos de su belleza, como invitándolo a acercarse a ellos.
Aquellas muy bien definidas columnas de nácar, que desde la distancia se notaban fuertes y atléticas, y el detalle dorado de los vellos de su entrepierna… Terry jamás había visto a una mujer desnuda, a no ser por las pinturas renacentistas y sí, se le figuraba que ahora mismo admiraba una pintura; la Venus de Cabanel ¡O no mejor aún! La Venus de Hiremy-Hirschl.
Sí; era como si acabara de presenciar el Nacimiento de la Venus, de Hiremy-Hirschl; así de bella, así de delicada. Así de inmaculada…
Candy llegó hasta la hierba, se sujetó el cabello y lo exprimió fuertemente como si fuera un trapo. Tomó la bata que había abandonado y se la volvió a poner, cubriendo su desnudez; y fue tal el shock, que para Terry fue como si de pronto hasta la luna misma hubiera dejado de brillar, solo porque ya no podía alumbrarla.
La vio una vez más, mirar hacia todos lados excepto hacia él, y agradeció ser totalmente invisible en ese instante.
Tal como había llegado, sujetando los ruedos de su bata, y dando una carrerita; la joven desapareció entre los matorrales que llevaban a la parte trasera de la residencia.
No le sorprendería nada a él que hubiera saltado algún muro o algo así.
Es que, después de hoy, ya no le sorprendía nada.
Se deslizó lentamente hasta quedar sentado en el suelo; una vez ahí, exhaló todo el aire de sus pulmones y sintió como si lo hubiera estado reteniendo un largo rato… Quizá así era.
Se pasó las manos por la cabeza, sujetándose el cabello hacia atrás, y notó que estaba sudando profusamente ¡Maldito verano tan caliente!
Pero de inmediato se arrepintió de ese pensamiento ¡Bendito mil veces! Porque le había permitido regodearse con semejante visión celestial.
Ahora que estaba solo, cerraba los ojos y rememoraba las dulces imágenes que presenciara hace unos momentos; ya no se sintió como un espía que hacía algo indebido. De pronto, se sintió favorecido por alguna deidad misteriosa; porque lo que acaba de suceder, era algo que solamente estaba destinado a él; era un obsequio de los dioses ¡del que más les guste! De la Madre Tierra si quieren, pero había sido solo para él.
Su boca estaba seca, su pecho agitado y, habiendo cosas naturales que son imposibles de evitar a cierta edad y bajo ciertas circunstancias, su cuerpo adolescente había reaccionado ante la angelical desnudez de Candy, descubriéndose completa y dolorosamente erecto.
La tentación era fuerte y casi cede, porque a su edad esas cosas son naturales e inevitables, pero sus manos, en lugar de buscar su miembro camino a la autosatisfacción, se quedaron quietas.
El regalo que acababa de recibir, no podía tener otra naturaleza más que la angelical; y siendo así, no lo profanaría dejándose llevar por los deseos de su cuerpo.
Inhaló profundamente, exhaló con suavidad, para recuperar la paz y la compostura. Se quedó ahí, en el mismo sitio, sentado mirando hacia el lago; intentando definir si todo había sido sueño o realidad, viendo como el cielo iba cambiando poco a poco de color; como la aurora rayaba por encima de la quietud celeste del pacífico lago; hasta que la luz del sol le hirió los ojos y decidió entonces volver a casa, llevándose consigo un carísimo secreto que, sin saberlo aún en ese momento, llenaría su corazón y su pensamiento, con un sentimiento y un deseo interminable por aquella graciosa “mona pecosa”, que él tendría que acarrear –y no siempre dulcemente- durante el resto de su vida...
Gracias por leer...
MIS OTROS TRABAJOS EN ESTA GF:
LLUVIA segundo movimiento (Clan Andrew)
LLUVIA primer movimiento (Imaginario de Stear)
ROCKSTAR (Clan Andrew)
SIDERAL (Imaginario de Stear)
LA MEJOR LECCIÓN DE PIANO (Monasterryo Terrylover)
EL RELOJ DE BOLSILLO (reto Terrytano)