- Ya céntralo, Wen ¡Céntralo bonitooooo!
- Aaaaayy Polliiii, está centrado ¿qué no ves?
- Es que yo quiero que mi Terryto se vea súper lindo.
- Sí se va a ver, no lindo ¡Hermoso! Ya verás... ¿Qué es ese olor?
- No sé Wen... ¿Sí te bañaste bien?
- ¡Pero ve! Esta Pollo atrevida ¡Aquí la única que huele a establo eres tú que cuidas animalitos.
- ¡Y a mucha honra porque cuidar animalitos es...! ¿Oyes eso Wen? ¡Parece que espantan!
- ¡Cállate mensa! Son tus chivas y tus cabritas. Ya volviste a dejar abierto el corral ¡Se van a comer toda la huerta de nuevo y la Madre Elsy te va a volver a castigar dejándote sin postre un mes!
- Ay no, sin postre no... mis cabras... ¡La huertaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Menos mal ya se fue, a ver si puedo postear en calma... Si está bien centrada la imagen ¿verdad? No quiero que la Pollis esté luego molestando por eso.
Ok; aquí vamos...
Gracias por leer...
- Aaaaayy Polliiii, está centrado ¿qué no ves?
- Es que yo quiero que mi Terryto se vea súper lindo.
- Sí se va a ver, no lindo ¡Hermoso! Ya verás... ¿Qué es ese olor?
- No sé Wen... ¿Sí te bañaste bien?
- ¡Pero ve! Esta Pollo atrevida ¡Aquí la única que huele a establo eres tú que cuidas animalitos.
- ¡Y a mucha honra porque cuidar animalitos es...! ¿Oyes eso Wen? ¡Parece que espantan!
- ¡Cállate mensa! Son tus chivas y tus cabritas. Ya volviste a dejar abierto el corral ¡Se van a comer toda la huerta de nuevo y la Madre Elsy te va a volver a castigar dejándote sin postre un mes!
- Ay no, sin postre no... mis cabras... ¡La huertaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Menos mal ya se fue, a ver si puedo postear en calma... Si está bien centrada la imagen ¿verdad? No quiero que la Pollis esté luego molestando por eso.
Ok; aquí vamos...
Desde la sagrada colina de Terryland, donde descansa nuestro amado Monasterryo Terrylover, les presentamos...
De alguna manera, ella lo supo… Cuando le vio entrar en aquella caballeriza, exclusiva para ella que el mismísimo Duque de Grandchester había hecho construir con la única intención de que perteneciera a la yegua favorita de su hijo, Terry; Theodora supo, solo con verlo, que algo no andaba bien.
Por eso le recibió cariñosa; como siempre pero esta vez, en demasía.
Cuando el muchacho se le acercó y le palmeó la mejilla, ella rozó su nariz varias veces en el hermoso rostro y el lustroso cabello castaño del joven, haciéndole saber que, como siempre, ella estaba ahí para él.
Terry se dejaba acariciar. Lo necesitaba, y nadie nunca le había acariciado tan sincera y dulcemente, como su Theodora.
- ¿Sabes, Theodora? – dijo él con un hijo de voz – ¡Le he hecho un gran daño!... A Candy ¿Recuerdas aquella noche en que nos reunimos aquí, y la Hna Grey nos encontró? Pues la han encerrado en el cuarto de castigo, y ahora… ahora parece que su familia adoptiva va a repudiarla, porque están pensando de ella quién sabe qué indecencia… ¡Y es mi culpa, por haber sido tan tonto y haberme dejado caer en esa trampa tan simple!
Abrazado al rostro de Theodora, Terry cerró los ojos y dos lágrimas corrieron de inmediato por sus mejillas…
Si había algo que Theodora nunca había soportado, es ver el dolor de Terry.
Habían crecido juntos; cuando ella era solo una potrilla la llevaron a aquella campiña enorme donde se encontraba el palacio Grandchester.
Cuando le montaron encima a aquel hermoso niñito de ojos azules, ella tuvo miedo al principio pero él, acarició sus crines con ternura, absolutamente maravillado de su belleza.
Theodora ni siquiera se movía, por no asustarlo; el niño era tan delicado con ella que ni siquiera había aceptado coger el fuete que el caballerizo le presentara; así que ella tampoco quería lastimarlo.
Fueron los mejores amigos siempre; tanto que, cuando a Terry le internaron en el San Pablo, la única condición que el chico puso para aceptar ir y dejar de amenazar a su padre, fue que Theodora le acompañase en su encierro.
El Duque había puesto sus reticencias…
- ¡Eres el Duque de Granchester! – exclamaba el chico haciendo ademanes burlescos – y has donado dinero a ese lugar como para que te hospeden la hacienda entera; así que deja de ponerme pegas. Quiero a Theodora conmigo, sino ¡me largo en el primer barco que me coja de grumete y no me vuelves a ver, te lo juro!
En realidad, no fue difícil; era el sobrino mimado del Rey de Inglaterra ¿quién le iba negar lo que sea?
Aún no tenía 13 años cuando le internaron, y a ella con él.
Era feliz, aunque esta caballeriza era mucho más estrecha que la de la villa del Duque; y además estaba ahí sola, no habían más caballos con ella.
Sus noches eran generalmente muy solitarias, y además frías… esa ciudad era muy fría.
Pero ella era feliz porque, cada mañana apenas saliendo el sol; él venía siempre puntual; la acariciaba, la bañaba con agua que él mismo calentaba para ella; le ponía su heno y le limpiaba la cuadra. Siempre le traía alguna mañosería: una manzanita o alguna zanahoria, y le cantaba; a veces le recitaba. Pasaba horas contándole cualquier cosa, y ella lo escuchaba atenta, porque su voz; suave y grave, era como un bálsamo que le brindaba paz.
Luego, la ensillaba con mucho cuidado y, besando su nariz, la montaba y la sacaba a cabalgar por los linderos del gran colegio.
A ella le gustaba mucho correr, y cuando él notaba que deseaba hacerlo, le dejaba la rienda suelta permitiéndole llevarlo hasta donde dieran sus fuerzas.
Otras veces, lo hacía no por ella; si no por él.
Porque la furia, la frustración y la tristeza, que parecían ser una constante en su vida, se calmaban luego de llorar mordiendo un sollozo herido, mientras ella corría como el viento, llevándolo seguro sobre su maternal grupa.
Ella amaba a ese muchacho; desde que lo vio, pequeñito, por primera vez, lo amó; y se juró ser para él, lo que él le contaba que jamás había tenido: su mejor amiga.
Pero cuando lo veía feliz ¡cuán feliz era ella!
Ahora le hablaba de ella, de aquella graciosa niña pecosa que, parecía ser de alguna manera, el motivo de los pocos momentos de alegría de su muchacho.
Ella no entendía bien de lo que le hablaba; pero reconocía el nombre de la chica. Lo que sea que él le estuviera contando tenía que ver con ella, y le causaba una profunda tristeza.
- Mi padre no quiere escucharme, Theodora…- continuaba diciendo mientras la acariciaba – pero tú ya sabes que eso no es nada raro. Quiero ayudarla ¡tengo que hacerlo! Pero estando solo, no me quedan muchas opciones, sino una sola. Si no me voy, mi sola presencia continuará perjudicándola. He venido a despedirme Theodora, tengo que irme. No encuentro otra cosa que hacer para resarcirla.
Terry, permitió que Theodora limpiara sus lágrimas con sus caricias; él también acarició tiernamente sus crines y sus orejas.
Abrió de par en par las puertas de su establo; la ensilló delicadamente y besó su nariz. Se subió a su grupa y ella, no movió ni un pelo; porque con él, ella siempre era dócil y delicada.
- ¡Vamos Theodora! – gritó Terry, y ella adivinó en su voz herida, que una vez más era presa de esa terrible mezcla de dolor y frustración que había sido una constante en su vida.
A ella no se lo tenían que repetir. Con una orden de su muchacho, le bastaba.
Movió sus fuertes patas con toda la potencia de la que era capaz y salió disparada de aquel establo, llevando a su amado Terry sobre ella; y le habría gustado tener alas, como esos caballos de los cuentos que Terry le contaba a veces, para volar ¡Volar alto hacia el cielo! Y llevárselo con ella.
Desaparecer con él entre las nubes, hasta llevarlo a algún lugar donde no hubiera más dolor, ni más rabia. Donde quiera, que él pudiera ser feliz.
Esa fue la última vez que lo vio.
Cuando se dieron cuenta en el colegio que Terry ya no estaba, lo notaron porque los relinchos enojados de la yegua llamaron la atención de los jardineros. La cuadra de la yegua hedía terriblemente; el agua y el heno que Terry le había dejado, se había terminado hace tiempo.
Theodora miraba a todos los que llegaban, extrañados, a su lugar; como si con sus grandes ojos de ónix, les preguntara quiénes eran ellos y por qué Terry no estaba ahí.
Pasaron tres semanas entre que el colegio avisó al Duque que su hijo había desaparecido, y que él enviara a alguien a recoger a la yegua.
Los mozos que llegaron con el mayordomo de la villa, se asombraron de hallarla tan delgada.
No había querido comer nada de la mano de nadie desde que Terry se había ido. A nadie le extrañó; el chico se ocupaba de ella personalmente desde que era niño; así que Theodora no tenía más amo que él. Ella no tenía confianza en más nadie.
Cuando le pusieron su brida y la sacaron del colegio para meterla en un carromato que la llevaría de vuelta al palacio Granchester, ella buscó con su mirada a Terry; y no permitió que la metieran en ningún sitio hasta que se aseguró de que él no estaba ahí.
Corcoveó desesperada.
Cuatro mozos fueron pocos para intentar contenerla, la yegua se asalvajó de repente, cosa que nunca ninguno de ellos la había visto hacer.
Uno de ellos, en su temor por no poder controlar a la yegua, cometió un error garrafal: tomó un fuete y asestó un latigazo con toda su fuerza en el anca de la yegua.
Si pensó que con eso ella se domaría ¡qué equivocado estaba!
Al sentir el dolor quemante a su costado, la yegua relinchó embravecida y atacó a coces a todos los que tenía cerca.
Nadie pudo controlarla.
Las bridas se reventaron, y Theodora salió, corriendo a todo correr, absolutamente desbocada; con un hilillo de sangre corriéndole por el flanco, y haciendo resonar sus cascos por las empedradas calles de aquel Londres que amanecía.
Las personas que, poco a poco iban poblando la capital inglesa, se asombraban de ver a aquella hermosa yegua blanca, corriendo como loca por las calles.
Sin tener un rumbo fijo Theodora corrió con toda su fuerza, durante horas.
Cuando logró tranquilizarse, había llegado a las afueras de la ciudad; se internó en un prado y se regodeó con el cielo azul que tenía delante, y con los aromas que le llegaban de la naturaleza.
Comió por primera vez en días y anduvo libremente, sin órdenes ni ataduras, por primera vez en su vida.
Dicen que los caballos tienen un sentido de orientación infalible, y que siempre terminan regresando al hogar que conocen.
Esta, no fue la excepción.
En los días siguientes, la yegua blanca fue vista en carreteras y campiñas.
Había un aviso sobre la yegua extraviada del Duque de Granchester, así que más de una vez tuvo que defenderse y huir de alguien que la quería atrapar. Nadie pudo.
Theodora había descubierto que era fuerte y brava; así nadie la podía. Ella no se iba a dejar.
Con el pasar de los días, un mozo dio aviso de que habían visto una yegua blanca, parecida a la del señorito Terry, andando por el prado que circundaba al palacio Granchester. Salieron a buscarla y una vez más, intentaron sin éxito atraparla.
Los mozos volvieron sin acatar las órdenes, y el Duque, que comenzaba a entender la situación, dedicó sus mañanas y su tiempo libre, a observar hacia el horizonte de su vasta propiedad.
Una mañana la vio; trotando a lo lejos en el prado. Hermosa y altiva; orgullosa como ella sola.
Las crines le habían crecido en las semanas que llevaba extraviada y el ejercicio al aire libre, la había vuelto aún más esbelta y musculosa que antes; era como estar viendo un caballo salvaje de las llanuras americanas; y sin embargo, era ella. La Theodora de su hijo.
Ella sabía dónde estaba; había buscado encaminar sus pasos hacia ahí, porque sabía que ese era el hogar de Terry. Ahí era donde lo había conocido, y ahí habían crecido juntos. No había pasado tanto como para no acordarse; pero no se acercaba.
Porque desde lejos, Theodora observaba que iba y venía mucha gente, pero ninguno era Terry.
Una mañana, reconoció al Duque, observándola a lo lejos.
Corcoveó confundida; le conocía pero no sabía si era seguro acercársele.
El Duque formó una rutina: cada mañana salía a las lindes del prado, y apoyado a las cercas de madera que delimitaban su propiedad, se dejaba ver por ella, que de lejos en quietud, lo observaba.
Con el pasar de los días, Theodora decidió acercarse.
Richard la vio venir, y creyó que había logrado su cometido; pero ella aún era prudente.
Richard la llamaba por su nombre; ese nombre que no escuchó nunca pronunciar a nadie más que a Terry, y su voz, aunque no era la suya ¡se parecía tanto!
Al final decidió acercarse a la cerca; se acercó a él, frotó su nariz a su rostro.
Y no, no era él, pero olía igual; y su voz sonaba similar cuando le hablaba con la misma dulzura, e incluso, con una tristeza parecida.
Habiéndose hecho amigos en poco tiempo, un día el Duque lo intentó; hizo que ella lo siguiera en su caminata hasta llegar a la puerta de la cerca, y la abrió de par en par para que ella entrara.
Si lo conseguía, eso sería todo. Theodora se dejaría conducir por él hacia las caballerizas, y la habría puesto a salvo.
No quería perderla; después de todo, era la yegua favorita de su hijo, y al final de cuentas, lo único que le quedaba de él.
Pero ella no se engañaba; Richard, aunque se parecía en mucho, no era Terry; y ella no entraría a un lugar donde no estuviera él.
Cuando vio la puerta abierta, Richard la llamó dulcemente por su nombre; le sonrió con una sonrisa parecida a la de Terry, y le extendió amablemente su mano, con dos terrones de azúcar; tentándola.
Theodora se lo pensó; miraba hacia el prado dentro de la cerca, y el prado afuera de ella.
Parecían iguales, pero, no lo eran.
Ella de algún modo sabía que, si seguía a Richard y entraba por la cerca, no volvería a correr por el prado; la encerrarían de nuevo en una caballeriza; y tendría que quedarse presa ahí, esperando que alguien viniera a darle de comer, que alguien la sacara a caminar; y eso ella no se lo iba a aceptar a nadie más ¡A nadie! Solo a Terry.
Porque Terry era su amigo… su muchacho, al que ella cuidaba como él la cuidaba a ella.
Theodora dio dos pasos hacia atrás, y corcoveó nerviosa relinchando suavemente.
Richard entendió y, sonriendo resignado, cerró la cerca nuevamente.
Ella no se dejaría domar; del mismo modo en que tampoco se había dejado Terry…
Theodora se retiró en un ligero trote y, a mitad de camino se volteó a mirarlo, con el ónix de sus ojos calmo.
Richard la miraba marcharse pero, cosa rara, se detenía cada tanto y trotaba de regreso; se detenía de nuevo, y volvía a alejarse.
Más allá, relinchó fuertemente levantándose sobre sus patas traseras. Altiva y orgullosa, agitando sus crines blancas al viento.
Entonces Richard entendió, que no podía amarrar a Theodora; así como no había podido amarrar a Terry; y entendió además que, haberlo intentado; con él o con ella, había sido su peor error.
No lo intentaría más, y tampoco viajaría a América, como tenía planificado, para obligar a Terry (aún menor de edad) a volver con él a Londres. No lo haría.
No encarcelaría a Theodora… ni le haría a su hijo lo mismo que se había dejado hacer a sí mismo.
El Duque de Granchester se quedó ahí, apoyando su mentón sobre los brazos que reposaba sobre la cerca; mirando a la hermosa yegua trotar de un lado hacia otro; sin querer volver, pero sin terminar de irse.
Los mozos recibieron la orden de no intentar contener nuevamente a la yegua; que la dejaran andar por ahí; él estaba seguro de que ella nunca se alejaría demasiado, que no iba a volver a desaparecer; pero no la iba a volver a domar.
En secreto, le gustaba que fuera así; como igualmente en secreto, le gustaba que Terry ahora viviera como él quería vivir.
Así que, los dejó en paz a los dos, y él, siguió con la vida que había escogido.
Dicen, que todavía se suele ver a la yegua blanca por los prados del palacio Granchester; hace unos años un pequeño potrillo le acompañaba. Absolutamente blanco, como ella; pero con las crines muy negras; y más tarde, le acompañarían un par más.
Como cosa extraña, cuentan los lugareños que la campiña Granchester, es la única en toda Inglaterra, que tiene caballos salvajes, rodeando siempre sus linderos. Hermosos como pocos, corriendo a todo correr.
Libres, para siempre.
Por eso le recibió cariñosa; como siempre pero esta vez, en demasía.
Cuando el muchacho se le acercó y le palmeó la mejilla, ella rozó su nariz varias veces en el hermoso rostro y el lustroso cabello castaño del joven, haciéndole saber que, como siempre, ella estaba ahí para él.
Terry se dejaba acariciar. Lo necesitaba, y nadie nunca le había acariciado tan sincera y dulcemente, como su Theodora.
- ¿Sabes, Theodora? – dijo él con un hijo de voz – ¡Le he hecho un gran daño!... A Candy ¿Recuerdas aquella noche en que nos reunimos aquí, y la Hna Grey nos encontró? Pues la han encerrado en el cuarto de castigo, y ahora… ahora parece que su familia adoptiva va a repudiarla, porque están pensando de ella quién sabe qué indecencia… ¡Y es mi culpa, por haber sido tan tonto y haberme dejado caer en esa trampa tan simple!
Abrazado al rostro de Theodora, Terry cerró los ojos y dos lágrimas corrieron de inmediato por sus mejillas…
Si había algo que Theodora nunca había soportado, es ver el dolor de Terry.
Habían crecido juntos; cuando ella era solo una potrilla la llevaron a aquella campiña enorme donde se encontraba el palacio Grandchester.
Cuando le montaron encima a aquel hermoso niñito de ojos azules, ella tuvo miedo al principio pero él, acarició sus crines con ternura, absolutamente maravillado de su belleza.
Theodora ni siquiera se movía, por no asustarlo; el niño era tan delicado con ella que ni siquiera había aceptado coger el fuete que el caballerizo le presentara; así que ella tampoco quería lastimarlo.
Fueron los mejores amigos siempre; tanto que, cuando a Terry le internaron en el San Pablo, la única condición que el chico puso para aceptar ir y dejar de amenazar a su padre, fue que Theodora le acompañase en su encierro.
El Duque había puesto sus reticencias…
- ¡Eres el Duque de Granchester! – exclamaba el chico haciendo ademanes burlescos – y has donado dinero a ese lugar como para que te hospeden la hacienda entera; así que deja de ponerme pegas. Quiero a Theodora conmigo, sino ¡me largo en el primer barco que me coja de grumete y no me vuelves a ver, te lo juro!
En realidad, no fue difícil; era el sobrino mimado del Rey de Inglaterra ¿quién le iba negar lo que sea?
Aún no tenía 13 años cuando le internaron, y a ella con él.
Era feliz, aunque esta caballeriza era mucho más estrecha que la de la villa del Duque; y además estaba ahí sola, no habían más caballos con ella.
Sus noches eran generalmente muy solitarias, y además frías… esa ciudad era muy fría.
Pero ella era feliz porque, cada mañana apenas saliendo el sol; él venía siempre puntual; la acariciaba, la bañaba con agua que él mismo calentaba para ella; le ponía su heno y le limpiaba la cuadra. Siempre le traía alguna mañosería: una manzanita o alguna zanahoria, y le cantaba; a veces le recitaba. Pasaba horas contándole cualquier cosa, y ella lo escuchaba atenta, porque su voz; suave y grave, era como un bálsamo que le brindaba paz.
Luego, la ensillaba con mucho cuidado y, besando su nariz, la montaba y la sacaba a cabalgar por los linderos del gran colegio.
A ella le gustaba mucho correr, y cuando él notaba que deseaba hacerlo, le dejaba la rienda suelta permitiéndole llevarlo hasta donde dieran sus fuerzas.
Otras veces, lo hacía no por ella; si no por él.
Porque la furia, la frustración y la tristeza, que parecían ser una constante en su vida, se calmaban luego de llorar mordiendo un sollozo herido, mientras ella corría como el viento, llevándolo seguro sobre su maternal grupa.
Ella amaba a ese muchacho; desde que lo vio, pequeñito, por primera vez, lo amó; y se juró ser para él, lo que él le contaba que jamás había tenido: su mejor amiga.
Pero cuando lo veía feliz ¡cuán feliz era ella!
Ahora le hablaba de ella, de aquella graciosa niña pecosa que, parecía ser de alguna manera, el motivo de los pocos momentos de alegría de su muchacho.
Ella no entendía bien de lo que le hablaba; pero reconocía el nombre de la chica. Lo que sea que él le estuviera contando tenía que ver con ella, y le causaba una profunda tristeza.
- Mi padre no quiere escucharme, Theodora…- continuaba diciendo mientras la acariciaba – pero tú ya sabes que eso no es nada raro. Quiero ayudarla ¡tengo que hacerlo! Pero estando solo, no me quedan muchas opciones, sino una sola. Si no me voy, mi sola presencia continuará perjudicándola. He venido a despedirme Theodora, tengo que irme. No encuentro otra cosa que hacer para resarcirla.
Terry, permitió que Theodora limpiara sus lágrimas con sus caricias; él también acarició tiernamente sus crines y sus orejas.
Abrió de par en par las puertas de su establo; la ensilló delicadamente y besó su nariz. Se subió a su grupa y ella, no movió ni un pelo; porque con él, ella siempre era dócil y delicada.
- ¡Vamos Theodora! – gritó Terry, y ella adivinó en su voz herida, que una vez más era presa de esa terrible mezcla de dolor y frustración que había sido una constante en su vida.
A ella no se lo tenían que repetir. Con una orden de su muchacho, le bastaba.
Movió sus fuertes patas con toda la potencia de la que era capaz y salió disparada de aquel establo, llevando a su amado Terry sobre ella; y le habría gustado tener alas, como esos caballos de los cuentos que Terry le contaba a veces, para volar ¡Volar alto hacia el cielo! Y llevárselo con ella.
Desaparecer con él entre las nubes, hasta llevarlo a algún lugar donde no hubiera más dolor, ni más rabia. Donde quiera, que él pudiera ser feliz.
Esa fue la última vez que lo vio.
Cuando se dieron cuenta en el colegio que Terry ya no estaba, lo notaron porque los relinchos enojados de la yegua llamaron la atención de los jardineros. La cuadra de la yegua hedía terriblemente; el agua y el heno que Terry le había dejado, se había terminado hace tiempo.
Theodora miraba a todos los que llegaban, extrañados, a su lugar; como si con sus grandes ojos de ónix, les preguntara quiénes eran ellos y por qué Terry no estaba ahí.
Pasaron tres semanas entre que el colegio avisó al Duque que su hijo había desaparecido, y que él enviara a alguien a recoger a la yegua.
Los mozos que llegaron con el mayordomo de la villa, se asombraron de hallarla tan delgada.
No había querido comer nada de la mano de nadie desde que Terry se había ido. A nadie le extrañó; el chico se ocupaba de ella personalmente desde que era niño; así que Theodora no tenía más amo que él. Ella no tenía confianza en más nadie.
Cuando le pusieron su brida y la sacaron del colegio para meterla en un carromato que la llevaría de vuelta al palacio Granchester, ella buscó con su mirada a Terry; y no permitió que la metieran en ningún sitio hasta que se aseguró de que él no estaba ahí.
Corcoveó desesperada.
Cuatro mozos fueron pocos para intentar contenerla, la yegua se asalvajó de repente, cosa que nunca ninguno de ellos la había visto hacer.
Uno de ellos, en su temor por no poder controlar a la yegua, cometió un error garrafal: tomó un fuete y asestó un latigazo con toda su fuerza en el anca de la yegua.
Si pensó que con eso ella se domaría ¡qué equivocado estaba!
Al sentir el dolor quemante a su costado, la yegua relinchó embravecida y atacó a coces a todos los que tenía cerca.
Nadie pudo controlarla.
Las bridas se reventaron, y Theodora salió, corriendo a todo correr, absolutamente desbocada; con un hilillo de sangre corriéndole por el flanco, y haciendo resonar sus cascos por las empedradas calles de aquel Londres que amanecía.
Las personas que, poco a poco iban poblando la capital inglesa, se asombraban de ver a aquella hermosa yegua blanca, corriendo como loca por las calles.
Sin tener un rumbo fijo Theodora corrió con toda su fuerza, durante horas.
Cuando logró tranquilizarse, había llegado a las afueras de la ciudad; se internó en un prado y se regodeó con el cielo azul que tenía delante, y con los aromas que le llegaban de la naturaleza.
Comió por primera vez en días y anduvo libremente, sin órdenes ni ataduras, por primera vez en su vida.
Dicen que los caballos tienen un sentido de orientación infalible, y que siempre terminan regresando al hogar que conocen.
Esta, no fue la excepción.
En los días siguientes, la yegua blanca fue vista en carreteras y campiñas.
Había un aviso sobre la yegua extraviada del Duque de Granchester, así que más de una vez tuvo que defenderse y huir de alguien que la quería atrapar. Nadie pudo.
Theodora había descubierto que era fuerte y brava; así nadie la podía. Ella no se iba a dejar.
Con el pasar de los días, un mozo dio aviso de que habían visto una yegua blanca, parecida a la del señorito Terry, andando por el prado que circundaba al palacio Granchester. Salieron a buscarla y una vez más, intentaron sin éxito atraparla.
Los mozos volvieron sin acatar las órdenes, y el Duque, que comenzaba a entender la situación, dedicó sus mañanas y su tiempo libre, a observar hacia el horizonte de su vasta propiedad.
Una mañana la vio; trotando a lo lejos en el prado. Hermosa y altiva; orgullosa como ella sola.
Las crines le habían crecido en las semanas que llevaba extraviada y el ejercicio al aire libre, la había vuelto aún más esbelta y musculosa que antes; era como estar viendo un caballo salvaje de las llanuras americanas; y sin embargo, era ella. La Theodora de su hijo.
Ella sabía dónde estaba; había buscado encaminar sus pasos hacia ahí, porque sabía que ese era el hogar de Terry. Ahí era donde lo había conocido, y ahí habían crecido juntos. No había pasado tanto como para no acordarse; pero no se acercaba.
Porque desde lejos, Theodora observaba que iba y venía mucha gente, pero ninguno era Terry.
Una mañana, reconoció al Duque, observándola a lo lejos.
Corcoveó confundida; le conocía pero no sabía si era seguro acercársele.
El Duque formó una rutina: cada mañana salía a las lindes del prado, y apoyado a las cercas de madera que delimitaban su propiedad, se dejaba ver por ella, que de lejos en quietud, lo observaba.
Con el pasar de los días, Theodora decidió acercarse.
Richard la vio venir, y creyó que había logrado su cometido; pero ella aún era prudente.
Richard la llamaba por su nombre; ese nombre que no escuchó nunca pronunciar a nadie más que a Terry, y su voz, aunque no era la suya ¡se parecía tanto!
Al final decidió acercarse a la cerca; se acercó a él, frotó su nariz a su rostro.
Y no, no era él, pero olía igual; y su voz sonaba similar cuando le hablaba con la misma dulzura, e incluso, con una tristeza parecida.
Habiéndose hecho amigos en poco tiempo, un día el Duque lo intentó; hizo que ella lo siguiera en su caminata hasta llegar a la puerta de la cerca, y la abrió de par en par para que ella entrara.
Si lo conseguía, eso sería todo. Theodora se dejaría conducir por él hacia las caballerizas, y la habría puesto a salvo.
No quería perderla; después de todo, era la yegua favorita de su hijo, y al final de cuentas, lo único que le quedaba de él.
Pero ella no se engañaba; Richard, aunque se parecía en mucho, no era Terry; y ella no entraría a un lugar donde no estuviera él.
Cuando vio la puerta abierta, Richard la llamó dulcemente por su nombre; le sonrió con una sonrisa parecida a la de Terry, y le extendió amablemente su mano, con dos terrones de azúcar; tentándola.
Theodora se lo pensó; miraba hacia el prado dentro de la cerca, y el prado afuera de ella.
Parecían iguales, pero, no lo eran.
Ella de algún modo sabía que, si seguía a Richard y entraba por la cerca, no volvería a correr por el prado; la encerrarían de nuevo en una caballeriza; y tendría que quedarse presa ahí, esperando que alguien viniera a darle de comer, que alguien la sacara a caminar; y eso ella no se lo iba a aceptar a nadie más ¡A nadie! Solo a Terry.
Porque Terry era su amigo… su muchacho, al que ella cuidaba como él la cuidaba a ella.
Theodora dio dos pasos hacia atrás, y corcoveó nerviosa relinchando suavemente.
Richard entendió y, sonriendo resignado, cerró la cerca nuevamente.
Ella no se dejaría domar; del mismo modo en que tampoco se había dejado Terry…
Theodora se retiró en un ligero trote y, a mitad de camino se volteó a mirarlo, con el ónix de sus ojos calmo.
Richard la miraba marcharse pero, cosa rara, se detenía cada tanto y trotaba de regreso; se detenía de nuevo, y volvía a alejarse.
Más allá, relinchó fuertemente levantándose sobre sus patas traseras. Altiva y orgullosa, agitando sus crines blancas al viento.
Entonces Richard entendió, que no podía amarrar a Theodora; así como no había podido amarrar a Terry; y entendió además que, haberlo intentado; con él o con ella, había sido su peor error.
No lo intentaría más, y tampoco viajaría a América, como tenía planificado, para obligar a Terry (aún menor de edad) a volver con él a Londres. No lo haría.
No encarcelaría a Theodora… ni le haría a su hijo lo mismo que se había dejado hacer a sí mismo.
El Duque de Granchester se quedó ahí, apoyando su mentón sobre los brazos que reposaba sobre la cerca; mirando a la hermosa yegua trotar de un lado hacia otro; sin querer volver, pero sin terminar de irse.
Los mozos recibieron la orden de no intentar contener nuevamente a la yegua; que la dejaran andar por ahí; él estaba seguro de que ella nunca se alejaría demasiado, que no iba a volver a desaparecer; pero no la iba a volver a domar.
En secreto, le gustaba que fuera así; como igualmente en secreto, le gustaba que Terry ahora viviera como él quería vivir.
Así que, los dejó en paz a los dos, y él, siguió con la vida que había escogido.
Dicen, que todavía se suele ver a la yegua blanca por los prados del palacio Granchester; hace unos años un pequeño potrillo le acompañaba. Absolutamente blanco, como ella; pero con las crines muy negras; y más tarde, le acompañarían un par más.
Como cosa extraña, cuentan los lugareños que la campiña Granchester, es la única en toda Inglaterra, que tiene caballos salvajes, rodeando siempre sus linderos. Hermosos como pocos, corriendo a todo correr.
Libres, para siempre.
Gracias por leer...
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