Historias de Mucamas: Lorena, La Contadora.
Candice White Andrew era una presencia omnipresente, muchas de las decisiones tomadas en la mansión, y en la vida de su dueño, estaban relacionadas con esta figura. La mitad de las habitantes de dicha residencia le odiaban de forma activa, siendo participe de las vilezas de Eliza Leagan. Mientras que el restante parecía ser indiferente a esta mujer. Lorena era la única que aún se debatía entre ambos sentimientos. Ciertamente envidiaba la atención que esta recibía por parte de los hombres de tan distinguida familia, sobre todo del patriarca de esta. Pero jamás al punto de actuar sobre dicho sentimiento. Prefería no pensar en ella, si era posible.
Desde pequeña presencio los esfuerzos de sus padres por salir de la pobreza. Su madre trabajaba como mucama en un caserón en el centro de Londres, mientras que su padre trabajaba como marino mercante. Solía sentarse junto a él mientras sacaba cálculos, haciendo malabares para llegar a finales del mes sin endeudarse. Nadie se lo había pedido, pero ella quería colaborar, tratando de costear sus gastos. No eran tantos siendo sólo una estudiante, pero si podía al menos pagar por sus materiales, estaría conforme. Fue así que llegó donde su tío, un hombre que trabajaba limpiando jaulas en un zoológico a las afueras Londres, para pedirle ser su ayudante.
A principio del siglo, intelectuales y políticos, venían hablando de un nuevo liberalismo, uno que hablaba de un estado intervencionista, que luchaba contra la pobreza, la desigualdad social y empujaba reformas sociales de tipo asistencial. El ministro de comercio de aquel entonces, David Lloyd, apoyado por el primer ministro, había logrado aprobar, dentro de un paquete de leyes, la ley de marina mercante, mejorando de manera significativa no sólo el salario de los marinos sino también la seguridad de estos. La posición de su padre había cambiado, ya no era necesario que su madre trabajara, menos que ella siguiera asistiendo a su tío. Pero se resistía a dejar su labor. No quería dejar de verle, de sonreírle, de aprender junto a él. Más un día, sin previo aviso, desapareció. La pequeña cabaña que habitaba vacía se encontraba. Tomó su bolso, su adorada mofeta, dejo los demás animales al cuidado de la administración del zoológico y marchó. Su partida le dolió.
Llegó la guerra y con ella el miedo, la incertidumbre. Su padre vendió todo cuanto poseían, compró boletos sólo de ida para embarcarse rumbo a América. No pudo evitar albergar cierta esperanza de volver a encontrarse con el joven que turbaba su alma, imaginando incontables escenarios, en todos ellos era capaz de transmitir sus sentimientos y en todos ellos era correspondida. Más Estados Unidos resultó ser un país inmenso. Estuvieron en Nueva York por un corto tiempo, a ojos de su progenitor la tumultuosa ciudad era peligrosa. Siguiendo los consejos de nuevos amigos decidió tomar a su familia y volver a trasladarlos. Chicago, fue la ciudad elegida. La vida era apacible, sin contrariedades, con el paso del tiempo se había conformado con la idea de que jamás volvería a ver a Albert.
Ultramarinos, no le gustaba el nombre que su padre le diera a su nueva tienda de abarrotes. Su madre atendía la caja, ella siempre en la parte trasera acomodando los víveres. Sólo de vez en cuando se daba a la tarea, cuando debía reemplazar a sus padres por tramites.
“Esta bien, ¿puede con todo?”
“Sí, muchas gracias”
Esa voz… De pronto un fuerte frenazo, la gente en la calle gritaba, su madre salió a mirar lo que pasaba. Se quedó un rato en la caja, al ver que tardaba decidió cerrar la tienda e ir tras ella. ¡Es él, estoy segura! No alcanzó a hacer o decir nada, ya se lo llevaban. Como nunca antes, ahora se paseaba detrás de la caja, más él volvió a la tienda. Tiempo después se animo a salir, recorrer las calles para buscarle. Entonces le vio, en barrio alejado, fuera de unos departamentos, bolso al hombro y la mofeta en el otro. Levantó la mano en señal de saludo, cuando llego un vehículo, un auto de lujo, se estaciono frente a él. Un hombre bajo del auto, le saludo ceremonioso, tomo sus pertenencias, para luego, ambos, partir sin rumbo conocido.
Volvería a ver esa insignia, en otro auto de lujo, un mozalbete lo conducía. Comenzó a preguntar, si es que alguien conocía el emblema. Leagans, familia de dinero y alcurnia. Al menos ya tenía un nombre y una dirección a la que llegar. Sin decirle nada a sus padres, armó sus maletas y partió. No le importó el volverse mucama con tal de verle. La acomodaron en una habitación, escondida bajo la gran escalera de la mansión. Comenzó sus indagaciones, a preguntando si alguna vez habían visto a un hombre joven, ojos cielos, alto. Nada, nadie parecía conocerlo.
No podía renunciar de forma inmediata, le parecía descortés, así que decidió quedarse unos días. Cuando sucedió. El señorito se ponía de novio, ese día era la fiesta de compromiso. Muchos vehículos llegaron, más de uno poseía la insignia. El estómago se le contrajo, quizás hoy le encontraría. Se paseo entre la gente, ofreciendo refrigerios, escuchando con atención las conversaciones de los invitados.
“Es raro que tantos miembros de la familia Andrew se reúnan…”
“La novia es la hija adoptiva del tío William”
La vio, la misma muchacha que visitaba a Albert en el zoológico, aquella que él decía era su amiga. Ataviada con un hermoso vestido, se plantó delante todos rompiendo el compromiso. El escándalo estaba instaurado, todo el mundo alborotado. Lorena tuvo que juntar fuerzas para no desvanecerse.
“Señoras y Señores, me presento. Soy William Albert Andrew”
Patriarca de la familia, padre adoptivo de la chica. Hizo frente a todos respaldando a su protegida. El ama de llaves saco a toda la servidumbre mandándolas a la cocina. Sólo les fue permito salir cuando la gente ya había abandonado la mansión, y sólo para limpiar. No podía irse, no ahora que le había encontrado. Pero ahora ¿qué hacía? Se mantuvo trabajando mientras buscaba una respuesta a todo lo que pasaba, pensaba y sentía. Rumores rondaban por la mansión, que la chica esa no era la hija adoptiva, era la querida. Que vivieron juntos en Chicago, que lo mejor que pudo pasarle al señorito era que ella se hubiera negado. Habladurías que rompían con sus fantasías. Después de eso, mil veces vio llegar borracho al muchacho, arrastrando los pies, llorando. Su alma simpatizaba con la del joven de la casa. Siempre llegaba la misma mucama a ayudarle, le prestaba el hombro para que él se desahogara mientras secaba sus lágrimas.
Llevaba una botella de whisky, y vasos, al despacho; golpeó la puerta, entrando cuando el señor Leagan le indico que lo hiciera. Discutía de negocios, un hombre de traje gris hablaba rápido, hablaba de números, porcentajes, ganancias y contratos. Siendo ella la hija de un mercante, tantos años sentada al lado de su padre, aprendió a sacar cálculos rápido. Se acercó con el vaso servido, mirando directamente a los ojos del señorito.
“No haga el trato señor”
“¿Qué estas diciendo ahí China?” dijo el hombre de traje gris.
Neal sonrió con malicia, pensando que iba a escarmentarla le obligo a responder. Más la sorpresa se la llevó él, la chica era brillante, en cosa de minutos había desenmascarado al estafador. Leagan llamó a sus hombres para que se ocuparan del embaucador. No le permitió a Lorena dejar la habitación, una vez salieron todos habló.
“¿Te vendrás conmigo?”
La mucama no sabía si le preguntaba o le estaba dando una orden
“¿A dónde mi señor?” sonrió divertida
“A mi nueva mansión…”
Neal despacho a su contador, poniendo a la muchacha en su lugar. No le quito el uniforme, la hacia ir a las negociaciones como un palo blanco, ella servía los tragos mientras se concretaban los tratos. Una vez a solas, comentaban los siguientes pasos. Lorena vio su inteligencia, habilidad y sagacidad, le gustaba que confiara en ella. Con el tiempo pudo notar como la atracción comenzó a crecer entre ellos. Más ninguno quiso romper la extraña intimidad que habían forjado. Él amaba a otra, ella la misma historia. Viendo su reflejo en él, un alma afín, por eso quería verle feliz, amando y siendo amado.
Desde la oscuridad que le brindaba la escalera vio cómo, nuevamente, el joven Leagan llegaba borracho; el jarrón Ming en el suelo, a Raelana presa de los sentimientos, perdiendo la consciencia. En silencio volvió a su habitación, Mimi se haría cargo de la situación. Por un momento, en su mente se encendió una alarma. Si La Condesa o la Srta Ruby se enteraban ¿Cuánto dinero le saldría la gracia?
CONTINUARA...