Como lo acordado en la madrugada, a las nueve de la mañana, un vehículo oficial londinense se estacionaba frente a la residencia de los Andrew.
En el interior de ésta, Candice aguardaba; y mientras lo hacía, platicaba amenamente con Albert quien también ya iba de camino a su oficina.
Al sonido del timbre de la puerta, ella sería la encargada de atender; y al hacerlo, saludaría amable y alegremente al guardia ducal:
— ¡Rufus, buenos días!
— Buenos días, señorita White. ¿Está lista?
— Por supuesto —, ella respondió, preguntándole a Albert — ¿Te veo más tarde?
— Mejor no; y disfruta de tu día a lado de Terry.
Cubierta con un exagerado rubor a su sola mención, Candice se dirigió a Andrew para despedirse, —con un beso en la mejilla—, de él, el cual no pudo evitar el reírse.
Ulteriormente, y sin prestar caso a la burla de su guapo progenitor, la rubia White tomó su bolso y se dispuso a ir con Rufus, quien sí disimulaba una sonrisa que, ¿también y de repente había aparecido en el rostro de su jefe, además de haber sido amable en la mañana, y hasta silbante en lo que iba de camino al teatro Stratford?
Con lo que sus ojos presenciaban, el elegante Rufus sabía la razón, ya que ella, aunque callada durante un trayecto carretero, de repente se le veía sonreír y agachar apenadamente la mirada.
Cuando él, por ir mirándola, atrajo la de ella, ella le diría:
— ¡Es una mañana muy hermosa, ¿no le parece, Rufus?!
— Por supuesto, Milady.
— ¿Es usted casado? — ella comenzó un interrogatorio personal.
— Así es, señorita.
— ¿Y tiene hijos?
— Tres.
— ¡Tres! — Candy exclamó maravillada. — ¡Felicidades!
— Gracias.
— Espero un día poder conocerlos.
— Será un verdadero placer recibirla en Bristol.
— ¿De ahí es usted?
— Mi esposa; pero allá tenemos nuestra residencia.
— Qué bien.
— Y usted…
— No, no tengo hijos — especuló adelantadamente una Candy que sería corregida:
— No iba a preguntarle eso, señorita.
— Oh perdón — dijo ella sonriéndose al imaginarse uno; en cambio, el guardia observaría:
— Pero si los tuviera con el Duque, sin duda alguna, serían muy bellos.
— Oh Rufus ¡Qué cosas dice! — exclamó Candy volviéndose a ruborizar.
— Solamente la verdad, señorita.
— Gracias; es muy amable de su parte.
Con la última línea dicha, la conversación terminó, dedicándose White a mirar nuevamente el camino por el que la conducían; uno que reconocería y afirmaría, al divisar en su marquesina, el nombre del recinto teatral. Lugar que, si por fuera se notaba concurrido, por dentro había menos personas.
Entre ellas, estaba el grupo actoral. Incluso Karen Klaise, quien, al divisar a la rubia a lado de Rufus que ya la escoltaba hasta la oficina:
— ¡¿Candy?! — la actriz la llamó. — ¡¿En verdad, eres tú?!
— ¡Karen! — nombró la rubia al reconocer a la castaña que preguntaría ciertamente intrigada:
— ¡¿Qué haces aquí?!
No obstante, Rufus no dejaría que se llevara a cabo la conversación entre ellas al indicarle:
— Señorita White, vayamos adonde el Duque la espera.
— ¡¿Te casaste con él?! — Karen siguió preguntando; y Candice…
— Te veo después. Pero me dio gusto verte.
— Sí, claro — dijo la actriz que de repente: — ¡Ey, Candy! —, ésta apenas giró la cabeza para oír: — ¡Ten cuidado!
Debido a que la rubia veía a la castaña, precisamente la veía haciéndole una señal.
La dirección apuntada, Candice trató de seguir, pero no vio nada, sino la puerta que se abría al salir uno de los muchos trabajadores.
Detrás del siguiente en la línea, Candice aparecía deseando sonrientemente:
— ¡Buenos días!
— Buenos días, señorita…
— Viene conmigo — dijo Terruce a la señora Edwards quien extendería:
— Oh, mil disculpas
… encargándose la empleada de entregar el sobre correspondiente y una carta al hombre que se había sentado frente al escritorio.
El que se ponía de pie, iría adonde la recién llegada, la cual, al verlo tan sonriente, se volvía a ruborizar, aunque en sí, la culpa sería al beso que cerca de las comisuras de sus labios le dejaban, así como el preguntársele queda y seductoramente:
— ¿Descansaste?
No, era la respuesta por haber permanecido despierta al estar pensando en el beso que él le diera, pero principalmente en la reacción de sus cuerpos al haber sido aquello intensamente apasionante.
Para que volviera a reaccionar, pero de su ensoñación, Terruce preguntaría conforme la tomaba de la mano para sentarla en la silla vecina a él:
— ¿Desayunaste?
— Tomé un plato de frutas.
— Bien. En un par de horas nos traerán el almuerzo.
— Me parece bien. ¿En qué les ayudo? — se ofreció la rubia poniendo atención a lo que el trabajador decía:
— No sé leer, señor Granchester.
— ¿Puedo auxiliarlo? — preguntó Candice asintiendo Terruce.
Tomada la hoja de una mano, la doctora White se dedicó primero a leer, para resumirle al analfabeta:
— Se le hace de su entero conocimiento de que con lo monetariamente recibido queda liquidado todo pendiente que usted tuviera con la Compañía Stratford; y en esta línea… —, ella la señaló, — pondrá su huella o firma de que está de acuerdo.
Para verdaderamente estarlo, el hombre se dedicó a abrir el sobre.
Contado el efectivo, asintió con la cabeza, prosiguiendo entonces, a mojar su pulgar derecho en el cojín de tinta negra y estamparlo en el lugar indicado.
Saldada la cuenta con ese trabajador, dos manos se estrechaban deseándose “suerte”. Y como lo viera Candice: al salir uno entraba inmediatamente el otro.
La señora Edwards, por haber tratado con la mayoría, daba fácilmente con el nombre en turno. Los que no, debían buscarse cuidadosamente.
Dado con el correcto, se repetía el mismo ejercicio, descartando algunas veces a los que sí sabían leer y, que de repente, se ponían un tanto agresivos por no estar de acuerdo con el monto a recibir, o con aquellos que, en un pasado, hubo diferencias actorales entre el entrevistado y el encargado de pagar.
Pero de esos casos molestos que los guardias de seguridad se encargaban de controlar, habría uno ¡muy especial! que pondría bastante tensa a Candice, la cual recordara la advertencia hecha por Karen.
Ayudada a trasladarse por medio de una silla de ruedas y una enfermera encargada de empujar a la misma, hacía su entrada a la oficina, nada menos que la Señora Marlowe, sí, la madre de la difunta Susana, y por meses la considerada suegra de Terruce Granchester, quien, al verla, se inmutó en lo absoluto, hecho que causó la escupidera de veneno por parte de la anciana dama.
— Dichosos los ojos que vuelven a verlo, Duque de Granchester.
— Señora Marlowe… — la nombró la secretaria Edwards; no obstante…
— ¡¿Quién dijo?! — hubo preguntado Candice mirando primero a Terruce y escuchando de la mentada:
— Soy la madre de la Duquesa de Granchester.
— ¡¿Duquesa… Susana?! —, la rubia White no daba cabida a lo oído.
— Eso… señora Marlowe, fue un sueño que jamás se le hizo realidad a su hija.
— ¡Por supuesto! ¡Porque la mataste en el camino, infeliz malnacido!
Con los rabiosos insultos, dos hombres de seguridad dieron raudamente pasos al frente; sin embargo, Terruce les hizo señal de alto; algo que no podía hacer en la mente de Candice al estarse ella formulando infinidad de preguntas que salían disparadas por sus ojos que miraban a otros indiferentes al responder aquello:
— Creo que… su avanzada edad la hace distorsionar la verdad, señora.
— ¡¿Y cuál es según tú?! ¡¿O vas a negar frente a mí la presión que pusiste en ella al informarle debías viajar a Londres?! El médico mismo te advirtió que ella no podía moverse de la cama ni mucho menos hacer un viaje tan largo. ¡¿Y acaso te importó?! ¡Te la llevaste, poniéndola así en riesgo y terminando por matarla!
— Y si tan segura está que yo lo hice, ¿por qué no procedió como debía y cuando podía? ¿no fue porque enfrente de testigos y de usted misma, ella aceptó viajar por su propia voluntad?
— ¡Claro que sí, porque mi hija lo amaba; y no le importaba morir con tal de estar donde usted!
— Entonces, está de acuerdo que fue decisión de ella. Yo le planteé quedarse en América hasta que se recuperara; y después podría alcanzarme. En cambio, no lo aceptó optando por irse conmigo.
— ¡Por supuesto! ¡Porque mi hija presintió que volvería a largarse, pero que, a diferencia de la primera vez, ya no regresaría!
— Y en eso… no le falló, siendo usted una de mis razones para no hacerlo, así que, haga el favor de tomar su dinero y regrese por donde vino, señora. Hay mucha gente esperando y no tienen tiempo, como yo, para estar oyendo sus incoherencias.
— ¡Al menos me hubieras devuelto el cuerpo de mi hija para darle debida sepultura!
— ¡Señora…! — dijo Terry a punto de perder la poca paciencia que ya tenía, — al estar en altamar, se cumplen las leyes marítimas; y se recomendó lanzarse al mar al no haberse garantizado la adecuada conservación de su cuerpo a bordo. Así que, cuando vaya a las playas del océano, no dude tirar una flor para su hija. Los animales, seguro, la esparcieron por doquier en el momento de estársela comiendo. ¡Ahora salga de aquí, y evíteme la pena de volver a verla!
— ¡Te arrepentirás por tratarme así!
— Arrepentido he vivido desde el día que las conocí.
Con la conclusión de su sentencia, Terruce dio la orden a Rufus de acompañarlas hasta la salida del teatro, quedándose uno de los guardias a cargo de vigilarlas e impedirles el acceso en caso de volver a intentarlo.
Quien intentaría interrogarlo sería Candice, quien temblorosamente se oía al indagar:
— Terry… ¿es… verdad todo eso?
— ¡¿A qué verdad te refieres con “todo eso”, Candice?! —, Granchester se volvió muy molesto hacia ella que oiría: — ¡Escuchaste claramente dos versiones: la mal intencionada de la señora esa y la mía! ¡¿Cuál está teniendo más validez para ti?! ¡Elige! ¡Y que, esa… sea la verdad que quieres saber! ¡El que sigue! — gritó un enfurecido Terruce yendo hacia la puerta seguida de la llorosa mirada de la rubia que… concentró su ser en el dolor que se prendía de su corazón.
Como regla general, otorgo los debidos créditos a las autoras correspondientes, siéndolo yo de la idea compartida.
Noble Responsability Capítulo 16
Última edición por Citlalli Quetzalli el Sáb Abr 25, 2020 10:20 pm, editado 2 veces