Capítulo 1
—Señor Graham, bienvenido. Es un honor para nosotros poder contar con su presencia. —Un hombre de barba entrecana me recibe apenas piso la banqueta. La puerta del auto se cierra a mi espalda—. Por aquí, por favor. —Extiende el brazo para guiarme a través del improvisado vallado que separa la zona restringida del área pública del parque.
Central Park está abarrotado de gente que ha venido a ver la competencia de patinaje artístico infantil. A la organización del evento —una fundación en pro de la niñez—, se le ocurrió que el evento tendría mayor impacto si se hacía en un espacio abierto al que cualquiera pudiera acceder. La intención es recaudar fondos y a la vez impulsar los pequeños talentos.
A la encargada de relaciones públicas también se le ocurrió que contar con la presencia de una figura pública como yo atraería más la atención de la gente. Motivo por el que estoy aquí, caminando hasta mi lugar junto a los jueces. De patinaje sé lo mismo que de medicina, es decir, nada. Sin embargo, como uno de los principales benefactores de la fundación, no pude negarme a apoyarlos.
—Señor Graham, bienvenido. —Una mujer de mediana estatura nos intercepta a unos metros de llegar al área de jueces. Estaba tendiéndome la mano para saludarme, así que no puedo esquivarla sin rayar en lo grosero.
—Gracias, señorita —respondo tomando su mano en un corto, pero firme apretón.
—Loise —aclara como si le estuviera preguntando su nombre—. Soy la encargada de relaciones públicas de uno de los patrocinadores. —Empiezo a caminar mientras ella sigue hablando, ya me imagino lo que quiere—. Estamos muy interesados en tener una pequeña charla con usted —dice de carrerita cuando ve que ya llegamos hasta la mesa de los jueces.
—Gusto en conocerla, señorita —digo a modo de despedida. Espero que eso baste para que comprenda que no voy a tener ninguna charla con su jefe ni con ella.
El hombre que me acompaña retira la silla que me corresponde y enseguida tomo mi lugar. Somos cinco jueces, espero que los demás sí sepan de qué va el tema de los saltos y giros porque yo me limitaré a disfrutar de las actuaciones de las pequeñas.
Saludo con unas cuantas inclinaciones de cabeza a los otros cuatro jueces —tres hombres y una mujer—. Agradezco en silencio que la mujer esté a dos hombres de distancia. Siempre que tengo a una al lado intentan llamar mi atención con conversaciones que no me interesan.
Observo la pista de hielo montada especialmente para la competencia y que, gracias a uno de los patrocinadores, podrá quedarse un par de semanas más para el disfrute de cualquiera que venga al parque. La pista está rodeada por un vallado de madera con carteles que exhiben logotipos e imágenes de los patrocinadores; distingo una reconocida marca de refrescos, una casa de moda —la encargada de confeccionar los trajes de las concursantes—, y, por supuesto, el escudo del Ayuntamiento.
Las gradas que colocaron alrededor de la pista están casi llenas, el bullicio y la expectativa invade el ambiente, tornándolo festivo. Ni el frío ni el aviso de nevada para este día logran que la emoción decaiga. Centenares de personas —cubiertas con ropa abrigadora de la cabeza a los pies—, esperan con ansias que inicie la competencia. Elevo la mirada al toldo blanco con el logotipo de la marca de refrescos que cubre nuestras cabezas, única protección entre nosotros y la posible nevada. Espero que sea resistente, no quiero quedar sepultado bajo un montón de nieve.
El mismo hombre que me acompañó hasta aquí reaparece a mi lado con una carpeta. La coloca frente a mí, sobre la mesa, y se marcha nuevamente. De reojo veo que los otros jueces tienen una carpeta igual. La tomo para mirar el contenido, imagino que debe ser el programa.
Leo los nombres de los primeros cuatro participantes y de la música que usarán para acompañar su número, pero no me da tiempo de leer los restantes porque la directora de la fundación se para en una pequeña tarima colocada al otro extremo de nuestra mesa. Tiene un pódium que usa para poner lo que supongo es su discurso. Me sorprendo al ver que alguien le entrega un micrófono, hasta ese momento no pensé en que necesitaría uno para hacerse oír ante todos los presentes. En el teatro, gracias a la acústica del inmueble, todavía no hemos necesitado hacer uso de ellos.
La señora Astor agradece a la audiencia su apoyo al comprar las entradas, promete que todo el dinero recaudado —tanto de las entradas como lo donado por los patrocinadores y la acaudalada gente de sociedad—, será usado para beneficio de las casas hogar y escuelas participantes. También anuncia el premio para la ganadora: una beca completa en una reconocida academia de patinaje artístico. La gente aplaude ante eso. Cuando los aplausos cesan gira un poco su cuerpo para vernos, por lo que intuyo que va a presentarnos.
Uno por uno, en el orden que estamos sentados, va dando el nombre de cada juez. Es así cómo me entero que la academia que ofrece la beca es dirigida por la mujer que es parte del jurado. No retengo los nombres de ninguno, no volveré a verlos por lo que no me interesa saber quién es quién. Cuando menciona mi nombre, la gente se vuelve loca. Levanto la mano unos segundos para agradecerles su entusiasmado recibimiento. Mi trayectoria como actor shakesperiano me ha granjeado el reconocimiento del público, sobre todo del femenino. En los últimos cuatro años mi popularidad ha crecido tanto que raya en la locura.
La directora de la fundación termina su discurso bajo el aplauso del público. Un hombre toma el lugar de ella para dar inicio a la primera fase de la competencia. En esta serán eliminados diez de los quince competidores. Solo hay lugar para cinco finalistas, quienes estarán en la última fase que se celebrará en tres días.
La primera participante es llamada a la pista y relego mis divagaciones al fondo de mi mente para poner atención a la pequeña de diez años que comienza a danzar sobre el hielo. La música es “Claro de Luna”, la famosa sonata de Beethoven. Como actor de teatro clásico, cualquiera pensaría que soy amante de este tipo de música; cinco años atrás habrían acertado, hoy no. En estos días de oscuridad, prefiero las letras sangrantes de algún blues.
La niña termina su número, sin embargo, no sé nada sobre este. Me reprendo al darme cuenta de que me perdí casi toda la presentación. Garabateo una marca en su nombre para recordar ponerle una calificación al final. Espero ser justo con ella, pues me guiaré de los aplausos con el que el público la despide.
El tiempo pasa entre saltos y giros acompañados de las ovaciones de la gente en las gradas. Mentiría si dijera que no disfruté de las actuaciones de las pequeñas, no soy tan insensible. Cosa que ratifico cuando llega el momento de entregar nuestras calificaciones. No quiero darle puntuación baja a ninguna por dos motivos: no sé nada sobre técnica y no quiero ser el que rompa sus tiernas ilusiones.
Decido echar una ojeada a las puntuaciones de mi compañero juez sentado a mi derecha, del cual recuerdo es un ex profesional del patinaje; algo debe saber del tema. Sietes y ochos.
«Tacaño», pienso devolviendo la mirada a mis propias notas.
Indeciso resuelvo poner un ocho a todos los participantes, ni tan bajo ni tan alto. Le hago una seña al hombre que ha estado al pendiente de que mi vaso con agua esté siempre lleno, indicándole que estoy listo. La marca que puse a la primera niña llama mi atención, todavía me siento culpable de no haber apreciado su presentación como debía. En un arranque pongo un “+1” junto al ocho. Un punto extra por mi despiste.
Mientras los organizadores revisan nuestras calificaciones, me dedico a observar a mi alrededor. Las luces que pusieron en varios puntos alrededor de la pista relucen más ahora que ya es media tarde. En el lateral de la pista están las niñas, en espera de que mencionen los nombres de las finalistas. Junto a ellas hay varios adultos, mujeres la mayoría, los cuales supongo deben ser familiares de las concursantes. La tensión se ha adueñado del ambiente, incluso el público en las gradas guarda silencio en espera de la decisión de los jueces. Pasados unos minutos, la señora Astor sube a la tarima. La gente aplaude, emocionada.
Empieza agradeciendo el esfuerzo de todas las participantes. Resalta la maravillosa actuación de cada una, sin omitir lo complicada y reñida que ha sido esta primera fase. Aburrido de tanta palabrería, vuelco mi atención a los rostros ansiosos de las protagonistas de la competencia. Es entonces, mientras la directora de la fundación da el nombre de la primera finalista, que mi corazón despierta, bombea con ritmos furiosos, ensordeciéndome.
En la pista, las niñas que ya han sido mencionadas hacen una fila frente a nosotros, no obstante, mi atención sigue enfocada en la mujer de vestido azul parada a un lado de la pista. A pesar de la distancia reconozco cada uno de sus rasgos. Busco con la mirada las coletas, pero en su lugar hay un recogido en el lado izquierdo que deja libre la mitad de su cabello. Mira al frente, a la pista, con una sonrisa orgullosa. Sigo la dirección de su mirada, donde ya hay cinco niñas en fila, tomándose de las manos. Una de ellas no los mira a ellos, sino a la preciosa rubia que acaba de romper la falsa estabilidad que con mucho esfuerzo estaba consiguiendo. La pequeña tiene una sonrisa que no cabe en su rostro.
El aplauso del público llena el ambiente, las niñas se inclinan en una reverencia, agradeciendo a los presentes. Mientras eso pasa, abandono mi lugar en la mesa. Camino entre los organizadores sin prestar atención a nadie, escucho que alguien me llama, pero no me detengo. Necesito irme. Salir de aquí antes de hacer alguna tontería; como ir a llorarle a la mujer que me dejó sin volver la vista atrás una sola vez.
Continuará...
N.A: Casi no llego, pero acá estoy en mi décima participación, como siempre, con mis queridas Centinelas. Central Park está abarrotado de gente que ha venido a ver la competencia de patinaje artístico infantil. A la organización del evento —una fundación en pro de la niñez—, se le ocurrió que el evento tendría mayor impacto si se hacía en un espacio abierto al que cualquiera pudiera acceder. La intención es recaudar fondos y a la vez impulsar los pequeños talentos.
A la encargada de relaciones públicas también se le ocurrió que contar con la presencia de una figura pública como yo atraería más la atención de la gente. Motivo por el que estoy aquí, caminando hasta mi lugar junto a los jueces. De patinaje sé lo mismo que de medicina, es decir, nada. Sin embargo, como uno de los principales benefactores de la fundación, no pude negarme a apoyarlos.
—Señor Graham, bienvenido. —Una mujer de mediana estatura nos intercepta a unos metros de llegar al área de jueces. Estaba tendiéndome la mano para saludarme, así que no puedo esquivarla sin rayar en lo grosero.
—Gracias, señorita —respondo tomando su mano en un corto, pero firme apretón.
—Loise —aclara como si le estuviera preguntando su nombre—. Soy la encargada de relaciones públicas de uno de los patrocinadores. —Empiezo a caminar mientras ella sigue hablando, ya me imagino lo que quiere—. Estamos muy interesados en tener una pequeña charla con usted —dice de carrerita cuando ve que ya llegamos hasta la mesa de los jueces.
—Gusto en conocerla, señorita —digo a modo de despedida. Espero que eso baste para que comprenda que no voy a tener ninguna charla con su jefe ni con ella.
El hombre que me acompaña retira la silla que me corresponde y enseguida tomo mi lugar. Somos cinco jueces, espero que los demás sí sepan de qué va el tema de los saltos y giros porque yo me limitaré a disfrutar de las actuaciones de las pequeñas.
Saludo con unas cuantas inclinaciones de cabeza a los otros cuatro jueces —tres hombres y una mujer—. Agradezco en silencio que la mujer esté a dos hombres de distancia. Siempre que tengo a una al lado intentan llamar mi atención con conversaciones que no me interesan.
Observo la pista de hielo montada especialmente para la competencia y que, gracias a uno de los patrocinadores, podrá quedarse un par de semanas más para el disfrute de cualquiera que venga al parque. La pista está rodeada por un vallado de madera con carteles que exhiben logotipos e imágenes de los patrocinadores; distingo una reconocida marca de refrescos, una casa de moda —la encargada de confeccionar los trajes de las concursantes—, y, por supuesto, el escudo del Ayuntamiento.
Las gradas que colocaron alrededor de la pista están casi llenas, el bullicio y la expectativa invade el ambiente, tornándolo festivo. Ni el frío ni el aviso de nevada para este día logran que la emoción decaiga. Centenares de personas —cubiertas con ropa abrigadora de la cabeza a los pies—, esperan con ansias que inicie la competencia. Elevo la mirada al toldo blanco con el logotipo de la marca de refrescos que cubre nuestras cabezas, única protección entre nosotros y la posible nevada. Espero que sea resistente, no quiero quedar sepultado bajo un montón de nieve.
El mismo hombre que me acompañó hasta aquí reaparece a mi lado con una carpeta. La coloca frente a mí, sobre la mesa, y se marcha nuevamente. De reojo veo que los otros jueces tienen una carpeta igual. La tomo para mirar el contenido, imagino que debe ser el programa.
Leo los nombres de los primeros cuatro participantes y de la música que usarán para acompañar su número, pero no me da tiempo de leer los restantes porque la directora de la fundación se para en una pequeña tarima colocada al otro extremo de nuestra mesa. Tiene un pódium que usa para poner lo que supongo es su discurso. Me sorprendo al ver que alguien le entrega un micrófono, hasta ese momento no pensé en que necesitaría uno para hacerse oír ante todos los presentes. En el teatro, gracias a la acústica del inmueble, todavía no hemos necesitado hacer uso de ellos.
La señora Astor agradece a la audiencia su apoyo al comprar las entradas, promete que todo el dinero recaudado —tanto de las entradas como lo donado por los patrocinadores y la acaudalada gente de sociedad—, será usado para beneficio de las casas hogar y escuelas participantes. También anuncia el premio para la ganadora: una beca completa en una reconocida academia de patinaje artístico. La gente aplaude ante eso. Cuando los aplausos cesan gira un poco su cuerpo para vernos, por lo que intuyo que va a presentarnos.
Uno por uno, en el orden que estamos sentados, va dando el nombre de cada juez. Es así cómo me entero que la academia que ofrece la beca es dirigida por la mujer que es parte del jurado. No retengo los nombres de ninguno, no volveré a verlos por lo que no me interesa saber quién es quién. Cuando menciona mi nombre, la gente se vuelve loca. Levanto la mano unos segundos para agradecerles su entusiasmado recibimiento. Mi trayectoria como actor shakesperiano me ha granjeado el reconocimiento del público, sobre todo del femenino. En los últimos cuatro años mi popularidad ha crecido tanto que raya en la locura.
La directora de la fundación termina su discurso bajo el aplauso del público. Un hombre toma el lugar de ella para dar inicio a la primera fase de la competencia. En esta serán eliminados diez de los quince competidores. Solo hay lugar para cinco finalistas, quienes estarán en la última fase que se celebrará en tres días.
La primera participante es llamada a la pista y relego mis divagaciones al fondo de mi mente para poner atención a la pequeña de diez años que comienza a danzar sobre el hielo. La música es “Claro de Luna”, la famosa sonata de Beethoven. Como actor de teatro clásico, cualquiera pensaría que soy amante de este tipo de música; cinco años atrás habrían acertado, hoy no. En estos días de oscuridad, prefiero las letras sangrantes de algún blues.
La niña termina su número, sin embargo, no sé nada sobre este. Me reprendo al darme cuenta de que me perdí casi toda la presentación. Garabateo una marca en su nombre para recordar ponerle una calificación al final. Espero ser justo con ella, pues me guiaré de los aplausos con el que el público la despide.
El tiempo pasa entre saltos y giros acompañados de las ovaciones de la gente en las gradas. Mentiría si dijera que no disfruté de las actuaciones de las pequeñas, no soy tan insensible. Cosa que ratifico cuando llega el momento de entregar nuestras calificaciones. No quiero darle puntuación baja a ninguna por dos motivos: no sé nada sobre técnica y no quiero ser el que rompa sus tiernas ilusiones.
Decido echar una ojeada a las puntuaciones de mi compañero juez sentado a mi derecha, del cual recuerdo es un ex profesional del patinaje; algo debe saber del tema. Sietes y ochos.
«Tacaño», pienso devolviendo la mirada a mis propias notas.
Indeciso resuelvo poner un ocho a todos los participantes, ni tan bajo ni tan alto. Le hago una seña al hombre que ha estado al pendiente de que mi vaso con agua esté siempre lleno, indicándole que estoy listo. La marca que puse a la primera niña llama mi atención, todavía me siento culpable de no haber apreciado su presentación como debía. En un arranque pongo un “+1” junto al ocho. Un punto extra por mi despiste.
Mientras los organizadores revisan nuestras calificaciones, me dedico a observar a mi alrededor. Las luces que pusieron en varios puntos alrededor de la pista relucen más ahora que ya es media tarde. En el lateral de la pista están las niñas, en espera de que mencionen los nombres de las finalistas. Junto a ellas hay varios adultos, mujeres la mayoría, los cuales supongo deben ser familiares de las concursantes. La tensión se ha adueñado del ambiente, incluso el público en las gradas guarda silencio en espera de la decisión de los jueces. Pasados unos minutos, la señora Astor sube a la tarima. La gente aplaude, emocionada.
Empieza agradeciendo el esfuerzo de todas las participantes. Resalta la maravillosa actuación de cada una, sin omitir lo complicada y reñida que ha sido esta primera fase. Aburrido de tanta palabrería, vuelco mi atención a los rostros ansiosos de las protagonistas de la competencia. Es entonces, mientras la directora de la fundación da el nombre de la primera finalista, que mi corazón despierta, bombea con ritmos furiosos, ensordeciéndome.
En la pista, las niñas que ya han sido mencionadas hacen una fila frente a nosotros, no obstante, mi atención sigue enfocada en la mujer de vestido azul parada a un lado de la pista. A pesar de la distancia reconozco cada uno de sus rasgos. Busco con la mirada las coletas, pero en su lugar hay un recogido en el lado izquierdo que deja libre la mitad de su cabello. Mira al frente, a la pista, con una sonrisa orgullosa. Sigo la dirección de su mirada, donde ya hay cinco niñas en fila, tomándose de las manos. Una de ellas no los mira a ellos, sino a la preciosa rubia que acaba de romper la falsa estabilidad que con mucho esfuerzo estaba consiguiendo. La pequeña tiene una sonrisa que no cabe en su rostro.
El aplauso del público llena el ambiente, las niñas se inclinan en una reverencia, agradeciendo a los presentes. Mientras eso pasa, abandono mi lugar en la mesa. Camino entre los organizadores sin prestar atención a nadie, escucho que alguien me llama, pero no me detengo. Necesito irme. Salir de aquí antes de hacer alguna tontería; como ir a llorarle a la mujer que me dejó sin volver la vista atrás una sola vez.
Continuará...
Es una historia corta así que nos vemos con un capítulo todas las noches de aquí a que termine la guerra.
P.D.1. Nidia, esta es tu historia.
P.D.2. ConnydeG acá saldrá la escena que querías.
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Última edición por Jari el Vie Abr 24, 2020 10:01 pm, editado 1 vez