Capítulo 2
Apenas cierro la puerta de calle voy a mi estudio, el lugar donde paso la mayor parte de mi tiempo cuando no estoy en el teatro. El sillón tras mi escritorio, testigo mudo de mis peores momentos, me recibe con un crujido cuando me siento. Aprieto las muelas con fuerza, ese sonido es el recordatorio que necesitaba para volver a mis sentidos.
Tomo el libreto que dejé por la mañana en el escritorio dispuesto a retomar mi estudio. El título de la obra baila ante mis ojos, pero no soy capaz de darle la vuelta a la hoja para reanudar la lectura. Me quedo con la mirada fija en la página blanca, las letras comienzan a tornarse borrosas y, poco a poco, el rostro sonriente de ella toma forma en mi mente, asaltándome sin piedad, con la misma fuerza que en el parque, como si la tuviera frente a mí.
El título de la obra desaparece de mi visión, solo ella permanece ante mis ojos, erigiéndose dueña de mis pensamientos. Cierro las manos en puños con tanta fuerza que las hojas del cuadernillo crujen, al mirarlo me percato que está doblado y arrugado entre mis manos. El rencor en mí aumenta al ser consciente de lo que ella ha causado en mí después de tanto tiempo. Molesto conmigo mismo aviento el libreto sobre el escritorio. Echo el cuerpo hacia atrás, recargándome del respaldo del sillón; este vuelve a crujir y mi paciencia se termina. Furioso doy un golpe sobre el escritorio con el puño y los lápices sobre este saltan. Abandono el sillón porque la marea de emociones ya no me deja estar quieto.
Camino de un lado a otro a través de la habitación, haciéndome mil preguntas. Mis cabellos están desordenados por todas las veces que mis manos han terminado ahí, jalándolos con saña como si con eso pudiera arrancarla de mis pensamientos.
¿Por qué tenía que aparecer así, de la nada?
Tiempo atrás habría matado por tener la oportunidad de verla, aunque fuera de lejos como hizo ese día, sin embargo, ya no era el caso. En ese momento, lo único que quería era olvidar que sus ojos se posaron en esa cara sonriente de aspecto inocente.
—Inocente —mascullo entre dientes y la ira vuelve a mí.
Mis manos vuelven a mis cabellos, la frustración y la furia pugnado entre ellas no me dan tregua. La primera porque a pesar de la segunda no puedo evitar que mi corazón lata emocionado ante su recuerdo.
—Maldito traidor —susurro con rencor al estúpido que no deja de batir violento en mi pecho.
Debo hacer algo. Tallo mi rostro con fuerza como si con eso pudiera borrar las emociones que me desbordan. Necesito encontrar la manera de alejarla de mis pensamientos, de hacer que el idiota de mi corazón vuelva a adormecerse. No puedo permitir que antiguos sentimientos que creí haber erradicado renazcan o estaré perdido.
«La invitación».
Camino hasta el escritorio y con manos temblorosas abro el cajón inferior de la derecha. Revuelvo entre los libretos que guardo ahí, pero debido a lo alterado que estoy no logro encontrar nada. Más furioso que antes saco el cajón completo y vuelco el contenido sobre el escritorio. Un rectángulo de papel en color crema —del tamaño de la mitad de una hoja doblada en dos—, cae entre los libretos. Tiro el cajón al suelo a un lado del sillón y tomo el trozo de cartulina, arrugado y lleno de quiebres.
El corazón me zumba en los oídos y mi visión se nubla. Apoyo las manos en el escritorio, necesitado del sostén de este. Cierro los ojos con fuerza, odiando las malditas lágrimas que caen a través de mis párpados cerrados. Rabioso me llevo la mano libre a las mejillas para limpiarlas. Ella no las merece. El pecho me duele como si tuviera libras de peso encima. Tragó seco y mi garganta protesta dolorida. Respiro profundo para aliviar la opresión en mi pecho, sin embargo, no lo consigo.
Observo el papel en mi mano temblorosa y mi respiración se acelera, pequeños bufidos llenan la estancia como si un toro estuviera ahí conmigo, pero no, no hay ningún toro, tan solo yo y mi rabia. Esa que me ha mantenido en pie desde que este maldito papel llegara a mi puerta en respuesta a aquella estúpida carta que envié.
Estampo el puño con la cartulina sobre el escritorio, harto de mi sensiblería. Mi mirada se mantiene fija en el trozo de cartulina como si este fuera una víbora que en cualquier momento hincará en mí su letal mordida.
—Nunca mejor dicho —pronuncio por lo bajo, mi voz sale rasposa como si un pedazo de lija hubiese hecho estragos en mi garganta.
Resuelto a recibir la venenosa mordida de mi cobra personal desdoblo la cartulina, pero no llego a leer el contenido; un par de golpes en la puerta desvían mi atención.
—Señor Graham. —La voz de mi ama de llaves traspasa la madera de la puerta.
—No quiero interrupciones —respondo sin moverme un paso.
El papel en mi mano quema.
—Hay alguien que desea verlo, señor.
—No quiero interrupciones —repito, sin molestarme en preguntar la identidad de quien quiera que haya ido a buscarme.
Escucho los pasos de la mujer mientras se aleja de la puerta, sin embargo, mi mirada continua fija en el veneno que hará que mi corazón deje de latir de nuevo, ese que matará todo sentimiento que haya sido removido ese día por esa sonrisa traicionera. Cierro los ojos un momento, respiro profundo y… la puerta se abre.
La poca cordura que acababa de reunir se esfuma en cuanto mi mirada se posa en ella. Muevo la cabeza despacio, negándome a creer lo que mi visión enturbiada capta. Imposible. Ella no puede estar ahí, en la puerta de mi estudio.
—¿Señor? —La voz de mi ama de llaves me arranca de esta estúpida fantasía. Maldigo por lo bajo al comprobar lo perturbado que estoy.
—Dije que no quiero interrupciones.
—Solo quería avisarle que la cena está lista.
—No comeré.
—Pero, señor…
—Puedes irte. —La miro fijamente en espera de que obedezca mi orden, pero no se mueve—. No juegues con mi paciencia, Nidia.
—Lo siento —musita antes de darse la vuelta y cerrar tras de sí.
Hastiado me dejo caer en el sillón. Un terrible cansancio se apodera de mi cuerpo, dejándome sin fuerzas. Exhausto bajo los párpados, el trozo de papel continúa en mi mano, arrugado y maltrecho; igual que mi corazón.
Imágenes del pasado aparecieron tras mis párpados cerrados, obligándome a recordar el segundo momento más doloroso de mi vida; el primero fue aquella noche nevada en las escaleras de un hospital.
Nueva York, 1919. Un año atrás.
—Quería tú supieses al menos esto —murmuro en voz alta como si leyera la escueta carta que envié hace poco más de un mes.
Recargo la espalda en el respaldo del sillón de mi estudio. Llevo toda la mañana aquí, intentando repasar las líneas de la obra que estamos por estrenar, sin embargo, la desazón por la falta de respuesta no me deja concentrarme. Las dudas sobre la razón de su silencio me carcomían, haciéndome mil y un imaginaciones sobre los motivos para este; cada una más terrible que la anterior.
Suelto el libreto, dejándolo caer sin ningún cuidado sobre la madera. Una punzada en la sien hace que lleve mi mano derecha hasta ahí y presione con fuerza en busca de alivio.
«¿Por qué?», es la pregunta que llevo haciéndome desde que el tiempo prudente para obtener una respuesta se agotó.
¿Es que sus sentimientos sí cambiaron en estos tres años que estuvimos lejos el uno del otro? ¿Acaso soy el único que no logra resignarse a esta separación?
Al inicio creí que ella dudaba debido a la muerte de Susana, yo mismo había dudado tras el periodo de luto, no obstante, esperaba que, fiel a sus principios, enviara una respuesta… aunque esta me rompiera el corazón.
La garganta se me secó. Por instinto tomo la jarra con agua que siempre tengo en mi escritorio, paso tantas horas memorizando guiones que es más práctico tenerla a mano que estar llamando a Nidia cada vez que me apetece beber algo. Mientras sirvo el agua anhelo que esta se transforme en un buen whisky, pero enseguida desecho este insano deseo. Llevo mucho tiempo sin probar ningún tipo de alcohol y no pienso, bajo ninguna circunstancia, regresar a esa etapa oscura de mi vida.
Tras beber el agua retomo la lectura, pero mis pensamientos continúan desviándose hacia ella.
Un golpe en la puerta me distrae. Echo un vistazo al reloj que llevo en la muñeca y al ver la hora intuyo el porqué de la interrupción de mi ama de llaves. Ya es hora de comer y yo estoy en la misma posición, sin saber absolutamente nada sobre el guion. Muevo la cabeza de un lado a otro, a este paso llegaré al estreno sin saber una sola línea.
Nidia vuelve a tocar así que le indico que puede entrar.
—Llegó esto, pero no estoy segura si es para usted —dice mientras camina a través de la estancia.
El sobre en su mano roba toda mi atención, mis latidos aumentan de ritmo, el nerviosismo se apodera de todo mi ser enviando oleadas de escalofríos por toda mi espina dorsal.
Nidia pone el sobre en el escritorio y yo no hago más que mirarlo. No puedo moverme. Ni siquiera me siento capaz de hablar para agradecerle. Todo lo que hago es quedarme estático mirando mi nombre escrito sobre la carta: Terrence Grandchester. El apellido estampado sobre el papel me confirma que ese sobre es la respuesta que tanto he anhelado. Nadie me conoce como Grandchester en la actualidad, para todos soy Graham.
—¿Sí es para usted? —pregunta Nidia—. El sobre —añade cuando ve mi rostro confundido.
—Sí, gracias —respondo tras aclararme la garganta, mi mirada sigue fija en el sobre.
—La comida está lista, señor Graham —dice ella, con lo que reafirmo mis pensamientos sobre mi identidad.
—Comeré más tarde.
Nidia asiente y enseguida se retira.
Sigo mirando el sobre sin atreverme a abrirlo, ni siquiera me atrevo a agarrarlo.
¿Qué dirá? ¿Corresponde a mis sentimientos? ¿Los rechaza?
¡Señor!
Me refriego las manos en la cara, frustrado por mis estúpidos miedos.
Es de noche cuando por fin tomo el valor de tomar el sobre y abrirlo. Al hacerlo encuentro un trozo de cartulina en color crema doblado a la mitad. Frunzo el ceño, esto no tiene apariencia de ser una carta. Con el corazón golpeando fuerte contra mi tórax desdoblo el pedazo de papel.
Lo primero que veo es un par de letras. Una “C” y una “N”.
Los oídos comienzan a zumbarme, mi respiración se acelera y el golpeteo de mi corazón es cada vez más fuerte.
Leo el resto y mi cielo se cae a pedazos.
Continuará...
Tomo el libreto que dejé por la mañana en el escritorio dispuesto a retomar mi estudio. El título de la obra baila ante mis ojos, pero no soy capaz de darle la vuelta a la hoja para reanudar la lectura. Me quedo con la mirada fija en la página blanca, las letras comienzan a tornarse borrosas y, poco a poco, el rostro sonriente de ella toma forma en mi mente, asaltándome sin piedad, con la misma fuerza que en el parque, como si la tuviera frente a mí.
El título de la obra desaparece de mi visión, solo ella permanece ante mis ojos, erigiéndose dueña de mis pensamientos. Cierro las manos en puños con tanta fuerza que las hojas del cuadernillo crujen, al mirarlo me percato que está doblado y arrugado entre mis manos. El rencor en mí aumenta al ser consciente de lo que ella ha causado en mí después de tanto tiempo. Molesto conmigo mismo aviento el libreto sobre el escritorio. Echo el cuerpo hacia atrás, recargándome del respaldo del sillón; este vuelve a crujir y mi paciencia se termina. Furioso doy un golpe sobre el escritorio con el puño y los lápices sobre este saltan. Abandono el sillón porque la marea de emociones ya no me deja estar quieto.
Camino de un lado a otro a través de la habitación, haciéndome mil preguntas. Mis cabellos están desordenados por todas las veces que mis manos han terminado ahí, jalándolos con saña como si con eso pudiera arrancarla de mis pensamientos.
¿Por qué tenía que aparecer así, de la nada?
Tiempo atrás habría matado por tener la oportunidad de verla, aunque fuera de lejos como hizo ese día, sin embargo, ya no era el caso. En ese momento, lo único que quería era olvidar que sus ojos se posaron en esa cara sonriente de aspecto inocente.
—Inocente —mascullo entre dientes y la ira vuelve a mí.
Mis manos vuelven a mis cabellos, la frustración y la furia pugnado entre ellas no me dan tregua. La primera porque a pesar de la segunda no puedo evitar que mi corazón lata emocionado ante su recuerdo.
—Maldito traidor —susurro con rencor al estúpido que no deja de batir violento en mi pecho.
Debo hacer algo. Tallo mi rostro con fuerza como si con eso pudiera borrar las emociones que me desbordan. Necesito encontrar la manera de alejarla de mis pensamientos, de hacer que el idiota de mi corazón vuelva a adormecerse. No puedo permitir que antiguos sentimientos que creí haber erradicado renazcan o estaré perdido.
«La invitación».
Camino hasta el escritorio y con manos temblorosas abro el cajón inferior de la derecha. Revuelvo entre los libretos que guardo ahí, pero debido a lo alterado que estoy no logro encontrar nada. Más furioso que antes saco el cajón completo y vuelco el contenido sobre el escritorio. Un rectángulo de papel en color crema —del tamaño de la mitad de una hoja doblada en dos—, cae entre los libretos. Tiro el cajón al suelo a un lado del sillón y tomo el trozo de cartulina, arrugado y lleno de quiebres.
El corazón me zumba en los oídos y mi visión se nubla. Apoyo las manos en el escritorio, necesitado del sostén de este. Cierro los ojos con fuerza, odiando las malditas lágrimas que caen a través de mis párpados cerrados. Rabioso me llevo la mano libre a las mejillas para limpiarlas. Ella no las merece. El pecho me duele como si tuviera libras de peso encima. Tragó seco y mi garganta protesta dolorida. Respiro profundo para aliviar la opresión en mi pecho, sin embargo, no lo consigo.
Observo el papel en mi mano temblorosa y mi respiración se acelera, pequeños bufidos llenan la estancia como si un toro estuviera ahí conmigo, pero no, no hay ningún toro, tan solo yo y mi rabia. Esa que me ha mantenido en pie desde que este maldito papel llegara a mi puerta en respuesta a aquella estúpida carta que envié.
Estampo el puño con la cartulina sobre el escritorio, harto de mi sensiblería. Mi mirada se mantiene fija en el trozo de cartulina como si este fuera una víbora que en cualquier momento hincará en mí su letal mordida.
—Nunca mejor dicho —pronuncio por lo bajo, mi voz sale rasposa como si un pedazo de lija hubiese hecho estragos en mi garganta.
Resuelto a recibir la venenosa mordida de mi cobra personal desdoblo la cartulina, pero no llego a leer el contenido; un par de golpes en la puerta desvían mi atención.
—Señor Graham. —La voz de mi ama de llaves traspasa la madera de la puerta.
—No quiero interrupciones —respondo sin moverme un paso.
El papel en mi mano quema.
—Hay alguien que desea verlo, señor.
—No quiero interrupciones —repito, sin molestarme en preguntar la identidad de quien quiera que haya ido a buscarme.
Escucho los pasos de la mujer mientras se aleja de la puerta, sin embargo, mi mirada continua fija en el veneno que hará que mi corazón deje de latir de nuevo, ese que matará todo sentimiento que haya sido removido ese día por esa sonrisa traicionera. Cierro los ojos un momento, respiro profundo y… la puerta se abre.
La poca cordura que acababa de reunir se esfuma en cuanto mi mirada se posa en ella. Muevo la cabeza despacio, negándome a creer lo que mi visión enturbiada capta. Imposible. Ella no puede estar ahí, en la puerta de mi estudio.
—¿Señor? —La voz de mi ama de llaves me arranca de esta estúpida fantasía. Maldigo por lo bajo al comprobar lo perturbado que estoy.
—Dije que no quiero interrupciones.
—Solo quería avisarle que la cena está lista.
—No comeré.
—Pero, señor…
—Puedes irte. —La miro fijamente en espera de que obedezca mi orden, pero no se mueve—. No juegues con mi paciencia, Nidia.
—Lo siento —musita antes de darse la vuelta y cerrar tras de sí.
Hastiado me dejo caer en el sillón. Un terrible cansancio se apodera de mi cuerpo, dejándome sin fuerzas. Exhausto bajo los párpados, el trozo de papel continúa en mi mano, arrugado y maltrecho; igual que mi corazón.
Imágenes del pasado aparecieron tras mis párpados cerrados, obligándome a recordar el segundo momento más doloroso de mi vida; el primero fue aquella noche nevada en las escaleras de un hospital.
Nueva York, 1919. Un año atrás.
—Quería tú supieses al menos esto —murmuro en voz alta como si leyera la escueta carta que envié hace poco más de un mes.
Recargo la espalda en el respaldo del sillón de mi estudio. Llevo toda la mañana aquí, intentando repasar las líneas de la obra que estamos por estrenar, sin embargo, la desazón por la falta de respuesta no me deja concentrarme. Las dudas sobre la razón de su silencio me carcomían, haciéndome mil y un imaginaciones sobre los motivos para este; cada una más terrible que la anterior.
Suelto el libreto, dejándolo caer sin ningún cuidado sobre la madera. Una punzada en la sien hace que lleve mi mano derecha hasta ahí y presione con fuerza en busca de alivio.
«¿Por qué?», es la pregunta que llevo haciéndome desde que el tiempo prudente para obtener una respuesta se agotó.
¿Es que sus sentimientos sí cambiaron en estos tres años que estuvimos lejos el uno del otro? ¿Acaso soy el único que no logra resignarse a esta separación?
Al inicio creí que ella dudaba debido a la muerte de Susana, yo mismo había dudado tras el periodo de luto, no obstante, esperaba que, fiel a sus principios, enviara una respuesta… aunque esta me rompiera el corazón.
La garganta se me secó. Por instinto tomo la jarra con agua que siempre tengo en mi escritorio, paso tantas horas memorizando guiones que es más práctico tenerla a mano que estar llamando a Nidia cada vez que me apetece beber algo. Mientras sirvo el agua anhelo que esta se transforme en un buen whisky, pero enseguida desecho este insano deseo. Llevo mucho tiempo sin probar ningún tipo de alcohol y no pienso, bajo ninguna circunstancia, regresar a esa etapa oscura de mi vida.
Tras beber el agua retomo la lectura, pero mis pensamientos continúan desviándose hacia ella.
Un golpe en la puerta me distrae. Echo un vistazo al reloj que llevo en la muñeca y al ver la hora intuyo el porqué de la interrupción de mi ama de llaves. Ya es hora de comer y yo estoy en la misma posición, sin saber absolutamente nada sobre el guion. Muevo la cabeza de un lado a otro, a este paso llegaré al estreno sin saber una sola línea.
Nidia vuelve a tocar así que le indico que puede entrar.
—Llegó esto, pero no estoy segura si es para usted —dice mientras camina a través de la estancia.
El sobre en su mano roba toda mi atención, mis latidos aumentan de ritmo, el nerviosismo se apodera de todo mi ser enviando oleadas de escalofríos por toda mi espina dorsal.
Nidia pone el sobre en el escritorio y yo no hago más que mirarlo. No puedo moverme. Ni siquiera me siento capaz de hablar para agradecerle. Todo lo que hago es quedarme estático mirando mi nombre escrito sobre la carta: Terrence Grandchester. El apellido estampado sobre el papel me confirma que ese sobre es la respuesta que tanto he anhelado. Nadie me conoce como Grandchester en la actualidad, para todos soy Graham.
—¿Sí es para usted? —pregunta Nidia—. El sobre —añade cuando ve mi rostro confundido.
—Sí, gracias —respondo tras aclararme la garganta, mi mirada sigue fija en el sobre.
—La comida está lista, señor Graham —dice ella, con lo que reafirmo mis pensamientos sobre mi identidad.
—Comeré más tarde.
Nidia asiente y enseguida se retira.
Sigo mirando el sobre sin atreverme a abrirlo, ni siquiera me atrevo a agarrarlo.
¿Qué dirá? ¿Corresponde a mis sentimientos? ¿Los rechaza?
¡Señor!
Me refriego las manos en la cara, frustrado por mis estúpidos miedos.
Es de noche cuando por fin tomo el valor de tomar el sobre y abrirlo. Al hacerlo encuentro un trozo de cartulina en color crema doblado a la mitad. Frunzo el ceño, esto no tiene apariencia de ser una carta. Con el corazón golpeando fuerte contra mi tórax desdoblo el pedazo de papel.
Lo primero que veo es un par de letras. Una “C” y una “N”.
Los oídos comienzan a zumbarme, mi respiración se acelera y el golpeteo de mi corazón es cada vez más fuerte.
Leo el resto y mi cielo se cae a pedazos.
Continuará...