CAPÍTULO IV
UNA CITA CON TCHAICOVSKY
POR YURIKO YOKINAWA
La rutina me ha estado consumiendo, tenemos un año y tres meses de este encierro llamado cuarentena. El hombre de al lado me ha evocado hermosos y tristes recuerdos de mi infancia y juventud. A su vez, una mayor cercanía con mi madre. Sin falta le hago una video llamada cada cuatro noches antes de dormir. Hasta el momento no se ha quejado por la diferencia de horario. Ella, al igual que yo, es muy disciplinada en sus actividades cotidianas, tenemos un control de nuestros tiempos, pero, si se trata de la familia, sobre todo de mí, deja lo que tiene que hacer para atenderme.
Para cuando en Londres es de noche, en Nueva York es de día. A las seis en punto está haciendo sus ejercicios para finalizar con media hora de yoga. Es en ese medio donde nos despedimos, no sin antes decirme que salude de su parte al vecino y que considerara invitarlo algún día a cenar, ya que quizá no tenga familia que vaya a verlo a pesar de su edad. Claro que he considerado la propuesta de mi madre, pero no me he decidido hacerlo. Por alguna razón debe estar ahí, según la Organización Mundial de la Salud, las personas de la tercera edad son blanco fácil para contraer el virus, pero, si lo tuviera, no tendría fuerza ni humor para tocar el piano. Es posible que tuviera un ejército de médicos y enfermeras, o, en su defecto, estaría en el hospital. Ya me habría enterado con el encargado del edificio.
Creo que estoy desvariando un poco, casi nada, solamente me ha dado por ver el exterior del pasillo a través de la mirilla de la puerta, no sé qué intento encontrar si ambos no podemos vernos porque vivimos con entradas y elevadores independientes. Discretamente salgo al balcón, fingiendo un estiramiento por la pereza me doy cuenta de que el ventanal de mi vecino está cerrado. Qué persona tan extraña, parece que está cumpliendo una condena de la que nunca saldrá, aunque no hay peor condena que la conciencia, esa que no te deja en paz a cada minuto de tu vida, esa conciencia que debería tener mi padre por haber traicionado la confianza y el amor de mi madre y que tan cobardemente defraudó para marcharse sin explicación alguna por segunda vez. ¿Quién soy yo para juzgar? Pero, a mi madre, aunque no lo dijera porque es buena actriz, sé que le dolió su partida. Yo no amaría como mi padre, eso lo tengo muy claro, lo haría como lo hace mi madre. Daría un amor sublime, incondicional, puro, ese amor que todo lo perdona, porque así me enseñó ella. Entonces, ¿sería capaz de perdonar una acción como la de mi padre por amor? Quizá me haría el difícil, pero lo haría. Somos humanos y cometemos errores, pero ¿estoy listo para hacerlo?
Así como una obra teatral shakesperiana y la vida real, las circunstancias vienen siendo una serie de acontecimientos concatenados que nos obliga a tomar decisiones buenas o incorrectas, y es el que nos sube al cielo o nos baja al infierno. ¿En cuál de los dos estará Richard? ¿Qué lo obligó a tomar esa infame decisión? El amor de Eleonor es tan infinito que le perdonaría nuevamente, y si no regresa sería capaz de buscarlo en los nueve círculos concéntricos en los que los condenados expían sus culpas para que él pudiera liberarse del Hades. Ella así no podría vivir, no podría permitirse saber que mi padre no es feliz.
Recargo mis brazos en el balcón, escucho el trinar de las aves, disfruto respirar aire limpio, miro la postal que me regala el ocaso. Me siento vivo. Estiro mis brazos al cielo como queriendo alcanzar la gloria de mi pasado familiar. No necesito más. El piano me seduce y me invita a tocar. Entro al departamento y me dirijo hacia él. Retiro la banqueta, me siento, por unos segundos hago una serie de calentamiento, coloco las partituras que me sé de memoria, levanto la tapa de mi fiel piano para posicionarme inmediatamente en sus delicadas teclas. Mis manos cobran vida para tocar suave y apasionadamente El Silencio de Beethoven del gran compositor mexicano Ernesto Cortázar.
Cierro los ojos y viajo al pasado. El aroma fresco a pino luego de una torrencial lluvia y el sonido de la naturaleza se fusionan con mis sentidos, mis padres pidiéndome que corriera con cuidado mientras van detrás de mí tomados de la mano con una canasta para pícnic. Nuestras risas son parte del entorno. El olor a tierra mojada junto a mis pies descalzos se hace uno con el claro florido primaveral de los narcisos.
El lago escocés y la sombra de ese frondoso roble fueron testigos del amor que se profesaban mis padres, de la familia feliz que éramos… Jamás olvidaré que ese soleado día, luego de esa tormenta, fue uno de los más maravillosos días de mi vida.
El aire se hace presente sin invitación, mueve las cortinas para hacerse notar y acariciar mi rostro. No puedo verlo sino sentirlo, es como la soledad, suelen juzgarla, sin embargo, es la única que se encuentra a nuestro lado cuando nos sentimos solos, como el silencio, que nos escucha cuando solo deseamos hablar sin pedir consejo, pero también puede ser inquietante… Se convierte en música nacida de la ansiedad para provocar más ansiedad… Puede tensarnos o relajarnos y tomarse el tiempo que considere necesario para convertirse en un dramático silencio para obligarnos a encontrarnos con nuestros propios pensamientos, tal como me ha pasado desde que empezó la cuarentena, sobre todo, cuando el vecino se hizo mi compañero de piano para removerme hasta las más íntimas fibras de mi ser al hacerme recordar a mi padre con cada nota musical. Recuerdos agradables y no agradables hacen que mi alma quiera liberarse para poder perdonar a ese ser que me dio la vida, la libertad de ser como quise ser, de respetar mis decisiones, de darme un sabio consejo cuando lo necesité, de velar mis sueños cada que enfermaba, de llevarme a la escuela cada mañana, sobre todo, por demostrarme su amor, porque mi madre le enseñó lo que es amar con el alma, con su ser y su corazón, porque para el amor no hay clases sociales, nombres ni apellidos. El último acorde musical muere paulatinamente con mis pensamientos. Abro mis ojos, el ligero aire que corre hace que sienta mis mejillas húmedas. Me pregunto cómo estará, desde que dejó a mi madre no le he vuelto a dirigir la palabra, ni siquiera sé en dónde estará ni con quién, no me interesaba, pero ahora… No lo sé, debe ser la emoción del momento. Bajo la tapa del piano, descanso las manos en mi regazo y tomo una rápida decisión.
Quizás un consejo no me lo negaría alguien con mucha experiencia en la vida, si es una persona grande y educada, como dice el encargado, y una persona, la cual, según yo, vive con sus demonios internos e infinita tristeza, podría orientarme sobre mis indecisiones sin tener que decirle mucho. Me levanto de la banqueta y me dirijo a la pequeña cava de vinos, saco la mejor botella, un Rioja Castillo Ygay Gran Reserva Especial 2010 de Bodegas Marqués de Murrieta, lo envuelvo con dos finos papeles con colores a juego y lo amarro con cinta de seda junto a una tarjeta donde lo invito a cenar el día que él lo disponga. Me pongo la mascarilla y salgo del departamento rumbo a su piso. Toco el timbre una, dos… estaba por retirarme cuando la puerta se abrió solo unos centímetros. Una mujer chaparrita, vestida con traje epidemiológico blanco me informó que el señor se encontraba indispuesto, pero bien, nada que por el momento pudiera mermar gravemente su salud. No quise hacer más preguntas, dejé el obsequio en el piso como me lo indicó y fui a bañarme tal como lo sugirió.
De forma puntual llamo a mi madre, le cuento lo sucedido con mi vecino, no sé si fue mi imaginación, pero me pareció ver que su semblante cambiaba por el de preocupación, no sé por qué me sorprendo, ella siempre se preocupa por todos, hasta de los animalitos sin hogar. Luego, lo entiendo y trato de darle tranquilidad. “Estoy bien, fui a su departamento con cubre boca y no toqué nada luego de regresar, inmediatamente me bañé y metí a lavar la ropa con vinagre. De todas formas, la invitación sigue en pie para cuando mejore, aunque la enfermera me dijo que estaban en espera de los resultados contra el covid-19 y que lo mejor era seguir con los protocolos de sanidad para evitar un posible contagio en caso de haber contraído el virus.” Eleonor seca sus lágrimas. Sonríe. Me pide que esté al pendiente del vecino llevándole comestibles y lo que fuese a ocupar ya que él no podría hacerlo personalmente. Le doy mi palabra como caballero inglés. Lo haré porque me lo pide mi madre, lo haré porque es mi vecino y porque le he tomado afecto
Los días pasaron, a la misma hora tocaba el piano para amenizar sus mañanas, esas eran nuestras citas por el momento. La enfermera me enviaba mensaje de texto en caso de necesitar algo para el día siguiente. También me dio la buena nueva de que mi vecino se encontraba bien en lo que cabía, sí estaba resfriado y por los malestares padecidos, se le aplicó la prueba, pero afortunadamente había salido negativo. Mi madre agradeció al creador de que el señor no fuera parte de las estadísticas de esa cruel enfermedad.
En una lluviosa tarde tocaron a mi puerta, era la enfermera con una partitura y dos copas de cristal sobre una base oscura de madera de caoba envuelta con papel Kraft, en ella había una nota: “Agradezco sus atenciones, acepto su invitación a cenar, pero, antes de fijar una fecha es necesario estar recuperado totalmente de salud y que usted pueda lidiar y tratar con un viejo como yo. Mientras eso pasa, lo invito a seguir siendo mi compañero de piano y me conozca un poco más.” Quité la tarjeta de mi vista para darle las gracias a la menuda enfermera, pero ya no estaba.
Como si fuera un niño en su primer día de clases me levanto más temprano de lo común. Realizo mis ejercicios en el improvisado gimnasio, en lo que me enfrío voy a la cocina a preparar un ligero desayuno. Pan integral con jamón calentado en una frying tray con un toque de mantequilla, una taza de yogurt con frutos secos y un vaso de arándanos para la concentración. Al terminar voy a la regadera a darme un merecido baño. Aunque la cita con el vecino no era física, me visto como si lo fuera. Me pongo el frac gris Oxford que mi madre me regaló en la Navidad antepasada.
Un día antes había revisado la partitura, los acordes estaban seleccionados para tocarlos de manera individual y en pareja. Conozco muy bien a Tchaikovsky, sobre todo, la Sinfonía No. 6 “Patética.” op. 74, mi padre solía decir que con ella podría describir claramente su vida sin decir una sola palabra y que cualquiera podría confundirla como la mala traducción que le hicieron a esta gran pieza, la cual significa “apasionada”. Claro que tiene mucha pasión, sobre todo el intermedio. Solo él sabe cómo fue su vida en realidad y, posiblemente, mi madre. Acomodo las partituras en el soporte del piano. Voy por una copa de vino y lo coloco del lado derecho de mi Steinway & Sons. Hago los ejercicios de calentamiento, saco la banqueta, me siento con la espalda erguida, inhalo aire y lo exhalo, levanto la tapa, las teclas blancas y negras están listas para ser tocadas, miro el reloj de pared, la cuenta regresiva se hace presente, en unos segundos serán las once de la mañana. El minutero y el segundero se colocan en la hora en punto. Nuestra cita ha empezado.