—Yo no soy la señora Grandchester —respondió Candy, empezando a pensar que estaba desempeñando el papel principal en una farsa. El médico miró a Terry. Terry sonrió, levantó la mirada al cielo y se encogió de hombros—. ¿Por qué lo mira así? —Preguntó Candy—. Le puedo asegurar, doctor Samy, que yo no soy su mujer. De hecho, no he visto a este hombre jamás en mi vida —concluyó, con convicción. El médico la miró entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño. Candy miró con actitud de triunfo a Terry, pero Terry estaba levantando algo de la mesa y entregándoselo al médico—. ¿Qué es eso? ¿Qué le estás enseñando? —preguntó Candy, muy tensa, sintiéndose un poco paranoica.
—Una de las fotografías de nuestra boda, pecosa —replicó Terry, mirándola de reojo, mientras le entregaba la fotografía, para que la viera.
Candy prefirió aferrarse con las dos manos a la cama, al tiempo que la miraba. Al verla, se le puso un nudo en la garganta. Allí estaba ella, vestida de novia, a sus dieciséis años, mirando a Terry como si estuviera adorándolo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se dio cuenta de que, aunque fuera injusto, odiaba a Terry. Nunca debió acceder a casarse con ella. Lo que tenía que haber hecho, nada más darse cuenta de la situación, era haberla enviado a casa de su madre, en Londres. No podía creerse que él no hubiera encontrado otra solución que aceptar la exigencia de su abuelo de que se tenía que casar con ella. Cuando Candy levantó la cabeza otra vez, el médico estaba abriendo su maletín. Miró a Terry y se aclaró la garganta.
—Este hombre estuvo una vez casado conmigo, pero ya no lo está. De hecho...
—Pecosa... —le dijo Terry, en tono indulgente.
— ¡Me ha robado el coche! —le atacó Candy, muy furiosa. Sin mirarla, el doctor Samy le dijo algo a Terry, en voz baja. Terry suspiró, intentando aparentar que aquella situación era un sufrimiento para él—. ¿Ha oído lo que le he dicho? —inquirió Candy. El médico no contestó y Terry se acercó a la cama.
—Candice.... —murmuró—. Ya sé que en estos momentos no se puede decir que sea uno de tus mejores amigos, pero todo esto está empezando a sonar un poco extraño — Candy se quedó boquiabierta. Se puso colorada como un tomate. Lo miró con tanta fuerza, que hubiera sido capaz de tirar un rinoceronte con la mirada. Pero a él, pareció darle igual. Por primera vez, se acordó del retorcido sentido del humor de Terry—. Gracias, pecosa.....
—He de informarle que las radiografías están bastante claras —le dijo el doctor Samy. Aquel hombre no había creído una palabra de lo que le había dicho.
— ¿La radiografías? —murmuró Candy.
—Anoche te hicimos unas radiografías, mientras estabas inconsciente —le informó Terry.
— ¿Anoche...? —preguntó, un tanto confusa. Terry asintió con la cabeza.
—No te has despertado hasta esta mañana.
— ¿Dónde me hicieron las radiografías?
—En la enfermería del convento que está aquí cercas —Estube en un convento, se dijo Candy —. Su marido se ha preocupado de que tomásemos todas las precauciones posibles —le explicó el médico—. Intente calmarse un poco, señora.
—Yo no estoy nerviosa —replicó Candy, pero por la cara que pusieron no parecían estar muy de acuerdo con ella.
Le dolía mucho la cabeza, además de darle vueltas. Dejó que el médico la examinara e incluso le respondió a las preguntas que le formulaba, llegando a preguntarse en un momento determinado si no estaría soñando. Pero por la conversación que mantuvo Terry con el médico, cuando lo acompañó a la puerta, dándole las gracias por las molestias y deseándole que llegara bien a casa, estaba claro que estaba despierta y bien despierta. Cuando Terry se puso otra vez al lado de la cama, Candy abandonó definitivamente la idea de que estaba soñando. Estiró la mano, levantó el vaso de agua que había en la mesilla de noche y dio un trago.
— ¿Tienes hambre? —preguntó Terry. Candy negó con la cabeza. Tenía el estómago revuelto
—Quiero que me cuentes lo que me ha pasado —Terry la observó con un brillo dorado en su mirada, dibujando una curva muy sardónica en su boca.
—He decidido que ya es hora de que te recuerde que tienes marido.
Candy se quedó helada.
— ¡Por última vez te repito que no eres mi marido!
— ¡Aun estamos casados, porque nuestro matrimonio ni fue anulado, ni disuelto por un divorcio.
— ¡El matrimonio fue anulado! —gritó Candy.
— ¿De verdad lo crees? —objetó Terry, en un tono que la hizo palidecer.
—No es sólo una creencia —argumentó Candy, con vehemencia—. ¡Es la pura verdad!
— ¿Te tramitó los papeles la empresa de abogados Johnson? —preguntó Terry. Candy parpadeó, insegura. Sólo había ido a ver a los abogados una vez, y de eso ya hacía cinco años.
—Sí, creo que era así como se llamaba. Y el hecho de que conozcas el nombre, implica que sabes que ya llevamos bastantes años separados.
— ¿Sí? —Terry se fue hacia la ventana, dándose la vuelta antes de llegar—. La anulación de un matrimonio es como si ese matrimonio nunca hubiera existido. ¿Tú crees que si lo hubieran anulado hace tanto tiempo, habría dejado de tener algún tipo de obligación económica contigo? —Un tanto confusa, al no saber a dónde quería ir a parar, Candy asintió con la cabeza.
—Claro.
—Entonces me tendrás que explicar por qué te he estado manteniendo desde que te fuiste de Escocia —le dijo Terry.
— ¿Manteniéndome? —Candy repitió, sin creerse lo que estaba oyendo—. ¿Tú?
—Yo esperaba que viniera a verme al hotel, La Cabaña. Cuando vi aparecer el coche, me quedé sorprendido. Hubiera sido más correcto una limusina —musitó Terry. Candy empezó a reír.
—No sé de lo que estás hablando. Llevo tres años trabajando. Yo nunca he recibido dinero tuyo —Terry abrió las manos, en gesto muy expresivo.
—Pues si eso es cierto, alguien ha estado cometiendo un fraude desde la última vez que nos vimos —Candy se quedó mirándolo.
— ¿Fraude? —repitió ella. aquella palabra la dejó un tanto asombrada—. ¿Quién ha podido cometer un fraude? ¿Cómo enviabas el dinero?
—Por medio de mi abogado.
—Pues debe ser un buen elemento —murmuró Candy, sintiéndose más débil que nunca. ¿Terry había estado enviándole dinero todos aquellos años? Aquello la desconcertó bastante, a pesar de no haber recibido ni una peseta. Porque en definitiva, no le debía nada. Incluso se sentía humillada, ante la idea de que él hubiera considerado que tenía obligaciones con ella.
Continuará...