La mañana siguiente, Candy se levantó bastante mejor, solo prevalecía un ligero entumecimiento en la pierna, pero la alegría le duró poco. Al mediodía llegaron a la casa de campo de los Ardlay, donde tuvo lugar, al fin, el vaticinio de Terrence. Lo malo acababa de suceder.
Candy nunca fue dada a desmayos. Ni siquiera sus nervios sufrían con facilidad, pero cuando se despertó una vez más con él pegada a su espalda, creyó que gritaría... y no sabía si sería de pura dicha o de indignación. Ver a su amiga al otro lado, en la tienda de campaña, dejó claro que la cuestión no resultó tan inquietante como temió en un primer momento. Entre otras cosas, porque ella estaba desnuda... era algo alarmante. ¡Por Dios de cielo! —si los hubiesen sorprendido a los tres en una actitud tan íntima, solo el Todopoderoso sabría de qué clase de depravaciones los hubieran acusado.
Algunos recuerdos del día anterior llegaron a su mente. Le había picado una serpiente de río. Él le había sacado el veneno con su... boca. Mmm. No debería resultar tan excitante rememorar ese asunto, pero lo era. El resto estaba muy confuso y percibía que ella había hablado de más, llevada por lo que fuese que la serpiente le hizo. Pero lo que sí recordaba a la perfección era el hecho de que Terrence... —le fascinaba ese nombre— iba a llevarla con los Ardlay sin albergar ninguna duda al respecto.
¿Eso debería consolarla? No lo sabía. Mientras viajaba en la parte trasera de la carreta, junto a Annie porque ella misma había exigido que así fuese y él no se negó, únicamente era consciente de que su vanidad femenina había sido vapuleada, y aunque ya debería estar más que acostumbrada, aquello dolía como la muerte.
—¿No vas a hacer algo? —susurró la pelinegra esperando que la oreja de Terrence no pudiera escucharlas.
—¿Qué? —La voz de Annie la regresó al presente.
—Te quiere para él. No hablo de amor, pero es evidente que... —Annie dejó la frase en el aire—. Además, a ti te gusta muchísimo. ¿De verdad, no vas a hacer nada al respecto, Candy?
—Estoy convencida que estaré bien. Él mismo me lo ha dicho. —Trató de sonar casual, pero estaba enfadada. Tenía un dilema conjurado por algún tipo de hechizo.
—Nos ha salvado la vida, Candy, a ti dos veces. ¿Qué otra prueba necesitas para comprender que él te quiere? Te quiere —repitió.
—No me lo ha dicho —susurró la rubia muy bajo.
—Ni tú a él.
—Una dama no dice esas cosas hasta que el hombre...
—¿Vas a ampararte en convencionalismos, Candy, precisamente tú?
—Déjalo ya, Annie. —Candy suspiró. No tenía caso seguir discutiendo porque una preciosa casa de dos plantas, se alzaba ante ellas.
Esa visión también la tenía delante de sus ojos Terrence Graham, pero a él le dolía el alma imaginar que pronto Candy se convertiría en la mujer de... estaba convenciendo de que era lo mejor para ambos... si lo era, entonces, ¿Cuál era el motivo por el que el pecho le dolía?
Candy no lo había mirado en toda la mañana. Era lógico que estuviese cohibida, dado que no era su esposo y había despertado dos noches junto ella. Castas, pero dos noches al fin y al cabo. Buscó alguna señal en ella, algo que le indicase que él debía... No entendía lo que le sucedía. Y maldita fuese su suerte, porque no conseguía borrar de su mente la suavidad de esos labios de pecado, esa piel lechosa que saboreó. Y no, no supo a veneno. Su cuerpo era precioso. No se había deleitado en su desnudez cuando la desvistió a toda prisa para atender la mordedura, pero esa noche ella se había removido y un pecho quedó al descubierto, dado que la luz de la lámpara de gas estuvo encendida al mínimo de su intensidad por mucho tiempo.
Había llegado a su destino, al momento preciso en el que era necesario tomar una decisión.
Terrence dejó la carreta frente a la casa donde la señora Ardlay figuraba en la entrada. Buscó a su amigo. No lo veía. Bajó de la carreta y le ayudó a las dos muchachas a bajar. Annie dio un salto. Le tendió la mano a Candy y la mirada de ambos se cruzó.
—Estarás bien aquí, confía en mí —dijo con firmeza. Lo que Candy no sabia era si él le decía todo aquello para que aceptase su destino con facilidad o para convencerse a sí mismo de que eso era lo mejor.
—Muy bien —comentó Candy de modo resuelto, ante su resolución. —Le soltó la mano al momento y se dirigió hacia la casa.
—Lady Candice —la señora Ardlay hizo una reverencia—, tenía entendido que vendría con su escolta.
—Señora Ardlay, lamento la contrariedad. Ella es mi hermana mayor Annabella —la presentó mirando a Annie que se empeñó en portar un vestido negro y fingir que era una viuda.
Terrence enarcó una ceja al escucharla.
—Señora Cornwall, ¿En dónde está su hijo? —cuestionó el castaño con interés dirigiendo su mirada verde azula a la estirada dama que acompañaba a la tia de Albert, al no ver al joven por ningún lado. —¿Se habría enterado de los planes de su madre? De pronto aquella idea le causó regocijo... ¡carajo! ¿Que mierda le estaba pasando con esa mujer?
—Ha salido. Fue a comprobar que todo esté bien. —Mi hijo es un hombre muy preocupado y responsable. —Con esas palabras dichas, Terrence supo que la dama mentía.
—¿Habrá algún problema? —preguntó el castaño con descaro.
La señora Cornwall sabía que Terrence se refería a la reacción de su hijo con su novia por correo.
—Mi hijo estará encantado. Lady Candice es una dama maravillosa, además de preciosa —la halagó con suma cortesía. Sonrió afable admirándola.
Terrence supo en ese momento, que Candy encajaría mejor con los Cornwall. Se veía a legua que ella era una dama distinguida, no solo de nombre. Se notaba su crianza exquisita y no merecía acabar siendo la esposa de un don nadie, porque él no renunciaría a su vida sencilla, y se negaba a reclamar el legado de su padre, porque no deseaba ser un noble en medio de una tierra gélida como era Londres. Solo pretendía ser él mismo, un hombre apartado sin mayores complicaciones.
—Dejaré la carreta en el establo y tomaré a Theodora para marcharme. —Terrence forzó una sonrisa —imagino que mi pobre yegua estará cansada de la buena vida que se habrá dado en su establo.
—Terrence, el viaje... Confío en que no haya habido contratiempos. Te esperaba hace dos días. —La señora Ardlay lo observó detenidamente.
—¡Oh! —intervino Candy—. La verdad es que el viaje desde Gretna Green hasta aquí se complicó un poco. La lluvia nos sorprendió, pero nos resguardamos en la casa de la señora... ¿Pony? —le preguntó a Terrence por si ese era el nombre correcto de la mujer.
—¿En la casa de Pony? —cuestionó sorprendida la señora Elroy—. ¿Qué te animó a tomar el camino más largo hasta aquí, Terrence? —No entendía nada.
Candy buscó la mirada de Terrence. Era evidente que había captado su sutileza. ¡Las había llevado por un camino más largo para ver si ellas se marchaban llorando de regreso a Escocia! Lo miró frunciendo las cejas para mostrarle su enfado.
Annie por su parte le sonreía. Estaba convencida de que haber retrasado la llegada hasta el destino final, debía responder al hecho de que Terrence Graham estaba irremediablemente enamorado de Candy. Apostaría las joyas que había robado de su casa, y que tenía escondidas en un compartimento secreto de su pequeño baúl, a que aquel apuesto castaño cayó de rodillas en cuanto vio a su amiga en aquel pequeño pueblo.
—Quería que las damas vieran un poco más el campo —se limitó a responder el castaño con una tranquilidad asombrosa y que denotaba que no estaba avergonzado por sus actos—. Si me disculpan, debo ir a ver cómo está Karen. Imagino que estará preocupada por mi tardanza. No deje de llevar a lady Candice —usó el título de ella con gran esmero—, a visitarla, seguro, Karen estará ansiosa por conocer a la futura esposa. —Las palabras le supieron a cenizas mezcladas con putrefacción. Ofreció un asentimiento de cabeza y se marchó al establo.
Candice se tragó el amargo sabor de los celos. No olvidaba el modo tan ensoñador con el que se había referido a esa tal Karen. ¡Argggg! Ya odiaba ese nombre. No le gustaba nada, y menos le gustaría su dueña. No. No la conocería. No quería saber nada de la mujer que había capturado el corazón de Terrence.
—Iré con el señor Graham. —Annie salió tras él sin esperar que nadie dijese nada.
La señora Ardlay abrió la puerta de la casa e invitó a Candice a ingresar al salón. La muchacha notó que aquella era una edificación majestuosa. Preciosas alfombras, cortinas bordadas y muebles tallados a mano.
Mientras ingresaban a la biblioteca en donde a Candice le esperaba una gran sorpresa que cambiaría el rumbo de su vida, Annie fue a sondear la situación con el hombre que había dormido junto a su amiga... dos veces. Y habían estado desnudos en ambas ocasiones, aunque no al mismo tiempo, dado que primero fue Terrence, y cuando la picadura, fue Candy la que no tenía ni una pizca de ropa puesta.
—¿Sabes que si fuese un hombre, y hermano de Candy tendría que retarte a duelo por comprometerla... dos veces? —dijo sin preámbulos.
—¿Y tú sabes que si lo fueses, no tendrías la menor opción de salir con vida?
—Vas a perderla. ¿Lo entiendes? —le soltó sin mas, Annie
—Voy a perderla porque así lo he decidido.
—¿Disculpa?
Terrence se detuvo antes de llegar al establo.
—Tu amiga es una mujer especial y se merece todo lo que los Cornwall le puedan dar. Estará mejor con el caballero que fue elegido para ella, él es más manejable, si logra conquistarlo, lo tendrá comiendo de la palma de la mano.
—Te aseguro que si ese mentecato, no valora a mi amiga, como lo hiciste tú desde el primer día que la viste, me pondré un colorido vestido de paseo, filtraré con él y lo haré llorar lágrimas de sangre —le sonrió y le guiñó un ojo.
—Te aseguro que si ese mentecato, como lo has llamado hace algo que dañe a tu amiga, tendrá que responder ante mí. Y ten cuidado con lo que hagas, porque te aseguro que si logras despertar su deseo, te dará tu peso en oro por un revolcón.
—¡No puedes decir esas cosas en presencia de una inocente dama!
—Pero tú no eres una —dijo burlón mirando su disfraz de viuda.
—¡Por supuesto que lo soy! ... Por cierto, ¿Cómo llaman los hombres a su cosa?
Él suspiró.
—Tu amiga me censurará si te respondo.
—Dímelo, conseguiré que Candy se dé cuenta de que tú eres mejor para ella y mande a la mierda a quien sea. —Annie rio entre dientes —lo siento, he descubierto que me agrada echar maldiciones.
—Ya me di cuenta de ello —Terrence negó con la cabeza y retomó el hilo de la conversación. —Candice pertenece aquí.
—Dime lo que te he preguntado.
—No. —Él se rio en una sincera carcajada. —No te rendirás, ¿Verdad?
—No.
—Eres imposible. —Terrence suspiró —debo ir a ver a Karen, seguro está preocupada por mí.
—¿Es tu novia? —se atrevió a preguntar.
—No. Karen es como tú.
—¿Qué? —No lo entendió.
—Es mas que una amiga, es una especie de hermana insolente que atrae los problemas.
—¿Es por ella por lo que no vas a luchar por Candy?
—Eres insistente.
—Responde. —Ella usó el mismo tono intransigente que había aprendido precisamente de él.
Terrence suspiró cansado.
—Karen está casada. Muy felizmente casada. Su esposo me cortaría el cuello si osase tener un solo pensamiento impúdico con ella y yo mismo sentiría náuseas si eso llegase a ocurrir porque siempre la he considerado como parte de mi familia.
—Me gustará mucho conocer a tu amiga Karen. Ya me agrada —sonrió.
— Ve con cuidado, Annie.
—Lo haré.
—Ve a la casa y vigila a tu amiga por mí. Si algo ocurre manda a alguien a buscarme al rancho que era de Tom, ¿De acuerdo?
—Muy bien. Eres tan terco como Candy. Ella te gusta. Tú le gustas y los dos no hacen nada. —suspiró —ni hablar, he hecho lo que he podido.
—Es complicado, Annie.
—¡No lo es!
—Espera a ver lo que sucede cuando tú te enamores.
—¡Ajá! Admites que estás enamorado de ella —expuso Annie en tono acusador.
—No sé lo que es querer —dijo con pesar, pero sabiendo que el interior de su pecho se removía cuando Candy estaba cerca o pensaba en ella.
—¡Haz algo! —chilló la pelinegra.
—Me aparto para que tenga una vida mejor. Conozco a alguien que hizo algo parecido, y su sacrificio le costó caro ... —comenzó a decir sin darse cuenta de que exteriorizaba en alto sus pensamientos.
—Eres un highlander, ¿Verdad? —inquirió con suavidad.
—Un bastardo. Mi madre es escocesa, mi padre un inglés.
—A Candy eso no le importa.
Terry le ofreció una sonrisa y le tendió la mano; Annie la tomó.
—Es hora de que me vaya. Buena suerte, señorita Annabella.
—Buena suerte, señor Graham. Volveremos a vernos antes de lo que cree. —Le guiñó un ojo.
Terrence sacó su yegua y se marchó de la propiedad de los Ardlay sintiéndose solo y miserable. Annie lo despidió. Ese hombre le gustaba mucho para su amiga y haría todo lo que estuviese en su mano para unir a esos dos cabezotas. ¿Cómo lo haría? No tenía ni la menor idea, pero algo se le ocurriría.
Se dio la vuelta y cuando llegó a la casa de los Ardlay, vio a Candy de pie con la señora Ardlay haciendo un gran esfuerzo por detenerla.
Comenzó a correr hacia el lugar.
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