Dorothy golpeó la puerta de la habitación de Mía, y abrió sólo un poco ésta, para ver sí la chica seguía dormida; con voz baja le anunció que ya estaba listo su desayuno, por si iba a asistir a clases.
Mía se despertó perezosamente, y a su mente volvió el tormento que pasaron la noche anterior. Eso le bastó para desanimarse, le dijo a Dorothy que no tenía ganas de ir a estudiar, y hundió la cabeza dentro del edredón, haciéndose un ovillo en medio de la cama. Dorothy se acercó lo suficiente y le dijo en voz baja—Quédate tranquila y descansa, tu hermana tampoco irá al colegio. Si tienes hambre me dices y yo te subo la comida, ¿de acuerdo? —. Obviamente, no esperó respuesta de parte de la pequeña Granchester, y se retiró de la habitación.
Dorothy le tenía un cariño muy especial a la chica adolescente, porque le recordaba a Victoria, su hermanita que vivía en Chicago con su mamá y demás hermanos. Así que cada vez que podía, platicaba con ella, la ayudaba a escoger su ropa, veían películas juntas, incluso gracias a Mía, fue que ella aprendió a nadar. A la muchacha, le daba tristeza verla tan solita, y por eso trataba de hacerle compañía.
La nana Pony intercedió por las niñas Granchester para que no las enviaran al colegio, de manera que Eleanor llamó a Mrs. Mary Darcy, quién aparte de ser la rectora del colegio, era una de sus buenas amigas.
El elegante comedor de los Granchester Ardlay, acogía a sus comensales invitados, y aunque el ambiente no era el más festivo, no había nada mejor, que una familia unida en esos momentos tan difíciles.
Richard Granchester era un hombre sin temple, analítico y poco paciente. Él no era de quedarse de brazos cruzados, esperando a que las cosas o respuestas llegaran por sí solas; le gustaba ir un paso adelante, por lo cual, ya había contactado a su amigo Georges Villers, quién era el dueño de la agencia de seguridad, la cual brindaba servicios no solo a su familia, sino que a la compañía.
Richard le hizo saber la situación que estaba ocurriendo con su hijo, de manera que Lizzi Villers, la hija de Georges, quién manejaba una agencia de servicios de investigaciones secretas, estaría a cargo del caso de T.G. Granchester B. La bella, pero astuta mujer, prometió darle respuestas, concretas y certeras.
Una vez que terminaron de desayunar, abuelo y nieto se dirigieron a la compañía en uno de los autos de la familia, conducido por Charlie. Todo iba bien hasta que, al llegar al edificio, el portero les negó la entrada. Dan Juskin, era recién contratado y tenía la firme instrucción de no dejar ingresar a nadie, sin la credencial de control de acceso.
A Dan, nada le garantizaba que ese par de hombres, fueran unos charlatanes mentirosos.
Michael Ferguson llegó con su auto, y se parqueó detrás del de los Granchester. Bajó de inmediato, al ver al señor Richard descender muy molesto, apresuró sus pasos y lo saludó estrechando su mano. Michael, al comprender el malentendido que se estaba suscitando, obligó a Juskin a que se grabara muy bien, el rostro de los dueños de la compañía.
El portero se disculpó infinidad de veces por su gran error, temblando y temiendo ser despedido. Si lo echaban a patadas, ¡bien merecido lo tenía! Sin embargo, para su sorpresa, Richard, le palmeó la espalda felicitándolo por su proceder. —¡Bien hecho señor Juskin!, espero que mi empresa siga contando con más elementos tan profesionales como usted—. El color volvió al rostro descompuesto de Dan, quién de inmediato ayudó al imponente hombre a entrar al auto, luego corrió a digitar la clave, y se abrieron las puertas del enorme portón eléctrico. Terius veía orgulloso a su abuelo.
Los Granchester ingresaron al edificio administrativo, y Michael les dio alcance en recepción, juntos subieron al elevador.
—Me da gusto verlos por acá—. El asistente de Terence expresó, aunque por dentro se preguntaba, ¿por qué su jefe no venía con ellos?
—Qué bueno, porque nos veremos a diario—. Richard le hizo saber, sin dar explicaciones; creando más confusión en Ferguson.
Terius que era más amable, le dijo—Mi papá fue intervenido de emergencia, así que mientras se recupera, nosotros estaremos viniendo en cuanto nos sea posible.
—Pero, ¿qué le pasó? ¿Ya está bien? — Michael preguntó con preocupación.
—No se preocupe, sólo le quitaron la vesícula—. Terius respondió.
—¡No lo puedo creer! Si mi jefe siempre se ha visto muy sano. Pero bueno, eso de la vesícula y los cálculos es muy extraño, tengo una sobrina que tiene diez años, y hace un par de meses le tuvieron que eliminar tres de esas piedras, claro que, en su caso la cirugía fue láser—. Michael contó, dirigiéndose a Terius quién si le prestaba atención.
El asistente, pensó que aquello se pondría de color de hormiga, porque para nada le agradaba la presencia del ingeniero Richard, y qué decir del muchacho que por muy amable que fuera, no tenía ni una pizca de experiencia; seguramente sus días de gloria habían llegado a su fin, y se lamentó. Nunca se imaginó decir aquello, pero la verdad era, que ya extrañaba a su jefe.
Llegaron al último piso, y Richard fue el primero en salir del elevador. Tomó un tiempo para saludar algunos de los colaboradores más antiguos. La gente no dejaba de murmurar, pues hacía mucho tiempo ya, que él no visitaba la compañía; por lo que estaba desatando en todos, nerviosismo y especulaciones; Terius se dio cuenta de aquello.
—Vámonos—. El joven le pidió.
Al girar, una mujer chocó con ellos, quién en el impacto soltó carpetas con infinidad de facturas, esparciéndolas en el piso marmoleado. El joven castaño se agachó de inmediato para ayudar a la bella mujer. Estaban por terminar de levantarlas, y el joven pronunció en voz baja, el nombre impreso en el gafete de ella —Yuliani de Brown, asistente contable—. Yuliani le sonrió. Pero entonces Richard, al notar la actitud de su nieto, caminó hacia él, y colocó su pesada mano sobre el hombro del muchacho, deteniéndolo en su actitud acomedida.
—¡Deja las payasadas!, vámonos—. Le ordenó.
Terius vio a Yuliani con pena, se disculpó y le entregó las facturas que había levantado, sacudió su pantalón y siguió a su abuelo. Ella apenas logró agradecerle y se puso en pie «¿Payasadas dijo?... Ah, ¡ese señor no me agrada!». Pensó. Y abochornada por las palabras del señor Granchester, se fue a su oficina.