EPÍLOGO I, PROMESAS
En Manhattan, una regordeta mujer vestida con harapos buscaba entre los contenedores de basura cualquier cosa que le sirviera para comer o vender, los alrededores del muelle se habían convertido en su zona de trabajo, no quería alejarse de ahí, estaba segura de que en cualquier instante el que fuera su esposo aparecería y en cuanto lo viera, haría hasta lo imposible para hablar con él, mantenía el firme propósito de recuperar su vida. En el lugar era conocida como “la duquesa”, mote que se ganó después de aquella ocasión en la que intentó hablar con Richard gritando a los guardias de seguridad, que ella era la duquesa; los indigentes no recordaban el apellido, solo les quedó grabada la palabra duquesa, en ese entonces, Lucrecia no se percató de que las personas a su alrededor la habían escuchado, solo sintió la mano de Arthur cuando la detenía. Su andar era garbo, altivo, de finas maneras; lo cual era observado por la comunidad donde ahora vivía. En la mente de algunos rondaba la duda respecto a la veracidad de lo dicho por la mujer, no obstante, desistían de la idea, porque de ser verdad, ella no estaría en semejante situación. Semana a semana, Lucrecia vigilaba el embarcadero, pendiente de la llegada de los pasajeros provenientes de Europa, así como de las salidas para Inglaterra, sabía que, en cualquier día, vería alguno de los Grandchester. Arthur que conocía su rutina se mantenía pendiente de ella, sin saber cómo, un sentimiento que no sabía definir, si era lástima o preocupación le hacían estar alerta para ayudarla en caso de que fuera lastimada o, peor aún, arrestada. Cuando podía le daba unos centavos para ayudarla a reunir el dinero que necesitaba para realizar la multicitada llamada a Escocia, sin embargo, el hambre era su peor enemigo, ya que casi siempre terminaban gastándolo en comida. Desde su llegada a ese suburbio, ninguno de los dos lograba vender cosas que les redituara una mayor ganancia, él, en diversas ocasiones le instaba a irse a otro lugar para conseguir un trabajo, pero ella se negaba a abandonar la ciudad. No era descabellado pensar, que esa mujer, bañada y bien vestida podría emplearse como maestra o institutriz, se notaba la educación que poseía y ¿Por qué no?, él podría ser mesero o algo similar, lamentablemente no contaban con el recurso para obtener una indumentaria adecuada, mucho menos para tomar un baño de verdad. Nada se podría lograr sin dinero eso lo sabían ambos, así que las calles seguirían siendo su centro de trabajo. — ¡Deberías hacerme caso, Greta! — Le dijo Arthur. — ¿A qué te refieres? — ¡A que nos vayamos a otro lugar, busquemos trabajo! — ¡No, bien sabes, que no puedo irme! — Pero, ¿Te das cuenta que es casi imposible que hables con ese hombre?, eso considerando que lo vuelvas a ver. — ¡Claro que lo veré, solo necesito un golpe de suerte! — Arthur inmóvil, miraba a un punto fijo; Lucrecia volteo para observar lo mismo que él. Se trataba de un hombre ebrio que denotaba contar con una buena posición económica, quien al sacar lo que podrían ser unas llaves tiró la cartera. Los dos se quedaron estáticos, pensando en cosas diferentes, Lucrecia quiso dar un paso para avisar al sujeto de su pérdida, sin embargo, fue detenida por Arthur indicándole que guardara silencio, aunque, ella quiso objetar, él no la soltó hasta que el individuo hubo desaparecido. — ¡Arthur, no somos ladrones! — Le reclamó ella. — ¡Y no lo somos, nosotros no le robamos!, o ¿Sí? — No, pero pudimos avisarle. — ¿Quieres dinero para tu llamada o no? — Ella asintió comprendiendo lo que su amigo quería hacer. Ambos corrieron a tomar la cartera, tenía suficiente dinero, incluso para una suculenta cena. Sin dilatar, se dirigieron a una cabina telefónica, Lucrecia creía que Dios se había apiadado de ella, feliz y nerviosa solicitó la conversación a la operadora, esperando ansiosa escuchar la voz de su hermano, cuando se realizó la conexión. — ¡Comuníqueme con el Sr. Edward! — Le solicitó a la doncella que atendió la llamada. — El señor no se encuentra. — ¿Cómo que no está?, ¡Localícelo! — ¡Lo lamento, el señor no vive aquí, se mudó a Francia! — ¿A Francia?, ¡Deme el número de allá! — Lo siento, pero no puedo darle esa información. — ¡Claro que puede, soy su hermana, la duquesa de Grandchester! — Por favor madame, ¡La duquesa falleció hace meses!, ¡Vaya a hacer bromas a otra parte! — Al decir esto la mucama terminó la conferencia dejando a Lucrecia perpleja. Arthur notó su palidez y preguntó. — ¿Sucede algo malo? — Ella tardó un poco en contestar. — ¡Me han matado, Richard me ha matado! — ¡Qué! — ¡El miserable de mi esposo ha dicho que he muerto! — ¡Espera, no entiendo nada! — Desesperada, con la mirada extraviada, la duquesa caminaba de un lado a otro, mientras pasaba sus manos sobre el sucio cabello, por su cara; no daba crédito a lo que había escuchado, ¡Muerta, ella estaba declarada muerta!, pero ¿Por qué?, ¿Qué le había hecho pensar eso a Richard?, ¡No, no puede ser!, ¡Tengo que aclarar, decir que estoy viva!, hablaba para sí, ignorando a Arthur. — ¡Greta, Greta! — Arthur le decía, al tiempo que la sacudía por los hombros. — ¡Cálmate!, ¡Cálmate!, ¡Explícame porque no entiendo! — Borbotones de líquido salado brotaban de los ojos de ella, limpiando en su recorrido la mugre acumulada de días, con el torso de la mano intentaba limpiar aquellas lágrimas, que mostraban la tragedia de su vida. Respiró hondo para explicar a su amigo. — La sirvienta de la mansión de mi hermano me dijo que él ya no vive en Escocia, que se ha mudado a Francia y se negó a darme el número de allá, al decirle quien era me reclamó diciendo que no hiciera bromas porque “La duquesa de Grandchester tiene meses que murió”, ¿Te das cuenta?, ¡Me han declarado muerta!, ¿Cómo pudo suceder eso?, ¿Mis hijos?, ¿Qué les han dicho?, ¿Dónde están? — La serie de preguntas hecha una, tras otra, desconcertaba a Arthur, que no sabía qué decir al ver la angustia de esa mujer. — ¿Cuánto dinero queda?, ¿Por qué no vuelves a llamar?, ¡Tal vez se trata de un error! — Una pequeña esperanza destelló en la mirada de Lucrecia, que volvió a comunicarse, sin embargo, el resultado fue el mismo. — ¡No Arthur, me volvieron a decir lo mismo, en esta ocasión fue el mayordomo! — ¿Qué piensas hacer? — ¡Tengo que ir a Inglaterra, recuperar mi lugar, mi vida! — ¿Sabes cuánto cuesta un viaje de esos?, ¿Tienes pasaporte? — ¡Sí, lo sé, pero ahora si trabajaré de lo que sea, necesito ir!, ¡Sacaré un nuevo pasaporte! — ¿Tienes tus documentos para acreditar tu personalidad, acta de nacimiento? — ¡No, maldita sea!, ¡No tengo nada! — Entonces, ¡Es mejor que lo olvides! — ¿Cómo me dices eso?, ¿Podrías tú olvidar a tus hijos? — ¡No, claro que no, pero ellos ya saben que su madre ha muerto!, ¡Además estoy seguro que están con tu esposo, después de todo son sus hijos! — ¡No, tú no entiendes, no son de él! — Sorprendido por la confesión de Greta, Arthur se mantuvo en silencio, al igual que ella, su compañero tenía razón, necesitaba demostrar su identidad, pero ¿Cómo?, la frustración y el llanto que proseguía su camino llegó hasta su boca, dejando el sabor amargo de la realidad a la que se enfrentaba, esa misma, que le prometía una vida de destierro, confinada en otro continente, a quedar en el olvido, porque estaba consiente que difícilmente podría recuperar lo que perdió por una estrategia mal planeada. En esos momentos, el mayordomo y la mucama, que habían sido despertados con las llamadas telefónicas, tomaban un té acordando no comentar nada al dueño de la casa para evitar ser regañados.
A millas de distancia, Carolina Marlow no la pasaba bien, desde que llegó a vivir con sus familiares se estrelló con su pasado, aquel, donde vivió carencias, mismas que juró nunca recordar, mucho menos revivir. La remembranza de su infancia y juventud volcaron en ella un sinfín de detalles, que, desde que se mudó a Nueva York había modificado llenándose de orgullo por su cambio, el cual hacía evidente ante su familia, a la cual juzgaba por su forma de comportarse y vestir. Esas personas que no eran precisamente pobres, no cubrían las expectativas de Carolina, quien constantemente los humillaba, a pesar del cariño y compasión con que la recibieron; en el tiempo que llevaba ahí no había aportado nada para su manutención, por el contrario, exigía comidas extravagantes o que la llevaran a un restaurante costoso. Esta situación colmó la paciencia de los Marlow, que hartos de su comportamiento, le dijeron que se fuera. Ella en lugar de pedir disculpas, enfurecida salió de ahí, no sin antes, maldecir a cada uno de ellos por correrla sin considerar lo deprimida que estaba tras la muerte de su única hija. A regañadientes regresó a Manhattan, donde una vorágine de recuerdos la atormentaban, no quería vender la casa, deseaba mantenerla, pero sin entradas de dinero, era inútil pensar en costear los gastos; peor aún, realizar los quehaceres domésticos por la amplitud de la propiedad. El dinero que recibió por los escritos de Susana se lo había gastado en ropa negra, quería seguir su luto; pensó que Robert Hathaway le daría con regularidad regalías por las puestas en escena de algunas de las obras, sin embargo, estas no habían tenido el éxito esperado. No desechaba la ocurrencia de buscar a Terry para pedirle apoyo económico, no obstante, al recordar las palabras del duque, la desechaba. Con el pasar de los días se resignó a vender la residencia y comprarse un modesto lote de dos cabañas en el recién fundado Oregón, pensó en habitar una y rentar la otra; el irse al otro lado del país, buscaba estar lo más alejada de la tentación de vengarse de su ex yerno, no quería tentar a su suerte, porque persistía el resentimiento al recordar, que gracias a él había perdido todo. A pesar de motivarse para comenzar su nueva vida, no dejó atrás su altivo comportamiento, generando de inmediato enemistades con los pocos vecinos del lugar, mismos que influyeron para que nadie se aventurara a alquilar el inmueble. La suma que obtuvo por la venta de la casa fue considerable, le quedaba lo suficiente, pensó, para vivir cómodamente con la prebenda mensual de la vivienda; con el correr de las semanas sus ahorros fueron mermando, lo que la orilló a disminuir sus gastos, con su orgullo resquebrajado, quiso acercarse a las mujeres de los alrededores para que recomendaran a los moradores su cabaña; lamentablemente, fue tarde, porque no fue bien recibida. La preocupación era latente, ya que le prometía un futuro inestable e incierto al equivocarse de nuevo, todo apuntaba a que se seguiría tropezando con su necedad de no aceptar su real condición económica y aparentar pertenecer a una sociedad que estaba ya muy lejos de su alcance.
En una hermosa playa de cerca de Miami, Margaret y Jonathan decidieron instalarse; el dinero que les quedó les alcanzó para comprar un pequeño terreno, que contaba con dos cuartos en obra negra, el joven adquirió material para terminar de construir lo que sería su hogar. Días antes se habían casado en la única iglesia de la zona, donde los testigos de su enlace fueron dos desconocidos, para fortuna de ellos, traían consigo sus pasaportes. A pesar de que no contaron con algún tipo de festejo, se sentían felices, libres, sin que les importara los inconvenientes de su morada. Todos los días disfrutaban del bello paisaje de arena blanca, de los hermosos amaneceres y atardeceres, plegados de romanticismo, que les hacía sentirse más enamorados. Al sacar sus pertenencias para acomodarlas en un viejo ropero, Margaret se dio cuenta que tenía el pasaporte de la duquesa; de inmediato salió en busca de su esposo. — ¡Jonathan, Jonathan! — ¿Qué pasa?, ¿Por qué estás tan agitada? — Respondió el joven que, dejó de lijar una puerta, que recién había construido. — ¡Mira lo que encontré! — Con la respiración entrecortada la chica le extendió el documento y comentó. — ¡Es el pasaporte de la duquesa! — ¡Cielos!, ¿Dónde estaba? — Lo traía entre la ropa, recuerdo que guardé todo cuando escapamos aquella noche. Con todo lo que sucedió, no recordé que lo tenía, tampoco ella me lo pidió. — ¡Creo que lo olvidó!, ¡Tampoco hubo oportunidad de hablar de ello!, todo sucedió demasiado rápido, desde que salí de la habitación contigo en brazos, no volvimos a verla. — ¿Qué haremos con él?, ¡Tiene la leyenda de pasaporte diplomático! — ¡Tenemos que deshacernos de él, nos puede traer problemas! — ¡Tal vez lo necesita! — ¡Ese ya no es nuestro problema! — ¿Crees que la hayan atrapado? — ¡No creo, es una mujer muy astuta!, posiblemente, ya se arregló con el duque. — ¡Su excelencia es un hombre despiadado, no creo que le perdone su actitud! — ¡Creo que nunca lo sabremos, no olvides que es su esposa!, un divorcio entre nobles es un gran escándalo, ¡Hacen todo lo posible por evitarlo! — Después de un breve silencio, Jonathan tomó el pasaporte para partirlo en pequeños pedazos a los que posteriormente les prendió fuego, ambos miraban como las llamas consumían ese documento, que para Lucrecia significaría regresar a su vida, mientras que para ellos representaba dar por terminado ese episodio, que, si bien fue tormentoso, les otorgó la oportunidad de una nueva vida que les prometía enormes esfuerzos y años de trabajo para lograr cierta estabilidad económica, donde los sueños del chico porque su ahora cónyuge no trabajara nunca más, se diluyeron al quedarse sin ese dinero robado. Al consumirse los papeles, se miraron a los ojos, parecía que habían pensado lo mismo, con un hondo suspiro los dos regresaron a sus actividades.
Con el tiempo se darían cuenta que, su felicidad nunca sería completa, al enterarse de las consecuencias que sus actos trajeron para sus seres queridos; olvidaron por completo la preocupación que generó en sus padres y hermanos su desaparición; la vergüenza que sintieron al ser informados en la casa Grandchester de sus terribles acciones, que conllevaron al deceso de la duquesa, razones suficientes para ser buscados por la Scotland Yard. Los parientes a pesar, de ser pobres, eran personas trabajadoras, honradas; con un alto sentido del honor, al igual que todos los ingleses, sin embargo, la ignominia los rodeo llenándolos de una gran decepción que los orilló a dejar de buscarlos. Claro de eso se enterarían años después en su primer intento por comunicarse con sus familias, que indignados se negaron a mantener algún acercamiento con ellos.
Continuará...