El nombre de algunos personajes corresponden a sus debidos autores. Yo lo soy de la idea que leerán a continuación.
Muerto el ocaso, la señorita Candy White, acompañada del doctor Lenard Segundo volvió al imperio Andrew. Ahí, Albert le aguardaba para llevarla a la mansión. Pero antes…
– Ya están aquí – fue informado por George, empleado que en la puerta del banco central vio partir a los demás en lo que esperaba por ella.
Sonriente, la rubia enfermera lo saludó; también:
– George, lo siento. El tiempo se me fue volando y…
– Está bien, señorita. William está en su despacho.
– Entonces allá voy – le dijo a uno; y al otro – ¿Tiberius? – se giraron a mirarlo – muchas gracias por todo.
– Al contrario, Candy – que una mano había ofrecido; y conforme la sostenían consiguientemente de haber sido tomada: – Gracias a ti por el buen rato pasado
– Bien – contestó ella observando a su dorso ser besado. Liberado en conjunto, la enfermera un tanto inquieta dijo: – Entonces… ¿como quedamos?
– Estaré pendiente de tu comunicado.
– Por supuesto. En cuanto lo comente con Albert, te haré llegar mi respuesta.
– Perfecto. Ahora me retiro… Señor Johnson
– Doctor Lenard
– Buenas noches
– Buenas noches – se despidieron; y dos pares de ojos siguieron la figura del galeno militar, persona de la que se dijo:
– Es un hombre muy noble e inteligente
– Sí, por supuesto.
– ¿Está muy molesto mi… “papá”?
– No, sólo… preocupado – respondió el moreno turbado de la sonrisa y la cuestión ciertamente burlona de la rubia que feliz y cantarina emprendió una vereda.
Detrás de ella iba el secretario, pensando en qué había pasado con la chica. Con los dos. Mismas preguntas e inquietudes que Albert tenía, y que en el momento de verla…
– Albert, mil disculpas – Candy corrió a su lado para decirle – el tiempo no lo sentí y…
– Está bien, pequeña – él pudo disimular su consternación mientras se ponía de pie; – y lo estará más si me confirmas que te has divertido
– ¡Mucho! – ella exclamó mirándolo directamente a los ojos. – Tiberius…
– Tiberius
– Sí – la rubia se apenó un poquito y agachó la mirada; – él me pidió que lo tuteara y…
– Qué bien – alguien sonrió ampliamente; y para disimular más… – Bueno, pues ya que estás aquí ¿vamos a casa? – su mano le indicó hacia una salida.
– ¿Es decir… a la mansión?
– ¿Dónde tenías pensado quedarte?
– Bueno… yo…
– El departamento que solías ocupar, ha sido puesto en arrendamiento
– Me lo imagino. Bueno – se sopló con resignación; – iremos a donde dices. Pero promete que no te moverás de mi lado sino hasta que el peligro haya pasado.
– Está bien, pequeña – sonriente, Albert se lo aseguró. Lo que no…
– Quiero ayudarlo – Candy lo informó yendo ya en el interior del autor y de camino a la mansión Andrew.
– Pero…
– ¿Te opondrás?
– No, por supuesto que no.
– Porque de sobra sabes que es un buen proyecto. Y mientras más manos y bocas se unan a la buena causa todo se conseguirá pronto, pudiendo así construirse tanto el hospital como el asilo y…
– Candy, es mucho dinero el que se requiere para ello.
– Lo sé. Pero estoy dispuesta a salir a las calles para pedirlo e inclusive vestirme como una señorita de sociedad para hacer fiestas de caridad y…
– ¿Estás oyéndote?
– Sí – ella arrojó una risilla – suena loco.
– ¿Loco? No, no; para nada, pequeña, si no… ¡carambas! – el rubio, conforme miraba un espejo retrovisor y se topaba con otra mirada, se rascó la nuca; no pudiendo contener más las inquietudes y las soltó. – ¿Qué tanto platicaste con Tiberius Lenard?
– De todo y nada, pero principalmente de esa consternación que compartimos y sentimos por los demás.
– Sí, claro; sin embargo… te percibo emocionada
– ¡Es que lo estoy! – Candy saltó en su asiento para informarlo – Sólo piensa que si consigo algo, podré llamar al doctor Martin para que tenga un buen puesto y...
– Sí, claro; sin embargo…
Por haber escuchado dos contestaciones similares, la chica cuestionaría:
– Albert, ¿qué pasa?
– Eso es precisamente lo que quiero saber de ti, Candy. ¿Qué pasa?
– Haber encontrado lo que quiero hacer con mi vida ¿te parece extraño?
– Me lo parece más tu actuar. Y no quiero pensar que esto que me cuentas se esté convirtiendo en otra escapatoria para ti.
– No entiendo – respondió Candy agachando la cabeza y mirada. Acciones que la delataron y…
– Sí, lo entiendes muy bien.
– Te aseguro que…
– No, no lo hagas; porque aquí la única que se engaña eres tú –. Una mano se levantó para posarse de un rostro y enderezarlo con delicadeza, misma que utilizaron al decir: – Vamos, Candy, te conozco muy bien; y sé que todo este entusiasmo nacido de la nada tiene un significado.
– No… sé a que te refieres.
– ¿Terry? – lo nombró Albert; y por haberlo hecho, unos ojos se humedecieron, una garganta pasó saliva y una boca apenas pronunciaría…
– Él… ya no volverá.
– ¿Por qué lo dices?
– ¿Recuerdas aquella tarde en el hogar de Pony y donde supe tu verdadera identidad?
– Sí.
– Annie me mostró un tabloide; y ahí se decía que él… había vuelto con ella… con Susana. Yo… no niego que me alegré por eso pero…
– No has podido olvidarle
– Es como si… en lugar de salirse, con cada día que pasa, más se clava aquí – su puño derecho lo llevó a su pecho; – y te juro, Albert, que lo he intentado, inclusive… – Candy volvió a agachar la cabeza – te he utilizado, pero no puedo.
– ¿Utilizarme? ¿cómo lo has hecho?
– Poniéndote en mi pensamiento y volcando en ti… todo lo que siento por él
– Candy, pequeña – dijo el rubio abrazándola y mirando nuevamente al espejo retrovisor, sólo que ésta vez, George no lo miró sino escuchó – no debiste hacer eso.
– Lo sé. Fue muy tonto de mi parte.
– No, no. Es simplemente… que el amor de ustedes es algo muy difícil de romper. Y no dudo que Terry… esté pasando por algo similar, sobretodo que durante todo este tiempo transcurrido esté viendo a la mujer impuesta cuando debería ser otra la que estuviera a su lado.
– Pero Susana lo dio todo por él.
– Es verdad. Y por serlo, eso debe ayudarte a superarlo. Debes hacer un esfuerzo, Candy, y si éste – incluyendo el involucrarse con Tiberius – es el modo para lograrlo, hazlo, pequeña – hasta el comprometerse después de pasado un tiempo.
La ausencia de sus sobrinos consentidos puso entristecido su rostro y su corazón. Las muertes de Anthony y Stear, en Elisa, Neil y Archie trató de apaciguar. No obstante el remordimiento de haberlos perdido, en una sola persona recaía: Candy, la huérfana del Hogar de Pony que hubo llegado a su casa para ponerla de cabeza. Aunque la decisión de William por adoptarla hacía que menos la aceptara. Sin embargo, su sobrino mayor era el jefe de ese clan; y por mucho que deseara a su hija adoptiva lejos, el que dirán pesaba más, sobretodo si a la joven rubia se le ocurriera seguir presentándose con su honorable apellido.
Entonces y después de pensarlo, la señora Elroy autorizó se incorporara a la familia. Pero eso sí, el modo adecuado de vivir sería la primera tarea a corregir.
Por suerte y con la esperanzada idea de sanar su corazón, Candy no tuvo la necesidad de ir a la Mansión Andrew. Albert, de último momento, decidió hospedarla en un hotel mientras encontraban lugar dónde vivir. Además, al día siguiente, Tiberius, notificado de una dirección, comenzó a buscar a la rubia para empezar juntos su colecta; y un par de meses después, una sentimental relación al ser la pecosa enfermera: entusiasta, positiva, cariñosa, alegre y muy dedicada, consiguiendo con eso un año más adelante: una petición de lo más sencilla y privada, y diciendo ella aceptar creyéndose recuperada del dolor que la aquejaba; plus el galeno militar con cada día que pasaban el uno a lado del otro supo ganarse el afecto no sólo de la chica sino de sus conocidos amigos. Amistades que celebraban su felicidad, una que se vería tambaleada cuando…
– Ahora, si comparas esta tabla con la otra…
– ¿Se puede? – George Johnson interrumpió en la oficina de Albert que instruía a su sobrino Archie.
– Por supuesto.
– No coinciden – dijo rápidamente el joven Cornwell que prestaría atención a:
– Hay que checar la tasa de interés –; y también – ¿pasa algo, George?
– Se trata de un telegrama con sello de urgente
– ¿De quién? – preguntó el magnate frunciendo el ceño y extendiendo su mano hacia su empleado que decía:
– El señor Terry Grandchester
– ¡¿Quién?! – espetó el sobrino Andrew con deseos de arrebatar la recién llegada nota y enterarse por su cuenta. Sin embargo…
– Archie, pon atención a eso – una lista de cuentas y cuentahabientes; y mientras le ordenaba – debe estar listo para esta tarde – el guapo rubio se levantó de su asiento para saber el contenido de la misiva.
No obstante, tanto Archie como Johnson lo siguieron en su camino hacia la sala; y antes de tomar asiento Albert rasgó el papel no comprendiendo porqué un temblorcito se apoderó de su corazón. Quizá se debía a una ‘intuición’ que afirmó consiguientemente de haber leído, diciendo a los que lo acompañaban y que por supuesto no le habían perdido de vista.
– Quiere…
– ¿Hablar con Candy? – Archie se hubo apresurado.
– Hasta eso, quiero hacerlo primero conmigo
– ¿Y de qué? Bueno –, el mismo castaño le quitó importancia – de lo que sea, vas a contarle los planes de Candy, ¿cierto?
– Me imagino que sí
– Hazlo, tío, porque mi prima está enamorada de Tiberius – lo aseguraba porque así lo percibían sus ojos, y por ende – y Grandchester no va a volverle a arruinar la existencia.
– Archie…
– Sí, tienes razón. No hay porqué preocuparse. Además Candy no está en Chicago si no en Wisconsin.
. . .
Frente a frente una vez más
Capítulo 5
. . .
Frente a frente una vez más
Capítulo 5
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Muerto el ocaso, la señorita Candy White, acompañada del doctor Lenard Segundo volvió al imperio Andrew. Ahí, Albert le aguardaba para llevarla a la mansión. Pero antes…
– Ya están aquí – fue informado por George, empleado que en la puerta del banco central vio partir a los demás en lo que esperaba por ella.
Sonriente, la rubia enfermera lo saludó; también:
– George, lo siento. El tiempo se me fue volando y…
– Está bien, señorita. William está en su despacho.
– Entonces allá voy – le dijo a uno; y al otro – ¿Tiberius? – se giraron a mirarlo – muchas gracias por todo.
– Al contrario, Candy – que una mano había ofrecido; y conforme la sostenían consiguientemente de haber sido tomada: – Gracias a ti por el buen rato pasado
– Bien – contestó ella observando a su dorso ser besado. Liberado en conjunto, la enfermera un tanto inquieta dijo: – Entonces… ¿como quedamos?
– Estaré pendiente de tu comunicado.
– Por supuesto. En cuanto lo comente con Albert, te haré llegar mi respuesta.
– Perfecto. Ahora me retiro… Señor Johnson
– Doctor Lenard
– Buenas noches
– Buenas noches – se despidieron; y dos pares de ojos siguieron la figura del galeno militar, persona de la que se dijo:
– Es un hombre muy noble e inteligente
– Sí, por supuesto.
– ¿Está muy molesto mi… “papá”?
– No, sólo… preocupado – respondió el moreno turbado de la sonrisa y la cuestión ciertamente burlona de la rubia que feliz y cantarina emprendió una vereda.
Detrás de ella iba el secretario, pensando en qué había pasado con la chica. Con los dos. Mismas preguntas e inquietudes que Albert tenía, y que en el momento de verla…
– Albert, mil disculpas – Candy corrió a su lado para decirle – el tiempo no lo sentí y…
– Está bien, pequeña – él pudo disimular su consternación mientras se ponía de pie; – y lo estará más si me confirmas que te has divertido
– ¡Mucho! – ella exclamó mirándolo directamente a los ojos. – Tiberius…
– Tiberius
– Sí – la rubia se apenó un poquito y agachó la mirada; – él me pidió que lo tuteara y…
– Qué bien – alguien sonrió ampliamente; y para disimular más… – Bueno, pues ya que estás aquí ¿vamos a casa? – su mano le indicó hacia una salida.
– ¿Es decir… a la mansión?
– ¿Dónde tenías pensado quedarte?
– Bueno… yo…
– El departamento que solías ocupar, ha sido puesto en arrendamiento
– Me lo imagino. Bueno – se sopló con resignación; – iremos a donde dices. Pero promete que no te moverás de mi lado sino hasta que el peligro haya pasado.
– Está bien, pequeña – sonriente, Albert se lo aseguró. Lo que no…
– Quiero ayudarlo – Candy lo informó yendo ya en el interior del autor y de camino a la mansión Andrew.
– Pero…
– ¿Te opondrás?
– No, por supuesto que no.
– Porque de sobra sabes que es un buen proyecto. Y mientras más manos y bocas se unan a la buena causa todo se conseguirá pronto, pudiendo así construirse tanto el hospital como el asilo y…
– Candy, es mucho dinero el que se requiere para ello.
– Lo sé. Pero estoy dispuesta a salir a las calles para pedirlo e inclusive vestirme como una señorita de sociedad para hacer fiestas de caridad y…
– ¿Estás oyéndote?
– Sí – ella arrojó una risilla – suena loco.
– ¿Loco? No, no; para nada, pequeña, si no… ¡carambas! – el rubio, conforme miraba un espejo retrovisor y se topaba con otra mirada, se rascó la nuca; no pudiendo contener más las inquietudes y las soltó. – ¿Qué tanto platicaste con Tiberius Lenard?
– De todo y nada, pero principalmente de esa consternación que compartimos y sentimos por los demás.
– Sí, claro; sin embargo… te percibo emocionada
– ¡Es que lo estoy! – Candy saltó en su asiento para informarlo – Sólo piensa que si consigo algo, podré llamar al doctor Martin para que tenga un buen puesto y...
– Sí, claro; sin embargo…
Por haber escuchado dos contestaciones similares, la chica cuestionaría:
– Albert, ¿qué pasa?
– Eso es precisamente lo que quiero saber de ti, Candy. ¿Qué pasa?
– Haber encontrado lo que quiero hacer con mi vida ¿te parece extraño?
– Me lo parece más tu actuar. Y no quiero pensar que esto que me cuentas se esté convirtiendo en otra escapatoria para ti.
– No entiendo – respondió Candy agachando la cabeza y mirada. Acciones que la delataron y…
– Sí, lo entiendes muy bien.
– Te aseguro que…
– No, no lo hagas; porque aquí la única que se engaña eres tú –. Una mano se levantó para posarse de un rostro y enderezarlo con delicadeza, misma que utilizaron al decir: – Vamos, Candy, te conozco muy bien; y sé que todo este entusiasmo nacido de la nada tiene un significado.
– No… sé a que te refieres.
– ¿Terry? – lo nombró Albert; y por haberlo hecho, unos ojos se humedecieron, una garganta pasó saliva y una boca apenas pronunciaría…
– Él… ya no volverá.
– ¿Por qué lo dices?
– ¿Recuerdas aquella tarde en el hogar de Pony y donde supe tu verdadera identidad?
– Sí.
– Annie me mostró un tabloide; y ahí se decía que él… había vuelto con ella… con Susana. Yo… no niego que me alegré por eso pero…
– No has podido olvidarle
– Es como si… en lugar de salirse, con cada día que pasa, más se clava aquí – su puño derecho lo llevó a su pecho; – y te juro, Albert, que lo he intentado, inclusive… – Candy volvió a agachar la cabeza – te he utilizado, pero no puedo.
– ¿Utilizarme? ¿cómo lo has hecho?
– Poniéndote en mi pensamiento y volcando en ti… todo lo que siento por él
– Candy, pequeña – dijo el rubio abrazándola y mirando nuevamente al espejo retrovisor, sólo que ésta vez, George no lo miró sino escuchó – no debiste hacer eso.
– Lo sé. Fue muy tonto de mi parte.
– No, no. Es simplemente… que el amor de ustedes es algo muy difícil de romper. Y no dudo que Terry… esté pasando por algo similar, sobretodo que durante todo este tiempo transcurrido esté viendo a la mujer impuesta cuando debería ser otra la que estuviera a su lado.
– Pero Susana lo dio todo por él.
– Es verdad. Y por serlo, eso debe ayudarte a superarlo. Debes hacer un esfuerzo, Candy, y si éste – incluyendo el involucrarse con Tiberius – es el modo para lograrlo, hazlo, pequeña – hasta el comprometerse después de pasado un tiempo.
. . . . .
La ausencia de sus sobrinos consentidos puso entristecido su rostro y su corazón. Las muertes de Anthony y Stear, en Elisa, Neil y Archie trató de apaciguar. No obstante el remordimiento de haberlos perdido, en una sola persona recaía: Candy, la huérfana del Hogar de Pony que hubo llegado a su casa para ponerla de cabeza. Aunque la decisión de William por adoptarla hacía que menos la aceptara. Sin embargo, su sobrino mayor era el jefe de ese clan; y por mucho que deseara a su hija adoptiva lejos, el que dirán pesaba más, sobretodo si a la joven rubia se le ocurriera seguir presentándose con su honorable apellido.
Entonces y después de pensarlo, la señora Elroy autorizó se incorporara a la familia. Pero eso sí, el modo adecuado de vivir sería la primera tarea a corregir.
. . .
Por suerte y con la esperanzada idea de sanar su corazón, Candy no tuvo la necesidad de ir a la Mansión Andrew. Albert, de último momento, decidió hospedarla en un hotel mientras encontraban lugar dónde vivir. Además, al día siguiente, Tiberius, notificado de una dirección, comenzó a buscar a la rubia para empezar juntos su colecta; y un par de meses después, una sentimental relación al ser la pecosa enfermera: entusiasta, positiva, cariñosa, alegre y muy dedicada, consiguiendo con eso un año más adelante: una petición de lo más sencilla y privada, y diciendo ella aceptar creyéndose recuperada del dolor que la aquejaba; plus el galeno militar con cada día que pasaban el uno a lado del otro supo ganarse el afecto no sólo de la chica sino de sus conocidos amigos. Amistades que celebraban su felicidad, una que se vería tambaleada cuando…
. . .
– Ahora, si comparas esta tabla con la otra…
– ¿Se puede? – George Johnson interrumpió en la oficina de Albert que instruía a su sobrino Archie.
– Por supuesto.
– No coinciden – dijo rápidamente el joven Cornwell que prestaría atención a:
– Hay que checar la tasa de interés –; y también – ¿pasa algo, George?
– Se trata de un telegrama con sello de urgente
– ¿De quién? – preguntó el magnate frunciendo el ceño y extendiendo su mano hacia su empleado que decía:
– El señor Terry Grandchester
– ¡¿Quién?! – espetó el sobrino Andrew con deseos de arrebatar la recién llegada nota y enterarse por su cuenta. Sin embargo…
– Archie, pon atención a eso – una lista de cuentas y cuentahabientes; y mientras le ordenaba – debe estar listo para esta tarde – el guapo rubio se levantó de su asiento para saber el contenido de la misiva.
No obstante, tanto Archie como Johnson lo siguieron en su camino hacia la sala; y antes de tomar asiento Albert rasgó el papel no comprendiendo porqué un temblorcito se apoderó de su corazón. Quizá se debía a una ‘intuición’ que afirmó consiguientemente de haber leído, diciendo a los que lo acompañaban y que por supuesto no le habían perdido de vista.
– Quiere…
– ¿Hablar con Candy? – Archie se hubo apresurado.
– Hasta eso, quiero hacerlo primero conmigo
– ¿Y de qué? Bueno –, el mismo castaño le quitó importancia – de lo que sea, vas a contarle los planes de Candy, ¿cierto?
– Me imagino que sí
– Hazlo, tío, porque mi prima está enamorada de Tiberius – lo aseguraba porque así lo percibían sus ojos, y por ende – y Grandchester no va a volverle a arruinar la existencia.
– Archie…
– Sí, tienes razón. No hay porqué preocuparse. Además Candy no está en Chicago si no en Wisconsin.