¡Caramba! ¡Qué bello recibimiento! Ahora espero que con lo que vamos a compartir, sea de su total agrado, recordándoles que... a Lady Graham le gusta la intriga, pero mayormente Terry; y por él... ¡todo! así que, al ataque con esta breve introducción.
Desde una entrada, seis pares de ojos engafados no dejaban de mirar con seriedad y recelo, a la jovencita que yacía recargada en una de las columnas circulares que sostenían y a la vez decoraban parte del recinto teatral; y a la cual le importaba en lo más mínimo las horas que llevara ahí aguardando.
De varios días atrás, la persona en comento había averiguado una fecha de regreso; y desde aquel entonces, se había propuesto a verlo a como diera lugar. Sí, tenía que hacerlo pronto, al saber también, que poco iba a ser el tiempo que se estuviera en tierras estadounidenses.
Las londinenses, de algunos años, habían vuelto a ser su residencia; pero debido a una inesperada y sorpresiva herencia lo obligaron a volver.
Detrás de un escritorio, un hombre de aproximadamente 33 años de edad, llevaba días revisando, descartando y firmando documentos; esos que lo avalaban como el dueño del Teatro Stratford, director de la misma compañía y responsable de todas las deudas acumuladas.
El antecesor, justamente en esa oficina, había muerto fulminantemente.
Por increíble que fuera, Robert Hathaway, como última voluntad, había dejado el teatro a nombre de Terruce G. Granchester, a pesar de que éste, —después de aquel funesto evento conocido por todas y, para él olvidado por el bien de su sano juicio—, optara, sí, regresar a las tablas, pero ya no bajo su dirección.
Un hecho que tenía mayormente sorprendido a este personaje, que, otras obligaciones, había aceptado; y eran las que lo mantenían apretadamente ocupado, no permitiendo con eso pensar en absolutamente nada, sino en el estar al pendiente del tiempo que se le vencía para retornar a Inglaterra y todavía había mucho que atender.
Otro más que deseaba verlo, yacía en un corredor y de frente a una secretaria; y a ésta se le suplicaba una intervención para poder entrevistarse con el atareado hombre, del cual informaban:
— De verdad, lo lamento, señor Jones. El señor Granchester no puede atenderle. Debe terminar sus asuntos porque otros lo están esperando.
— Sí, lo entiendo; pero le aseguro que no será mucho tiempo lo que lo entretenga, señora Edwards.
Ella, por segundos, lo estuvo pensando; y exactamente cuando iba a responder, fue llamada.
La enérgica voz proveniente de la oficina apenas le dio tiempo a la mujer de decir: “lo siento”; sin embargo, y con astucia, sobre la pila de documentos que cargaba en las manos, se puso otro para el que, una vez la viera, dijera:
— Ya están listos estos papeles —, Terruce los señaló, cuestionando: — ¿Tiene los que le pedí?
— Sí, señor Granchester. Aquí están.
Sobre el escritorio, la empleada los puso; pero de inmediato tomó el recientemente colocado.
Por haberse hecho y esconderse detrás de una espalda, Granchester se interesaba:
— ¿Qué es?
— Un… libreto, señor.
— Oh okay — respondió escuetamente él volviendo su mirada a lo suyo; no obstante, escuchaba de la señora Edwards:
— Lo trajo el señor Jones, y pide verlo.
— En estos momentos no puedo — dijo Terruce tomando una carpeta.
— Se lo dije, pero…
Una mirada iracunda se dedicó a la insistencia; lo que consiguió una disculpa y el emprender la retirada. Pero al llegarse a la puerta, se oía la siguiente indicación:
— Espere, señora Edwards.
— Sí, señor.
— Dígale al señor Jones que pase.
— Como usted mande.
Con disposición, la mujer salió por la puerta para ir a acatar la orden, habiéndola visto Terruce, y aprovechándolo él para tomarse un descanso; además, el señor Jones no era un desconocido para él. No, de hecho, ese hombre había sido la tabla de salvación de Granchester hacía muchos años atrás.
Para estirar las piernas, —para no decir “para no evocar cómo había sido”—, Terruce se puso de pie. En esa posición, él arremangó su blanca camisa. Posteriormente, caminó hacia el perchero para buscar en el interior de su chaqueta, su inseparable cigarrera.
Fracasada su búsqueda, Granchester se dirigió a la puerta; y desde ahí, llamó nuevamente a la empleada, la cual, ya iba hacia él acompañada del señor Jones y éste con su script.
Sin embargo, los enigmáticos ojos del ahora empresario se posaron en una jovial figura que venía a cierta distancia de ellos y corriendo ágilmente, viniendo redundantemente detrás de ella: dos de los guardias de seguridad que, a un descuido de los seis, se les había colado.
Con brusquedad y en medio de las personas de Edwards y Jones, la jovencita pasaba, así como hacia una oficina. En ella, y en la silla frente a un escritorio, se sentaba sumamente agotada debido a su esfuerzo de escapatoria.
Por supuesto, con azoro varios la veían; también al hecho de que tomara unos documentos para abanicarse descaradamente con ellos.
Obviamente, el primero en reaccionar, fue Terruce al demandar de ella:
— ¡¿Quién diablos es usted, jovencita?!
— ¡Mi nombre no importa en estos momentos, caballero, sino el decirle que… necesitamos hablar!
— Lo siento mucho, señorita. No puedo. Tendrá que salir por donde entró —, un largo índice indicaba la salida; en cambio, la entrometida replicaba:
— ¡No le quitaré mucho tiempo, se lo aseguro!
— Aun así, o la atiendo a usted o al señor aquí presente.
— ¡A mí, por supuesto! — gritaron los dos involucrados al unísono; inclusive al decir: — ¡No! ¡Lo mío es más importante!
... poniendo de este modo en una encrucijada a Terruce.
Noble Responsability Capítulo 1
. . .
Desde una entrada, seis pares de ojos engafados no dejaban de mirar con seriedad y recelo, a la jovencita que yacía recargada en una de las columnas circulares que sostenían y a la vez decoraban parte del recinto teatral; y a la cual le importaba en lo más mínimo las horas que llevara ahí aguardando.
De varios días atrás, la persona en comento había averiguado una fecha de regreso; y desde aquel entonces, se había propuesto a verlo a como diera lugar. Sí, tenía que hacerlo pronto, al saber también, que poco iba a ser el tiempo que se estuviera en tierras estadounidenses.
Las londinenses, de algunos años, habían vuelto a ser su residencia; pero debido a una inesperada y sorpresiva herencia lo obligaron a volver.
Detrás de un escritorio, un hombre de aproximadamente 33 años de edad, llevaba días revisando, descartando y firmando documentos; esos que lo avalaban como el dueño del Teatro Stratford, director de la misma compañía y responsable de todas las deudas acumuladas.
El antecesor, justamente en esa oficina, había muerto fulminantemente.
Por increíble que fuera, Robert Hathaway, como última voluntad, había dejado el teatro a nombre de Terruce G. Granchester, a pesar de que éste, —después de aquel funesto evento conocido por todas y, para él olvidado por el bien de su sano juicio—, optara, sí, regresar a las tablas, pero ya no bajo su dirección.
Un hecho que tenía mayormente sorprendido a este personaje, que, otras obligaciones, había aceptado; y eran las que lo mantenían apretadamente ocupado, no permitiendo con eso pensar en absolutamente nada, sino en el estar al pendiente del tiempo que se le vencía para retornar a Inglaterra y todavía había mucho que atender.
Otro más que deseaba verlo, yacía en un corredor y de frente a una secretaria; y a ésta se le suplicaba una intervención para poder entrevistarse con el atareado hombre, del cual informaban:
— De verdad, lo lamento, señor Jones. El señor Granchester no puede atenderle. Debe terminar sus asuntos porque otros lo están esperando.
— Sí, lo entiendo; pero le aseguro que no será mucho tiempo lo que lo entretenga, señora Edwards.
Ella, por segundos, lo estuvo pensando; y exactamente cuando iba a responder, fue llamada.
La enérgica voz proveniente de la oficina apenas le dio tiempo a la mujer de decir: “lo siento”; sin embargo, y con astucia, sobre la pila de documentos que cargaba en las manos, se puso otro para el que, una vez la viera, dijera:
— Ya están listos estos papeles —, Terruce los señaló, cuestionando: — ¿Tiene los que le pedí?
— Sí, señor Granchester. Aquí están.
Sobre el escritorio, la empleada los puso; pero de inmediato tomó el recientemente colocado.
Por haberse hecho y esconderse detrás de una espalda, Granchester se interesaba:
— ¿Qué es?
— Un… libreto, señor.
— Oh okay — respondió escuetamente él volviendo su mirada a lo suyo; no obstante, escuchaba de la señora Edwards:
— Lo trajo el señor Jones, y pide verlo.
— En estos momentos no puedo — dijo Terruce tomando una carpeta.
— Se lo dije, pero…
Una mirada iracunda se dedicó a la insistencia; lo que consiguió una disculpa y el emprender la retirada. Pero al llegarse a la puerta, se oía la siguiente indicación:
— Espere, señora Edwards.
— Sí, señor.
— Dígale al señor Jones que pase.
— Como usted mande.
Con disposición, la mujer salió por la puerta para ir a acatar la orden, habiéndola visto Terruce, y aprovechándolo él para tomarse un descanso; además, el señor Jones no era un desconocido para él. No, de hecho, ese hombre había sido la tabla de salvación de Granchester hacía muchos años atrás.
Para estirar las piernas, —para no decir “para no evocar cómo había sido”—, Terruce se puso de pie. En esa posición, él arremangó su blanca camisa. Posteriormente, caminó hacia el perchero para buscar en el interior de su chaqueta, su inseparable cigarrera.
Fracasada su búsqueda, Granchester se dirigió a la puerta; y desde ahí, llamó nuevamente a la empleada, la cual, ya iba hacia él acompañada del señor Jones y éste con su script.
Sin embargo, los enigmáticos ojos del ahora empresario se posaron en una jovial figura que venía a cierta distancia de ellos y corriendo ágilmente, viniendo redundantemente detrás de ella: dos de los guardias de seguridad que, a un descuido de los seis, se les había colado.
Con brusquedad y en medio de las personas de Edwards y Jones, la jovencita pasaba, así como hacia una oficina. En ella, y en la silla frente a un escritorio, se sentaba sumamente agotada debido a su esfuerzo de escapatoria.
Por supuesto, con azoro varios la veían; también al hecho de que tomara unos documentos para abanicarse descaradamente con ellos.
Obviamente, el primero en reaccionar, fue Terruce al demandar de ella:
— ¡¿Quién diablos es usted, jovencita?!
— ¡Mi nombre no importa en estos momentos, caballero, sino el decirle que… necesitamos hablar!
— Lo siento mucho, señorita. No puedo. Tendrá que salir por donde entró —, un largo índice indicaba la salida; en cambio, la entrometida replicaba:
— ¡No le quitaré mucho tiempo, se lo aseguro!
— Aun así, o la atiendo a usted o al señor aquí presente.
— ¡A mí, por supuesto! — gritaron los dos involucrados al unísono; inclusive al decir: — ¡No! ¡Lo mío es más importante!
... poniendo de este modo en una encrucijada a Terruce.
Como regla general, es nuestra obligación otorgar el debido crédito a las autoras originales de Candy Candy, siéndolo yo de esta idea.
Noble Responsability Capítulo 1
Última edición por Citlalli Quetzalli el Vie Abr 10, 2020 6:30 pm, editado 3 veces