EL CANTO DE LA SIRENA
Por Andreia Letellier (Ayame Du Verseau)
Capítulo 1
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Broadway Theatre, un jueves cualquiera de abril de 2020. 21:40 hr.
Pasos apresurados hicieron eco en los pasillos del recinto, cada vez más rápidos y acompañados de una respiración agitada y entrecortada. La silueta de una dama avanzaba sosteniéndose de las paredes del estrecho pasaje, a la escasa luz que se colaba por las pequeñas ventanas, se adivinaba alta y delgada, vestida con elegancia y el cabello libre. Destellos de las farolas de la calle mostraron que miraba febril que atisbaba con aprehensión hacia todos lados hasta que alcanzó su destino. Empujó con ambas manos la hoja de madera con ímpetu y se deslizó dentro.
La puerta de su camerino se cerró tras ella, entonces recargó la espalda en la misma después de ponerle el seguro, recuperando el aliento y sin perder su expresión soñadora. Admiró el sitio con el placer dibujado en su rostro alargado, era un lugar acogedor y cálido, la habitación tenía las paredes con revestimiento de piedra natural en tonos grises y cafés claros y en la pared a su derecha crepitaba el fuego en una bella chimenea. La mullida alfombra en tono arena con arabescos marrones y dorados amortiguaba sus pasos inestables cuando se movió a su tocador, quedándose a tres pasos del mismo. La repisa estaba abarrotada de cosméticos, perfumes, accesorios y enseres necesarios para sus caracterizaciones y una pequeña maceta con una Orquídea alevilla blanca. Llevó sus ojos marrones al frente y los espejos rodeados de muchas pequeñas luces cálidas, le devolvieron una mirada vidriosa y perdida.
La atractiva mujer sonrió un poco y su expresión pareció rejuvenecer 10 años. Un leve mareo casi la hizo perder el equilibrio, pero consiguió mantenerse en pie al final. De pronto, sus pupilas se dilataron como si acabara de ver algo hermoso, alargó la mano y luego empezó a girar, alucinada y extasiada con los brazos extendidos a sus lados, danzando al ritmo de música inaudible excepto para ella.
Por un momento pareció recuperar algo de lucidez y se detuvo, respirando agitada y con pequeñas gotas de sudor perlando su frente. Miró a su alrededor. En el rincón del fondo, a su izquierda, había un biombo con algunas prendas de colores colgando de su parte superior, al lado un perchero con un bolso Prada, un abrigo, un par de bufandas y un paraguas. Había varias plantas muy verdes decorando el sitio dándole un aire fresco y amable, algunas lámparas de piso con más luz cálida y el infalible diván color malva con patas en madera lacada en dorado viejo, en donde encontró una bata de seda color crema y estaba un libreto con las tapas abiertas al lado de algunos papeles y plumas que la actriz solía utilizar para sus anotaciones. Caminó como si flotara entre nubes hasta el sitio y tomó un pequeño frasco de la mesita que estaba al lado.
Volvió a sonreír mientras desenroscaba la tapa y tarareaba una canción desconocida. Suspirando alzó los ojos, mirando a un punto indefinido en la pared, y entonces se bebió el contenido entero del frasquito.
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Nueva York en abril resultaba agradable, en especial para quienes estaban acostumbrados a los climas fríos. Con los primeros brotes de la primavera los parques y las terrazas empezaban a llenarse de color, los festivales volvían a celebrarse y los mercadillos al aire libre recuperaban el terreno perdido durante los gélidos meses de invierno.
Si bien las temperaturas no pasaban de los 20 0 22° C, si eras una persona de climas frescos, esto te resultaba casi perfecto.
Entre los tumultos de gente, el bullicio y alegría primaveral eran constantes; se notaba que los neoyorkinos le daban la bienvenida a la nueva y romántica estación con entusiasmo. Por doquier se podían ver rostros iluminados por miradas ilusionadas y se escuchaban risas divertidas, felices de poder salir a las calles con ropa más ligera y a la hora que les apetecía.
Sí, definitivamente la primavera era la temporada favorita de las personas. O de la mayoría, al menos.
Para el detective Terrence G. Grandchester, Terry para los amigos, tanta condenada algarabía lo irritaba. Colores, sol, calor, polen por todos lados y él con una maldita alergia que lo hacía parecer con un resfriado monumental si olvidaba su antihistamínico diario.
Demonios no, él era feliz entre los paisajes helados, mirando los árboles desnudos de hojas pero cubiertos por ese blanco manto que demostraba su gran fortaleza bajo la adversidad.
Afortunada o desafortunadamente, según se mirara; las rutas y calles que el Detective Grandchester solía transitar normalmente, no eran las que lo llevarían diario al Central Park o sus alrededores, donde era común ver gente yendo apurada al trabajo, paseando a sus perros, haciendo algo de ejercicio o un montón de niños jugando.
Nop, Terry solía rondar por sitios menos glamorosos y deslumbrantes; él se movía más por East Harlem, el Bronx, Brooklyn o Queens, entre otros. Por supuesto, se daban sus excepciones y Manhattan o Midtown también tenían su cuota de crímenes, pero como gracias a Dios él no era el único jodido detective del departamento, solía lograr escurrir el bulto para no circular tanto por esas zonas. Aunque a veces no se escapaba.
Grandchester rodó los ojos tras sus Rayban estilo aviador mientras se llevaba un cigarrillo a los labios con la mano izquierda y daba un espeluznante giro en U en zona prohibida. A veces le daban ganas de conseguir su cambio de ciudad y usar su segundo nombre como apellido; así nadie sabría de quién era hijo y no lo enviarían a él a la zona de los ricos o famosos a investigar nada, creyendo que debería usar sus contactos para conseguir más información. Como ahorita.
‒Idiotas.
Avanzaba entre el tráfico vespertino como si estuviera huyendo de un robo al fuerte Fort Knox, adelantando coches por ambos carriles y dejando una estela de frenazos y bocinazos airados tras de sí.
Finalmente estacionó su Chevrolet Challenger color granito con un buen rechinido de neumáticos, justo frente a la entrada del Broadway Theatre, ahí mismo en el 1681 de la calle Broadway, importándole un pepino si estaba permitido o no, dejar ahí sus ruedas.
Descendió del coche y tras cerrar de un portazo y pulsar el control de la alarma, lanzó la colilla de su cigarro al suelo y la aplastó.
Mierda, los 22° que hacían bajo pleno sol de abril le provocaron un sofoco dentro de su traje en color a juego con el Challenger. Si por él fuera se sacaba la maldita chaqueta, pero no, el capitán le daba a cada rato el discursito de que si la imagen del H. Departamento de Policía de Nueva York y bla bla bla. ¿En qué jodida hora se le ocurrió usar una camisa negra, por Dios? Al menos podía prescindir de la corbata…
Resignado pasó por debajo de la cinta policial amarilla que delimitaba el perímetro acordonado, avanzó al recinto y luego de darle un vistazo a la fachada de piedra gris se encaminó al interior, hasta el área de camerinos, a uno en especial; donde ya se encontraban sus compañeros del departamento forense recogiendo muestras, tomando fotografías y colocando con sumo cuidado un cuerpo dentro de una bolsa negra. Terry los detuvo y se acercó a observar a la víctima.
Era una mujer de edad media, de tez apiñonada, nariz afilada y labios delgados, con lacio cabello rubio cenizo. Era la actriz Charlotte Marlowe. Terry la conocía. La hija de Charlotte, Susana, ‒quien también era actriz‒, solía perseguirle cual sabueso a su presa para conseguir que la invitara a salir, y también solía insistirle en que debería probar suerte como actor.
Como si a él le interesara alguna de las dos opciones.
Los azules ojos de Grandchester recorrieron las finas facciones de la fallecida, sin alteraciones aparentes a excepción de la mortal palidez, parecía simplemente dormida.
Un joven alto con amable expresión de cabello corto oscuro y anteojos se acercó a él. Vistiendo también traje, usaba guantes de látex negros y llevaba en las manos su cámara fotográfica así como una bolsita que contenía un pequeño frasco de cristal oscuro.
‒¿Qué tienes para mí, Cornwell? ¿Suicidio?‒preguntó el experimentado detective, sacando otro cigarrillo de la cigarrera de platino que solía llevar en el bolsillo interno del saco.
Le dio dos golpecitos en la tapa, se lo llevó a los labios y lo encendió con un mechero barato de farmacia que llevaba para estos casos.
‒Contaminas mi escena, Grandchester. ‒El doctor llegó y se lo sacó de la boca para apagarlo apenas había aspirado la primera vez. La helada mirada que Terry le dedicó, provocó una risilla nerviosa en Cornwell. El tipo decidió responder‒. Así es. La señora Marlowe se quitó la vida, según los indicios. No hay signos de que se haya forzado la entrada a su camerino, o de lucha alguna. El cadáver presenta rigidez ante mortem pero ninguna herida o contusión aparente, y, si consideras a este pequeño amigo ‒dijo, mostrando el frasco de la bolsa de muestras‒, la señora se decidió por un romántico camino al otro mundo bebiendo veneno. Muy apropiado para el teatro, si me preguntas. De todos modos te tendré la causa exacta después de la autopsia.
Terrence asintió sin nada de entusiasmo. Los suicidios en la farándula no eran nada fuera de lo común y usualmente eran por sobredosis o depresiones severas causadas por sus vacías y solitarias existencias. Lo bueno es que no a todos los artistas les daba por esta solución tan drástica. En su opinión, lo que podrían hacer en lugar de morirse era buscarse otras opciones y listo. No había necesidad de ser tan dramático.
Pero bueno, él no era quién para juzgar, ¿no? Habiendo interpretado a Shakespeare en su natal Inglaterra cuando era un adolescente, los dramas y las tragedias le iban como anillo al dedo y su monótona existencia actual tampoco era de admirarse.
‒Muy bien, Inventor ‒respondió, usando el sobrenombre que le había puesto al forense, que en realidad se llamaba Alistar Cornwell‒, una vez que hayan procesado las pruebas iré a echarles un vistazo.
Casi podía escuchar la voz de Richard, su padre: “no tienes necesidad de arriesgarte ‒o de aburrirse, como era el caso ahora mismo‒ Terry, podrías ser actor como tu madre, o ayudarnos a Albert y a mí con el consorcio”.
El castaño soltó el aire con fuerza, agotado. Ya había perdido la cuenta de las veces que Richard Grandchester le había insistido con lo mismo.
Al menos, pensó, este caso no tenía riesgo alguno y ya estaba resuelto.
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…
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D'accord... hemos empezado ahora sí con este ataque que he estado preparando desde hace casi una semana, merci beaucoup por regalarme de su tiempo para leer
El segundo capítulo llegará el próximo domingo, por si mon amour Terry et moi, hemos despertado su curiosidad.
Bisous pour toutes! [/size]