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Edimburgo, centro de Escocia, hasta ese día se mantenía dentro de las más hermosas ciudades del mundo. Para Candice, la número uno por todo aquello que representaba para ella; y precisamente ella, —conforme era transportada en un auto descapotable conseguido y manejado por Albert, a aquel pequeño poblado ubicado en las orillas del lago a una hora de distancia de la capital—, volvía a sentirse aquella jovencita que, en algunos ayeres, visitara ese lugar por primera vez para participar en el colegio de verano.
— ¡Albert! ¡Esto no ha cambiado nada! ¡Sigue luciendo lindísimo! ¡Mira por allá la iglesia a la que asistí! —, sobre la loma vecina Candy apuntó a la diminuta construcción, observando también todo a la vez y concentrándose en buscar un solo punto.
No obstante, una onda sonora llegó a ella, la cual pidió de inmediato se detuviera el auto.
— ¿Qué pasa, Candy?
Agudizado su oído, la rubia, sonriendo y estallando en mayor algarabía, le decía a su compañero:
— ¡Son gaitas!
— ¿A dónde? — preguntó Albert mirando cuidadosamente por ambos lados y entre las calles en las que habían quedado.
Por estar parados, la rubia se bajó del auto para cerciorarse de dónde provenía el agradable sonido que la emocionaba más. Y esa misma emoción la empujó en una correcta dirección.
Al saber la ubicación de los gaiteros, ella pidió a Albert seguirla.
— Candy, no importa los años que tengas, siempre dejarás salir tu parte infantil.
… hubo dicho Andrew en lo que abandonaba el carro para ir detrás de White que no ocultaba la prisa por llegar allá. ¿Dónde?
A orillas del lago se habían instalados altas tarimas para que una banda de niños, —entre diez y dieciséis años de edad—, desde ahí ofrecieran un concierto.
Al verlos, Candice se detuvo de tajo al maravillarle lo hermoso que lucían todos con sus características vestimentas escocesas; sobre todo, porque al mirar a los más grandecitos, éstos le recordaron a dos de los personajes más importantes en su vida: uno que había partido en la plena flor de su juventud y, el que en ese día la acompañara.
Por tenerlo cerca, la rubia súbitamente lo abrazó para esconder su rostro en el ancho pecho de él al haberla vencido el llanto.
Para no llamar la atención de las gentes a su alrededor, Albert la giró para regresar al auto.
En ello, o, mejor dicho, en su asiento, ella lloró más al estarse disculpando con su amigo protector:
— Es que me dio mucha nostalgia que… primero Anthony se fue de nuestro lado; después Stear desconociendo sus intenciones, y ahora… no puedo creer que, debido a una enfermedad, estemos a punto de perder a Archie. Los tres paladines que un día, cuando era llevada a México, me despidieron con música de gaitas.
— Candy — la nombró Albert al escuchar sus fuertes sollozos. Sin embargo, debía decirle: — Sé que no es fácil, pero… tienes que ser fuerte. Ellos… no estarán contentos si te ven así.
— Es que… Archie se fue molesto conmigo — ella lloriqueó; Albert, por su parte, conforme le acariciaba la cabeza, le decía:
— Lo hizo, porque lo estaba consigo mismo, también engañado al creer que tú lo amarías como al primero o… al que te está esperando.
Debido a que Candy cubría su blanca cara con sus manos, así, ella abrió los ojos; pero al descubrirse preguntaba trémulamente:
— Terry… ¿está en Edimburgo?
— ¿Por qué no vamos a averiguarlo?
Habiendo podido detener su llanto aceradamente con eso, Albert sonrió y se dispuso a cerrar una portezuela para abordar por otra. No obstante, estaba a punto de encender el motor cuando…
— Espera, Albert.
Candy pidió; y es que conforme se limpiaba el rostro, otro, que los miraba a cierta distancia, se le había hecho conocido.
A él también que, entre la multitud, había estado disfrutando del evento de gaitas. Además, e igualmente como en un ayer, alguien ya le había hablado de ella; y sí, todo parecía que sí lo era, solo era cuestión de seguirla y…
Cuando sus ojos se encontraron, el alto hombre le dedicó un saludo manual.
— ¿Lo conoces? — preguntó Albert al haber seguido la mirada de Candy.
— No estoy segura, pero… sí, creo que es… ¡¿Mark?! — gritó la rubia, respondiendo el castaño con un asentamiento de cabeza y una sonrisa.
— ¡Por todos los cielos! — exclamó la rubia volviendo a bajarse del vehículo para ir a su encuentro.
— Hola, Señorita Candy — dijo educadamente el amigo de Terruce. En cambio, la rubia White admiraba:
— ¡No puedo creer que seas tú! Estás… altísimo y… ¡muy guapo!
— Gracias — él sonrió. — Qué gusto también de verte.
— ¿Y tu mamá? — ella se apresuró a saber: — ¿Cómo está?
— La dejé un momento allá atrás. Te vi y, guiado por lo que me dijeran, quise cerciorarme de que fueras tú y sin tantas pecas.
— ¿Te dijeran? — ella, sin prestar caso a lo que la caracterizaba, se extrañó y a la vez se puso nerviosa. — ¿Quién?
— ¿No lo adivinas?
— ¿Terry está aquí? — Candice lo preguntó sin el más mínimo de los recatos. Empero, Mark diría:
— Viene de vez en cuando. Él normalmente está en Londres; pero en estos momentos ni allá lo encontrarías. Se fue de viaje y, es día que no ha llegado.
— Pero… ¿tardará?
— Su expedición con el Emperador de la India iba a durar tres meses.
— Bueno — dijo ella resignadamente; luego, volvió a poner una sonrisa en su rostro para decir: — Quisiera saludar a la señora Catherine.
— Claro, ella…
— ¡Candy! — Albert le habló; y al tener su atención, pedía: — ¿Podemos dejarlo para después? Hay que ir a ver si la villa ya está disponible y, dependiendo de eso…
— Sí, Albert — contestó ella, diciéndole a su conocido: — Voy con él y… los busco después en su casa. Ésta sigue siendo la misma, ¿cierto?
— Sí, por supuesto. Te estaremos esperando.
— Gracias. Salúdamela mientras tanto.
— Lo haré. Cuídate.
Regalada una sonrisa de parte de ella, Mark la vio regresar y abordar al auto. Estando en ello, ella le dedicó un adiós manual temporal.
— ¿Quién es él? — preguntó Albert una vez que retomaran el camino.
— El hermano de Terruce.
— ¡¿Quién?! — exclamó un asombrado un rubio que ningún parecido le hubo visto con su amigo.
Debido al azoro mostrado, Candy se rió; contándole seguidamente de aquel día que se conocieran. Por supuesto, aquello incluyó el regaño de la hermana Grace al “nunca haberse registrado en la historia del colegio San Pablo” dos sucesos en un solo día. ¿Recuerdan? El que se ausentara por ocho horas y el que llegara con queso a modo de regalo.
— ¡Candy, no puedo creer que hicieras eso!
— ¿De verdad, Albert, no lo crees?
— Tienes razón. Yo he sido el iluso.
Atrapados uno y otro en sus decires, los rubios estallaron en carcajadas. Sin embargo, conforme más y más se acercaban a un determinado punto, Candice hubo ido cesando su algarabía hasta el grado de…
— ¿Qué sucede, Candy? ¿Por qué de pronto ha decaído tu ánimo y tu semblante?
— Es que… —, con la cabeza gacha compartía: — me acordé de otra cosa.
— Y por lo que veo, no hubo sido agradable — observó él lo obvio.
— Tú conociste de sobra el odio de Eliza hacia mí.
— ¿Conocerlo? — Albert respingó. — Más bien diría… experimentarlo —, el rubio se acordó de sus quemaduras.
— Pobrecita — Candy se compadecía. En cambio, Albert pedía corroboración:
— ¿Quién? ¿Eliza?
— Tanto que me gritó el prohibirme el acercarme siquiera a la casa de los Andrew que…
— Esa casa es más tuya que de cualquiera.
— Sin embargo, la tía Elroy, hasta su muerte, confirmó lo que Eliza también me dijera: lo harta que estaba de mí, empeorándolo yo cuando decidí estudiar enfermería.
— Vamos, Candy; pero eso ya es pasado. Y hoy estamos aquí para gozar del presente y…
— Tienes razón —, ella volvió a esbozar una sonrisa; y se dedicó a admirar lo que iba pasando conforme ellos en el auto.
A menos de una milla, Candy divisó un camino; sí, era aquel que te llevaba a la Villa de los Granchester.
Con ese simple hecho, el corazón de la rubia traicioneramente latió; pero la mano de ella, al llevársela al pecho, lo hizo calmar al acordarle que él no estaba ahí.
Bueno, lo que Albert trataría con su consejo tampoco se llevaría a cabo en días ni le resolverían en otros tantos, así que, pacientemente la rubia esperaría; también recorriendo y recordando todo lo que ahí viviera a su lado y con los demás chicos, incluidos los malos.
Pero el que se había convertido en un buen amigo, una mañana, en lo que ella paseaba por el jardín de la villa de los Andrew admirando los capullos de los rosales…
— Buenos días, señorita Candy.
— ¡Mark, qué formalidad la tuya! —, ella reprochaba conforme se acercaba la reja que los separaba, — hasta parece que no somos amigos.
— Lo somos, pero tú… hoy…
— ¿Qué traes? — Candy lo interrumpió viendo la carga de él que enteraba:
— Un poco de leche y… quesos.
— ¿Sigues haciéndolos?
— Porque le ha gustado a la gente.
— Recuerdo estaban deliciosos. Un día tienes que enseñarme a prepararlo.
— Cuando gustes. Hoy por la tarde trabajaré en la elaboración de unos tartanes y…
— Me parece genial — ella se mostró animada; y Mark por igual al corresponder:
— A mí que tú estés aquí.
— Es que…
— Terry no sabe, ¿cierto? — inquirió el artesano.
— Traté de informárselo, pero… lo testarudo no se le quita — o sea.
— Su trabajo va de aumento en aumento — Mark lo disculpó diciendo ella:
— Me lo imagino.
— Bueno, paso a la cocina a dejar esto y me retiro.
— ¿Quieres que te acompañe? — ella se ofreció. — Muchas cosas no tengo por hacer.
— Si gustas, por supuesto. La Villa Granchester es mi siguiente visita.
— ¿La villa Granchester? — Candy mostró sorpresa. — Pensé que estaría sola.
— No, el señor Richard está ahí.
— ¡Oh es verdad! ¡Lo había olvidado! —, el rostro de Candy también lo reflejaba. — ¿Crees que pueda pasar a verlo?
— La señora Granchester es muy especial cuando Terruce no está cerca. Pudiera mostrarse grosera y…
— No te preocupes, Mark. Yo me las arreglaré para verlo. ¡Sí! — expresó. — ¡Tengo la excusa perfecta!
— ¿Ah sí? y, ¿cuál es?
— Soy médico, Mark.
— ¡¿En serio?!
— ¿No te lo dijo Terruce?
— Fue muy escueto lo que me contó porque su enojo era mayor.
— Bueno — dijo Candy al imaginar la razón, pero a su amigo: — No te vayas; solo aviso que voy contigo. No me tardaré.
Cinco minutos, en sí, fue el tiempo en que le tomó a los amigos reunirse de nuevo.
Juntos, uno, a lado de otro y, Candy ayudando con una carga, iniciaron la vereda de ascenso, comentando en ella cosas triviales, pero a la vez personales al indagarse por una novia.
— Mientras Terruce no se case, lo haré tampoco.
— ¿Tanta tu fidelidad por él?
— Es… un buen hermano.
— Me lo imagino.
— Por cierto —, Mark bajó la cabeza para decirle a ella discretamente sobre el hombre que a caballo venía en sentido contrario: — él sí lo es.
El bien vestido jinete, al pasar junto a ellos, se le quedó viendo a ella, la cual, sonrió al observar algo y comentarlo también con discreción:
— ¡No se le parece en lo absoluto!
— Es que no has visto a la madre. Terruce por algo la llama señora cara de cerdo.
— ¡¿En serio?! — exclamó la rubia estallando en silentes carcajadas.
— Su hermana al menos mejoró un poco y… apenas se casó.
— Siendo así… ¡bien por ella! — felicitó la todavía sonriente Candice prosiguiendo el camino que estaba más cerca a su objetivo.
Como regla general, otorgo los debidos créditos a las autoras correspondientes, siéndolo yo de la idea compartida.
Noble Responsability Capítulo 22
Última edición por Citlalli Quetzalli el Jue Abr 30, 2020 12:42 pm, editado 2 veces
Se fue Terry 
y claro visitar al padre de Terry, esperemos que su esposa te deje verlo.
. Ojalá y llegue cuando ella esté todavía en Escocia. 
. Por lo que se ve Terry le volvió a hablar a Mark sobre Candy. 
. Pero quiero que se vean ya y él le diga cuánto la ama, se lo debe. 
esto será un martirio 
🤭 omggg. 
aqui esta candy. Con tu hermano mark 
🤭. 
