Como en mis noches quiero dormir,
esta historia he de escribir
o la Condesa amenaza que me ha de perseguir...
Os lo suplico, vuestra Merced,
vuestro encargo he de cumplir
màs el sueño, ¡dejàdmelo vivir!
Olor a flores
esta historia he de escribir
o la Condesa amenaza que me ha de perseguir...
Os lo suplico, vuestra Merced,
vuestro encargo he de cumplir
màs el sueño, ¡dejàdmelo vivir!
Olor a flores
La noche se habìa venido sin aviso. Las luces del coche iluminaban el camino pero tambièn las pesadas gotas de lluvia que caìan como si de atravesar un pesado cortinaje se tratara. Con cada movimiento del coche, la botella verde que contenìa en su interior las cinco palabras que habìan detenido a Neil Legan de terminar con su propia vida, iba y venìa a voluntad.
Si Neil hubiera tenido un àpice de supersticiòn escondido en alguna parte de su cuerpo, hubiera podido decir que la botella seguìa cada uno de sus movimientos, relumbrando con una luz queda y silenciosa.
Habìan momentos en los que aùn concentrado en manejar bajo la maldita tormenta, la veìa de reojo, como esperando que el genio de la làmpara… bueno, en ese caso serìa de la botella, saliera y no fuese a concederle los tres deseos, sino hacerlo que se accidentara en el primer giro inesperado del camino.
¿Y si todo fuese una locura? ¡Maldiciòn con la maldita tormenta! Uno de los pasatiempos favoritos de Neil eran los autos y se jactaba, con sobrada razòn, de su pericia al conducir. Pero las emociones del dìa lo tenìan drenado. Concentrarse en la botella, programar mentalmente lo que era necesario dejar listo en la oficina y preparar un viaje a lo desconocido, se estaban peleando por ocupar el primer lugar en su mente, en vez de ocuparse èl, del camino que tenìa por delante.
La ùnica ventaja de semejante clima es que las calles estaban vacìas y despuès de lo que sintiò como un perìodo de tiempo interminable, llegò a su propia mansiòn. Claro, hacìa tiempo que habìa abandonado el solar familiar. Estaba harto de las ridiculeces de su madre, las exigencias de su padre y las excentricidades, costosas, por demàs, de Elisa.
Habìa no sòlo, abandonado a su familia, sino abandonado Chicago. Esa ciudad se le habìa quedado corta desde hacìa mucho tiempo. Nueva York era el centro de las finanzas y donde habìa dinero, allì estaba Neil Legan.
Entrò a la casa apresuradamente. Neil se habìa convertido en un hombre disciplinado que controlaba sus industrias con mano de acero. No confiaba en nadie, no dependìa de nadie y no cedìa ante nadie.
Botella en mano, sin alcohol, por esta vez, subiò las pulidas escaleras de màrmol negro que le brindaron una frìa pero sòlida bienvenida a su solitaria mansiòn.
Entrò a su habitaciòn, pues su puerta siempre estaba abierta, arrojò la botella a la mullida cama y si dirigiò al baño a darse una ducha. El agua caliente lo relajò y, por primera vez, desde aquella mañana, sintiò el peso de la decisiòn que una simple botella, le habìa impedido llevar a cabo.
¿En què estaba pensando? Levantò las cejas. Seguramente no estaba pensando, eso era. Los negocios y dìas de dieciocho horas seguidas de trabajo le estaban cobrando su precio. Con el agua corrièndole por la espalda, colocò una mano en la pared de la ducha y dejò que el lìquido se deslizara por toda su piel. Sentìa frìo. El agua estaba caliente pero èl sentìa frìo. ¡Maldiciòn! Apenas tenìa treinta años y parecìa un abuelo chocho que necesitara sus pantuflas afelpadas.
Saliò del baño y, mientras se secaba el cobrizo cabello con una negra toalla, contemplò la botella, hundida suavemente y reposando sobre su cama. Curiosamente a Neil Legan no le gustaban las sàbanas negras. Su cama era una impoluta nube blanca en la que se hundìa para dormir acunado, las pocas horas que el trabajo se lo permitìa.
Esa cama era suya, de nadie màs. La regla para las mujeres eran los hoteles. No importaba cuànto le gustara o cuàn cara fuera, ninguna tocaba su cama.
Y allì estaba. La botella. Un punto verde en la blanca inmensidad. Neil la vio ceñudo y casi con temor de acercarse a ella. Se sentò en la orilla de la cama y la contemplò. Ni siquiera era una botella hermosa. Y Neil sabìa de botellas. Era una botella del montòn. Sin embargo, esa botella vulgar, guardaba el secreto por el cual èl estaba vivo en esos momentos. Sus ojos pasaron del cristal al papel y, tomàndola en sus manos, lo sacò de su verde morada.
Releyò la nota: “Para alguien hermoso y lejano”. ¡Eran cinco palabras, demonios! Cinco palabras en un papel metido en una vulgar botella de verde cristal. Y decìa cristal para sonar elegante, ¡que vidrio era! Jugò con el papel en sus dedos. Pasò la yema de su dedo ìndice sobre las letras, como tratando de que la tinta le revelara quièn habìa escrito esas palabras.
¿Y si era un hombre? ¿Y si era un hombre quien habìa escrito eso? Contemplò la escritura con detenimiento. No parecìa… No se sentìa como un mensaje que hubiera escrito un hombre. Neil cerrò los ojos mientras sostenìa el papel en su mano. Y los abriò de inmediato. ¿Què rayos se suponìa que estaba haciendo? ¿Se habìa intoxicado de algo y ahora sòlo le faltaba oler el papel? Levantò una ceja. Eso no se le habìa ocurrido. Acercò el papel a su nariz y, para su alivio y desmayo, comprobò que, las cinco palabras que le habìan salvado la vida, estaban escritas en un papel con un ligerìsimo aroma floral en èl.
Si Neil hubiera tenido un àpice de supersticiòn escondido en alguna parte de su cuerpo, hubiera podido decir que la botella seguìa cada uno de sus movimientos, relumbrando con una luz queda y silenciosa.
Habìan momentos en los que aùn concentrado en manejar bajo la maldita tormenta, la veìa de reojo, como esperando que el genio de la làmpara… bueno, en ese caso serìa de la botella, saliera y no fuese a concederle los tres deseos, sino hacerlo que se accidentara en el primer giro inesperado del camino.
¿Y si todo fuese una locura? ¡Maldiciòn con la maldita tormenta! Uno de los pasatiempos favoritos de Neil eran los autos y se jactaba, con sobrada razòn, de su pericia al conducir. Pero las emociones del dìa lo tenìan drenado. Concentrarse en la botella, programar mentalmente lo que era necesario dejar listo en la oficina y preparar un viaje a lo desconocido, se estaban peleando por ocupar el primer lugar en su mente, en vez de ocuparse èl, del camino que tenìa por delante.
La ùnica ventaja de semejante clima es que las calles estaban vacìas y despuès de lo que sintiò como un perìodo de tiempo interminable, llegò a su propia mansiòn. Claro, hacìa tiempo que habìa abandonado el solar familiar. Estaba harto de las ridiculeces de su madre, las exigencias de su padre y las excentricidades, costosas, por demàs, de Elisa.
Habìa no sòlo, abandonado a su familia, sino abandonado Chicago. Esa ciudad se le habìa quedado corta desde hacìa mucho tiempo. Nueva York era el centro de las finanzas y donde habìa dinero, allì estaba Neil Legan.
Entrò a la casa apresuradamente. Neil se habìa convertido en un hombre disciplinado que controlaba sus industrias con mano de acero. No confiaba en nadie, no dependìa de nadie y no cedìa ante nadie.
Botella en mano, sin alcohol, por esta vez, subiò las pulidas escaleras de màrmol negro que le brindaron una frìa pero sòlida bienvenida a su solitaria mansiòn.
Entrò a su habitaciòn, pues su puerta siempre estaba abierta, arrojò la botella a la mullida cama y si dirigiò al baño a darse una ducha. El agua caliente lo relajò y, por primera vez, desde aquella mañana, sintiò el peso de la decisiòn que una simple botella, le habìa impedido llevar a cabo.
¿En què estaba pensando? Levantò las cejas. Seguramente no estaba pensando, eso era. Los negocios y dìas de dieciocho horas seguidas de trabajo le estaban cobrando su precio. Con el agua corrièndole por la espalda, colocò una mano en la pared de la ducha y dejò que el lìquido se deslizara por toda su piel. Sentìa frìo. El agua estaba caliente pero èl sentìa frìo. ¡Maldiciòn! Apenas tenìa treinta años y parecìa un abuelo chocho que necesitara sus pantuflas afelpadas.
Saliò del baño y, mientras se secaba el cobrizo cabello con una negra toalla, contemplò la botella, hundida suavemente y reposando sobre su cama. Curiosamente a Neil Legan no le gustaban las sàbanas negras. Su cama era una impoluta nube blanca en la que se hundìa para dormir acunado, las pocas horas que el trabajo se lo permitìa.
Esa cama era suya, de nadie màs. La regla para las mujeres eran los hoteles. No importaba cuànto le gustara o cuàn cara fuera, ninguna tocaba su cama.
Y allì estaba. La botella. Un punto verde en la blanca inmensidad. Neil la vio ceñudo y casi con temor de acercarse a ella. Se sentò en la orilla de la cama y la contemplò. Ni siquiera era una botella hermosa. Y Neil sabìa de botellas. Era una botella del montòn. Sin embargo, esa botella vulgar, guardaba el secreto por el cual èl estaba vivo en esos momentos. Sus ojos pasaron del cristal al papel y, tomàndola en sus manos, lo sacò de su verde morada.
Releyò la nota: “Para alguien hermoso y lejano”. ¡Eran cinco palabras, demonios! Cinco palabras en un papel metido en una vulgar botella de verde cristal. Y decìa cristal para sonar elegante, ¡que vidrio era! Jugò con el papel en sus dedos. Pasò la yema de su dedo ìndice sobre las letras, como tratando de que la tinta le revelara quièn habìa escrito esas palabras.
¿Y si era un hombre? ¿Y si era un hombre quien habìa escrito eso? Contemplò la escritura con detenimiento. No parecìa… No se sentìa como un mensaje que hubiera escrito un hombre. Neil cerrò los ojos mientras sostenìa el papel en su mano. Y los abriò de inmediato. ¿Què rayos se suponìa que estaba haciendo? ¿Se habìa intoxicado de algo y ahora sòlo le faltaba oler el papel? Levantò una ceja. Eso no se le habìa ocurrido. Acercò el papel a su nariz y, para su alivio y desmayo, comprobò que, las cinco palabras que le habìan salvado la vida, estaban escritas en un papel con un ligerìsimo aroma floral en èl.
Última edición por ANJOU el Miér Abr 07, 2021 2:36 pm, editado 2 veces