Por favor, sean tan amables de leer esta historia con mùsica.
La ùltima oportunidad
Si estaba enfermo, iba a trabajar. Si llovìa, nevaba, relampagueaba, iba a trabajar. Los dìas de feriado, iba a trabajar. Sàbados y domingos, no trabajaba tantas horas, pero iba a trabajar. Asì era como habìa hecho crecer la pequeña empresa que iniciò con el dinero que su padre le dio.
Neil Legan no estaba hecho para Chicago. Neil Legan estaba hecho para Nueva York. Allì donde las personas ni se veìan a la cara. Donde las calles estaban llenas de gente que a su vez eran islas en el mar. Allì donde todo el mundo era rudo, despiadad y frìo, para eso estaba hecho Neil Legan.
Los tiempos en los que su hermanita era quien decidìa què hacer, habìan quedado atràs. Elisa era un estorbo, una incomodidad que hasta cierto punto era necesaria o a la que tenìa que prestarle un poco, pero muy poco de atenciòn. Neil tenìa cientos de cosas màs importantes, mucho màs importantes que prestarle atenciòn a su hermana.
Sus amigos ya sabìan a què se atenìan con èl. Pero en Nueva York… y en todo el mundo, Neil habìa aprendìdo que, una vez teniendo dinero, se podìa hacer lo que se quisiera y ser lo que se quisiera. No tenìa que darle explicaciones a nadie de lo que hacìa con su vida ni por què lo hacìa. Habìa alcanzado esa libertad que ni su padre habìa obtenido.
La mojigaterìa de los Andrew lo tenìa sin cuidado. Su mojigaterìa, sus escrùpulos y su ridìcula moral. Neil Legan se habìa convertido en un hombre de acero… al igual que sus empresas. “Aceros Legan” era la màs grande fabricante de aceros de los Estados Unidos en una època en la que el auge en la construcciòn de edificios era la norma en ese paìs.
No habìa aspecto de la industria que Neil no dominara. No habìa constructor que èl no conociera ni arquitecto con quien èl no negociara. La industria, toda ella, giraba en torno al acero y si giraba en torno al acero, giraba en torno a èl.
Neil Legan lo tenìa todo. Hasta el perfecto plan para suicidarse con el mismo aplomo con el que cerraba un trato que sabìa que iba a representarle las mejores ganancias del mercado. Neil Legan no tenìa remordimientos ni arrepentimientos porque esos eran sentimientos que sòlo los perdedores experimentaban y èl estaba muy lejos de ser un perdedor.
Con el èxito en los negocios, llegò la fama. Y con la fama, las mujeres. Los falsos amigos. Que, aceptèmoslo, Neil no era ningùn tonto como para no saber distinguir el interès a kilòmetros de distancia. Si tenìa el olfato de un sabueso para los negocios, mucho màs para los falsos aduladores. Pero una cosa era reconocer a los aduladores y otra, muy diferente, aprovecharlos.
A Neil no le ocasionaba ningùn remordimiento aprovecharse de quien fuera necesario para obtener lo que querìa en cualquier àmbito de su vida. Negocios, mujeres, autos… lo que fuera. Neil Legan lo tenìa todo. Era el partido perfecto. Joven, apuesto, extremadamente acaudalado, inteligente, astuto. Le llovìan las mujeres como la tormenta de la noche anterior. Y, al principio, no podìa negarlo, aprovechò hasta la saciedad esa clase de oportunidades pero… el problema es que estaba ya bastante harto de la misma estùpida rutina.
Eran cientos de mujeres de las que ni siquiera se recordaba. Ninguna experiencia memorable, ningùn rostro sobresaliente. Todas entraban en el mismo molde. Las niñas buenas y las prostitutas buenas. Todas tenìan un precio y èl estaba harto de pagar precios, altos o bajos, por el afecto de una mujer.
Sentado en la orilla de su cama, en la oscuridad de la madrugada, Neil Legan comprendiò que habìa tomado la decisiòn de suicidarse porque sentìa que no habìa nada màs que pudiera conquistar ni que quisiera conquistar. Habìa renunciado a eso que veìa en todas partes pero que no era para èl. Habìa renunciado a lo ùnico en este mundo que no podìa comprar o negociar. Lo habìa buscado, ¡maldiciòn, vaya que lo habìa buscado!, pero nunca podìa alcanzarlo. Si el dinero perseguìa a Neil Legan, el amor lo evadìa. Y no era desde que la riqueza, el èxito y la fama habìan hecho su apariciòn en su vida. Habìa sido asì desde niño.
Siempre, siempre habìa visto al amor en los otros. Pero nunca en èl o para èl. Y esa era su peor pesadilla. Su propia vida llena de todo menos de amor. Todo lo que tocaba y todo lo que lo rodeaba se sentìa frìo. Vivìa solo. Estaba rodeado de personas y se sentìa solo. Desde que se lo habìa propuesto, èl tomaba sus propias decisiones y asumìa sus propias consecuencias y no iba a ser diferente con la manera de irse de este mundo. Èl iba a decidir còmo y cuàndo. Nadie màs que èl.
Tomò la botella verde, la culpable de que su plan no se llevara a cabo, recorrièndola con los dedos. No la veìa, sòlo la sentìa. El tacto del cristal liso y tibio, como si tuviera su propio calor. Y, sentado a la orilla de su cama, esa madrugada, Neil Legan decidiò que se darìa la ùltima oportunidad de su vida, averiguando el secreto que aquella botella contenìa.