¡Bienvenida a quien se anime a pasar por aquì!
Nada
Nada
Candy entrò a la biblioteca, como siempre, apresurada. Aunque sus años de adolescencia habìan terminado, esa impetuosidad de la niñez permanecìa y cuando no estaba de guardia en el hospital, ejerciendo sus dotes de “capitana”, ejercìa sus dotes de tarzàn pecosa.
“Tarzàn pecosa”... pensò en Terry. La vida los habìa llevado por caminos tan diferentes… Repentinamente se le vino a la mente esa noche, caminando bajo la nieve mientras se despedìa mentalmente de èl. Mientras repetìa el mantra que la iba a acompañar por el resto de su vida: està bien, asì es como tienen que ser las cosas.
Y asì era, habìa cosas que asì debìan ser porque asì debìan ser. Si a ella le hubieran dado la decisiòn de elegir entre tener un papà y una mamà o crecer como huèrfana en el Hogar de Pony, aùn amando a la Señorita Pony y a la Hermana Marìa, habrìa elegido tener una familia normal.
Ciertamente la vida le habìa enseñado que el tèrmino “normal” dependìa de muchas cosas, pero un papà y una mamà, sì que Candy los hubiera elegido con los ojos cerrados.
Ahora, nada de eso habìa sido asì. Habìa crecido en el Hogar de Pony. Sin papà ni mamà. Aunque, dentro de lo considerado “no normal” y precisamente por ello, tenìa dos mamàs y muchos hermanos.
Cerrò la pesada puerta de madera labrada; seguramente James se habìa encargado de aceitar las bisagras porque solìa chirriar cada vez que se abrìa y cerraba. ¡Pero claro, què tonta! Si chirriaba al abrirse, chirriaba al cerrarse. No era como que la puerta fuese la que hiciera distinciòn entre una cosa y la otra…
El sol se derramaba a raudales por los amplios ventanales que Albert habìa ordenado instalar, despuès que, en un hermoso dìa de primavera, Candy habìa mencionado que era un desperdicio de paisaje tener todo ese jardìn y no poder disfrutarlo mientras se leìa un libro. Ventanas adentro, claro, que siempre podìa salirse a leer al jardìn y, mientras ella trataba de explicar que no se trataba de no salir a leer al jardìn, Albert reìa divertido por las ocurrencias de Candy.
La risa de Albert... Candy hizo una mueca. ¿Què podìa haber sido tan urgente e importante como para salir de un dìa para otro a un negocio de ùltima hora hasta Europa? Habìa pensado en decirle que podìa acompañarlos pero ante la perspectiva de enfrentar a Mary Jane en el hospital y pedirle unos dìas de vacaciones, las piernas le habìan flaquedo. Ademàs, Albert ni siquiera habìa tocado por asomo el tema de que ella los acompañara… Arrugò el entrecejo. No le gustaba que Albert se fuera de esa manera. No le gustaba no verlo cuando regresaba del hospital y no le gustaba que anduviera, perdido, sabrìa Dios por què parte del mundo… sin ella. O sea, solo. Bueno, solo con George…
Ya estaba bueno de rondar el mundo como si ella no existiera… o sea, como si èl no tuviera la gran resposabiliad de la familia y los negocios y las obras de caridad y todas esas cosas de las que Albert se encargaba… ¡A ese jovencito alguien debìa ponerlo en cintura!
Se acercò al pesado y antiguo escritorio donde el Tio Abuelo William se sentaba. Y en su mente lo vio. Habìa una hora de la tarde en la que el sol caìa de lleno en Albert y su dorado cabello refulgìa parecièndole a Candy como que un halo de irrealidad lo rodeara.
Ùltimamente se le antojaba acercarse y acariciarle el cabello. Se veìa tan lindo cuando estaba todo concentrado resolviendo problemas de las empresas y las cosas de la familia. Los trazos de su pluma en el papel eran elegantes y Candy solìa rondar a Albert, sin que al parecer, èste se inmutara. Veìa lo que èl escribìa, asomàndose por sobre su hombro y mientras lo veìa escribir, percibìa el aroma de Albert. Era un aroma como el del pan recièn horneado. ¡No que Albert oliera a pan, claro! ...Aunque tampoco hubiera estado nada mal… Candy sacudiò la cabeza. ¡Què ideas se le venìan a la mente!
Albert olìa como a pan recièn horneado porque olìa a hogar. Albert siempre olìa a hogar. Y frunciò el ceño de nuevo. ¿Cuàndo habìa sido la ùltima vez que Albert le habìa dado un abrazo? ¡Cielos, ni se recordaba! Candy sintiò un tiròn en el pecho. ¿Por què Albert habìa dejado de abrazarla? ¡Eso no estaba bien! Ella… ella necesitaba los abrazos de Albert… Siempre… siempre los habìa tenido… Estaba acostumbrada a ellos y, hasta ese momento, se dio cuenta que los extrañaba. ...Mucho. Inconscientemente se llevò las manos a los brazos como si sintiera frìo.
Repasò con la punta de los dedos la madera del escritorio y llegò a la gran silla de piel donde Albert se sentaba. ¡Se veìa tan grande y vacìa sin èl en ella…! Le habìa enviado una carta al dìa siguiente de partir y ni una llamada… ¡Nada! Ciertamente que la carta no le llegarìa en dìas, pero podrìa haber llamado para decirle a la familia que estaban bien, que todo en orden, para calmar a la Tìa Abuela, para preguntar còmo estaba el clima…
Candy recorriò la enorme biblioteca con los ojos. Probablemente nunca se habìa dado cuenta de lo grande que era, porque, la mayor parte de veces que ella entraba, o era con Albert o Albert ya estaba allì. Y lo que ahora sentia y notaba, era que ese espacio era muy grande y estaba muy vacìo. El problema era que la biblioteca siempre habìa sido asì y que ella lo notaba hasta ahora. Haciendo matemàticas bàsicas, restò la biblioteca menos Albert y el resultado no le gustò. A buena hora resultaba buena con las matemàticas…
Retirò la silla del escritorio y se dejò caer pesadamente sobre ella. Girò como si de un carrusel de tratara y, cuando la silla se detuvo, quedò frente al escritorio de nuevo. Empezò a husmear en los papeles de Albert. Todo eran cartas de negocios, telegramas, cuentas, algunas cartas personales… de ella allì no habìa nada. Candy no sabìa por què sentìa ese amargo sentimiento en el pecho de desilusiòn. Albert no tenìa por què tener nada de ella en su escritorio, ¿cierto? ¿Entonces? Pero nada, ni una fotografìa, ni… nada… Nada. La palabra sonò tan fea. Nada.
A Candy no le gustaba la nada. Menos la nada proviniendo de Albert. El pensamiento empezò a crearle una clase de agujero en el pecho que le hizo perder el calor del cuerpo. ¿Què representaba ella para Albert? ¿Què era ella para Albert si ni una fotografìa suya tenìa èl en su escritorio? No era un pensamiento lleno de orgullo, era un pensamiento lleno de angustia.
Candy necesitaba que Albert la abrazara para hacerla sentir segura y que todo estaba bien y que èl sì la querìa y que èl sì… ¿Que èl sì la querìa? Pues claro que Albert la querìa, se lo habìa demostrado desde aquel primer dìa en la Colina. ¡Claro que Albert la querìa! Pero… ¿entonces por què este agujero en el pecho?
Candy, sin saber ni còmo ni por què, se recostò sobre los papeles escritos con la fina caligrafìa de Albert y empezò a llorar.
“Tarzàn pecosa”... pensò en Terry. La vida los habìa llevado por caminos tan diferentes… Repentinamente se le vino a la mente esa noche, caminando bajo la nieve mientras se despedìa mentalmente de èl. Mientras repetìa el mantra que la iba a acompañar por el resto de su vida: està bien, asì es como tienen que ser las cosas.
Y asì era, habìa cosas que asì debìan ser porque asì debìan ser. Si a ella le hubieran dado la decisiòn de elegir entre tener un papà y una mamà o crecer como huèrfana en el Hogar de Pony, aùn amando a la Señorita Pony y a la Hermana Marìa, habrìa elegido tener una familia normal.
Ciertamente la vida le habìa enseñado que el tèrmino “normal” dependìa de muchas cosas, pero un papà y una mamà, sì que Candy los hubiera elegido con los ojos cerrados.
Ahora, nada de eso habìa sido asì. Habìa crecido en el Hogar de Pony. Sin papà ni mamà. Aunque, dentro de lo considerado “no normal” y precisamente por ello, tenìa dos mamàs y muchos hermanos.
Cerrò la pesada puerta de madera labrada; seguramente James se habìa encargado de aceitar las bisagras porque solìa chirriar cada vez que se abrìa y cerraba. ¡Pero claro, què tonta! Si chirriaba al abrirse, chirriaba al cerrarse. No era como que la puerta fuese la que hiciera distinciòn entre una cosa y la otra…
El sol se derramaba a raudales por los amplios ventanales que Albert habìa ordenado instalar, despuès que, en un hermoso dìa de primavera, Candy habìa mencionado que era un desperdicio de paisaje tener todo ese jardìn y no poder disfrutarlo mientras se leìa un libro. Ventanas adentro, claro, que siempre podìa salirse a leer al jardìn y, mientras ella trataba de explicar que no se trataba de no salir a leer al jardìn, Albert reìa divertido por las ocurrencias de Candy.
La risa de Albert... Candy hizo una mueca. ¿Què podìa haber sido tan urgente e importante como para salir de un dìa para otro a un negocio de ùltima hora hasta Europa? Habìa pensado en decirle que podìa acompañarlos pero ante la perspectiva de enfrentar a Mary Jane en el hospital y pedirle unos dìas de vacaciones, las piernas le habìan flaquedo. Ademàs, Albert ni siquiera habìa tocado por asomo el tema de que ella los acompañara… Arrugò el entrecejo. No le gustaba que Albert se fuera de esa manera. No le gustaba no verlo cuando regresaba del hospital y no le gustaba que anduviera, perdido, sabrìa Dios por què parte del mundo… sin ella. O sea, solo. Bueno, solo con George…
Ya estaba bueno de rondar el mundo como si ella no existiera… o sea, como si èl no tuviera la gran resposabiliad de la familia y los negocios y las obras de caridad y todas esas cosas de las que Albert se encargaba… ¡A ese jovencito alguien debìa ponerlo en cintura!
Se acercò al pesado y antiguo escritorio donde el Tio Abuelo William se sentaba. Y en su mente lo vio. Habìa una hora de la tarde en la que el sol caìa de lleno en Albert y su dorado cabello refulgìa parecièndole a Candy como que un halo de irrealidad lo rodeara.
Ùltimamente se le antojaba acercarse y acariciarle el cabello. Se veìa tan lindo cuando estaba todo concentrado resolviendo problemas de las empresas y las cosas de la familia. Los trazos de su pluma en el papel eran elegantes y Candy solìa rondar a Albert, sin que al parecer, èste se inmutara. Veìa lo que èl escribìa, asomàndose por sobre su hombro y mientras lo veìa escribir, percibìa el aroma de Albert. Era un aroma como el del pan recièn horneado. ¡No que Albert oliera a pan, claro! ...Aunque tampoco hubiera estado nada mal… Candy sacudiò la cabeza. ¡Què ideas se le venìan a la mente!
Albert olìa como a pan recièn horneado porque olìa a hogar. Albert siempre olìa a hogar. Y frunciò el ceño de nuevo. ¿Cuàndo habìa sido la ùltima vez que Albert le habìa dado un abrazo? ¡Cielos, ni se recordaba! Candy sintiò un tiròn en el pecho. ¿Por què Albert habìa dejado de abrazarla? ¡Eso no estaba bien! Ella… ella necesitaba los abrazos de Albert… Siempre… siempre los habìa tenido… Estaba acostumbrada a ellos y, hasta ese momento, se dio cuenta que los extrañaba. ...Mucho. Inconscientemente se llevò las manos a los brazos como si sintiera frìo.
Repasò con la punta de los dedos la madera del escritorio y llegò a la gran silla de piel donde Albert se sentaba. ¡Se veìa tan grande y vacìa sin èl en ella…! Le habìa enviado una carta al dìa siguiente de partir y ni una llamada… ¡Nada! Ciertamente que la carta no le llegarìa en dìas, pero podrìa haber llamado para decirle a la familia que estaban bien, que todo en orden, para calmar a la Tìa Abuela, para preguntar còmo estaba el clima…
Candy recorriò la enorme biblioteca con los ojos. Probablemente nunca se habìa dado cuenta de lo grande que era, porque, la mayor parte de veces que ella entraba, o era con Albert o Albert ya estaba allì. Y lo que ahora sentia y notaba, era que ese espacio era muy grande y estaba muy vacìo. El problema era que la biblioteca siempre habìa sido asì y que ella lo notaba hasta ahora. Haciendo matemàticas bàsicas, restò la biblioteca menos Albert y el resultado no le gustò. A buena hora resultaba buena con las matemàticas…
Retirò la silla del escritorio y se dejò caer pesadamente sobre ella. Girò como si de un carrusel de tratara y, cuando la silla se detuvo, quedò frente al escritorio de nuevo. Empezò a husmear en los papeles de Albert. Todo eran cartas de negocios, telegramas, cuentas, algunas cartas personales… de ella allì no habìa nada. Candy no sabìa por què sentìa ese amargo sentimiento en el pecho de desilusiòn. Albert no tenìa por què tener nada de ella en su escritorio, ¿cierto? ¿Entonces? Pero nada, ni una fotografìa, ni… nada… Nada. La palabra sonò tan fea. Nada.
A Candy no le gustaba la nada. Menos la nada proviniendo de Albert. El pensamiento empezò a crearle una clase de agujero en el pecho que le hizo perder el calor del cuerpo. ¿Què representaba ella para Albert? ¿Què era ella para Albert si ni una fotografìa suya tenìa èl en su escritorio? No era un pensamiento lleno de orgullo, era un pensamiento lleno de angustia.
Candy necesitaba que Albert la abrazara para hacerla sentir segura y que todo estaba bien y que èl sì la querìa y que èl sì… ¿Que èl sì la querìa? Pues claro que Albert la querìa, se lo habìa demostrado desde aquel primer dìa en la Colina. ¡Claro que Albert la querìa! Pero… ¿entonces por què este agujero en el pecho?
Candy, sin saber ni còmo ni por què, se recostò sobre los papeles escritos con la fina caligrafìa de Albert y empezò a llorar.