Un abrazo grande a todas.
La oscuridad de la noche era casi completa y la quietud imperaba en el Castillo de Hielo. Era una quietud dividida en tres partes.
La primera, la más evidente, era una calma vacía y lánguida, formada por todas las cosas que no estaban presentes. Si hubiese habido dentro la más mínima brisa, habría arrastrado consigo el polvo depositado sobre los muebles, haciéndolo danzar con cadencia hacia las ventanas, todas a oscuras, todas, excepto una. Si hubiera habido gente en el castillo, al menos un puñado de criados, habría llenado los pasillos con el sonido de sus pasos y serviciales murmullos. Si hubiera habido música…, pero no; por supuesto que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas y en ello radicaba la primera parte de la quietud.
Fuera del Castillo de Hielo, el sonido de la calle a la distancia recorría lentamente los jardines. El chirriar de una reja metálica. Relinchos de caballos tirando carros. Botas contra la acera. Y susurros. Sin embargo, era un sonido delicado, como una telaraña y, al soplar repentinamente con fuerza, el viento lo rompió, cediendo su lugar a un eco apagado parecido al lejano recuerdo de una risa. Pero eso también se extinguió, creando la segunda parte de la quietud, que flotaba en el aire como un suspiro eterno.
A la tercera parte, no era fácil reconocerla. Si dedicaras unas horas a escuchar todo, tal vez comenzarías a sentir algo en la humedad de las puertas y ventanas, fieramente cerradas para aislar al espacio de peligros, del frío y de la noche. Quizá la percibirías en las suntuosas decoraciones de los muros, y en los vacíos salones del castillo, donde debería haber una muchedumbre bailando y riendo. Si te concentraras con fuerza, podrías quizá notarla en los dolorosos recuerdos y sonrisas perdidas que vivían en alguien, y la observarías en el corazón de aquel que era dueño todo, un hombre que pareció volver de golpe a la realidad, y padeció inmensamente al hacerlo.
Tenía el pelo dorado como el oro bruñido. Sus ojos eran azules y tristes, y se movía con la elegancia sutil de alguien que ha vivido una vida colmada de riquezas. Caminó hacia la chimenea a punto de apagarse. Ahí, al cobijo de una luz casi consumida, se llevó una mano al rostro, cerró los ojos con fuerza y dejó escapar un sollozo largo y compungido.
El Castillo de Hielo era suyo, y también era suya la última parte de aquella quietud. Así debía ser, porque era la más grande de todas, y envolvía a las otras dos. Era inmensa y pesada como las responsabilidades que acompañaban a su título. Como las penas que atenazaban su corazón y se reflejaban en la noche. Era enorme y estrecha como las mentes que habían decidido el camino de su vida. Creaba un sonido estoico y resignado como un llanto contenido. Y cerraba el círculo de la quietud…, la pacífica quietud…, de un hombre que espera la muerte.
Última edición por Aleth **ALBERTMANÍA** el Lun Abr 04, 2022 10:23 pm, editado 1 vez