Hola, hola de nuevo. Empezamos una nueva semana y aquí les paso a dejar un capítulo nuevo de esta historia.
Para quienes no han leído las partes anteriores:
Aquí la INTRODUCCIÓN
Aquí el Capítulo UNO
Aquí el Capítulo DOS
Aquí el Capítulo TRES
Para quienes no han leído las partes anteriores:
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Aquí el Capítulo UNO
Aquí el Capítulo DOS
Aquí el Capítulo TRES
Korolsson: la leyenda del corazón y la noche
CUATRO
Yo a Albert, lo veía constantemente, pero lo conocí de verdad cuando él tenía poco más de dieciocho años. Había prendido un catarro infernal y estaba en cama. Agotado, ligeramente moribundo, pero trabajando…, luchando. Como siempre. Lo había visto hacer cosas maravillosas, durante aquel tiempo, y el pueblo nunca dejaba de cantar sus alabanzas. Sabía que nuca había dejado Belyynot. Y era sorprendente…, un gobernante tan amado, que no visita el resto de sus tierras. Era insólito. Más de dieciocho largos años sin salir de ahí. Sin ver el mundo. Atrapado en su jaula de hielo. Como un pajarillo que finge ser libre. Pero, completamente amado por un pueblo que solamente simulaba conocerlo.
Aquella noche, en medio de una borrasca que azotaba nieve y viento helado contra los cristales, con una habitación medianamente caldeada por la chimenea, y un semblante cansado y enfermizo, me vio de verdad. Me sonrió, reconociéndome. Me miró como lo había hecho con su padre el día que nació, como si supiera algo que yo desconocía. Señaló la orilla de su cama y me dijo: «siéntate». No fue una orden. Fue una invitación. Y, si he de ser sincero, si a un pobre sirviente, un hombre como aquel lo mira a los ojos de aquella manera y le dice «siéntate», bueno…, el sirviente atraviesa el espacio que los separa con un par de zancadas y posa su humilde trasero donde el Korolsson le indica. Así que me senté. Su respiración era dificultosa, pero no se quejaba. Su mirada era intensa y severa. Yo me limité a quedarme, quietecito, para no molestarlo. Pasamos un buen rato en silencio, mirando el fuego y escuchando a la tormenta bramar. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? ¿Cantar? Tengo buena voz; aun así, me pareció excesivo. Quería conversar, pero, ¿qué cosa podía decirle yo a un hombre como aquel?
Él fue quien habló primero…, cuando se le pegó la gana. Y charlamos. Con calma. Albert estaba muy enfermo, sin embargo, intentaba mostrarse fuerte. Siempre me impresionó saber que desde que fue consciente de su importancia, no renegó jamás de su sino. Sufrió mucho al perder a sus padres, pero sabía cuáles eran sus responsabilidades y las asumió desde el primer momento. Lloró a escondidas cuando su hermana dejó la ciudad, pero nunca le recriminó buscar la oportunidad de tener una vida que él jamás podría procurarle. Era un hombre joven, muy joven, y también era sabio. Mucho. Intencionalmente, dejaba que los demás lo subestimaran para después sacarlos de su error con alguna hazaña inesperada. Lo más impresionante que tenía eran sus ojos…, y su sonrisa. Con una sola mirada lograba entender los anhelos de las personas que entraban y salían de su corte. Con una sola mirada lograba, también, intimidar al más osado e impertinente de sus contrincantes. Con una sonrisa derretía el hielo en cualquier situación tensa. Eran pocos, en aquellos tiempos, los que podían hacer eso, y él era el mejor de todos. Tenía que serlo. La experiencia y una vida llena de servilismo y falsedades, le habían enseñado, más pronto que tarde, que era mejor conocer los deseos de quiénes lo rodeaban antes de forjar alianzas o estrechar afectos con personas que solamente buscaban usarlo por su título. Pero también tenía miedo. Me contó lo mucho que ansiaba poder volver realidad los sueños que su padre tenía para su pueblo. Me dijo que luchaba tan fuerte todos los días, y que no podía permitirse morir, porque de él dependía el futuro de Belyynot. Me abrió su corazón.
Sí, sí, parecen inventos míos. Pueden llamarme mentiroso si lo desean. No los culparía. No tienen por qué creer lo que digo. Suena extraño, lo sé mejor que nadie. Que un soberano invite a un sirviente a sentarse a la orilla de su cama y le cuente…, todo. Que le hable de sus temores y aspiraciones, como si no hubiera una diferencia clarísima entre ellos. Pero es cierto. Habló conmigo toda la noche. Jamás dejó de verme. Hablaba. Sonreía. Me veía. Hablaba de nuevo. Volvía a sonreír. Y me miraba de nuevo.
Llegada el alba, la borrasca había amainado. Su fiebre había casi cedido. Casi. Su ayudante de cámara entró a la habitación, acompañado de un médico, con los primeros rayos del sol y lo miró maravillado. «Mi Korolsson, temía que no pasara la noche» murmuró, conmovido. «¡Al diablo la muerte!» Fue su única respuesta. Volvió a mirarme. Sonrió. Y entonces se durmió.
Fuimos amigos desde ese día. Uña y mugre. Y ahora que pienso, en aquel momento, creo que por vez primera fui feliz. O, al menos, sentí algo muy parecido a la felicidad. Algo que no había sentido jamás. Lo admiré desde el inicio, desde esa mirada retadora que le regaló a su padre; y lo quise desde aquella noche, cuando dejó su título a un lado y me trató como a un igual.
Yo a Albert, lo veía constantemente, pero lo conocí de verdad cuando él tenía poco más de dieciocho años. Había prendido un catarro infernal y estaba en cama. Agotado, ligeramente moribundo, pero trabajando…, luchando. Como siempre. Lo había visto hacer cosas maravillosas, durante aquel tiempo, y el pueblo nunca dejaba de cantar sus alabanzas. Sabía que nuca había dejado Belyynot. Y era sorprendente…, un gobernante tan amado, que no visita el resto de sus tierras. Era insólito. Más de dieciocho largos años sin salir de ahí. Sin ver el mundo. Atrapado en su jaula de hielo. Como un pajarillo que finge ser libre. Pero, completamente amado por un pueblo que solamente simulaba conocerlo.
Aquella noche, en medio de una borrasca que azotaba nieve y viento helado contra los cristales, con una habitación medianamente caldeada por la chimenea, y un semblante cansado y enfermizo, me vio de verdad. Me sonrió, reconociéndome. Me miró como lo había hecho con su padre el día que nació, como si supiera algo que yo desconocía. Señaló la orilla de su cama y me dijo: «siéntate». No fue una orden. Fue una invitación. Y, si he de ser sincero, si a un pobre sirviente, un hombre como aquel lo mira a los ojos de aquella manera y le dice «siéntate», bueno…, el sirviente atraviesa el espacio que los separa con un par de zancadas y posa su humilde trasero donde el Korolsson le indica. Así que me senté. Su respiración era dificultosa, pero no se quejaba. Su mirada era intensa y severa. Yo me limité a quedarme, quietecito, para no molestarlo. Pasamos un buen rato en silencio, mirando el fuego y escuchando a la tormenta bramar. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? ¿Cantar? Tengo buena voz; aun así, me pareció excesivo. Quería conversar, pero, ¿qué cosa podía decirle yo a un hombre como aquel?
Él fue quien habló primero…, cuando se le pegó la gana. Y charlamos. Con calma. Albert estaba muy enfermo, sin embargo, intentaba mostrarse fuerte. Siempre me impresionó saber que desde que fue consciente de su importancia, no renegó jamás de su sino. Sufrió mucho al perder a sus padres, pero sabía cuáles eran sus responsabilidades y las asumió desde el primer momento. Lloró a escondidas cuando su hermana dejó la ciudad, pero nunca le recriminó buscar la oportunidad de tener una vida que él jamás podría procurarle. Era un hombre joven, muy joven, y también era sabio. Mucho. Intencionalmente, dejaba que los demás lo subestimaran para después sacarlos de su error con alguna hazaña inesperada. Lo más impresionante que tenía eran sus ojos…, y su sonrisa. Con una sola mirada lograba entender los anhelos de las personas que entraban y salían de su corte. Con una sola mirada lograba, también, intimidar al más osado e impertinente de sus contrincantes. Con una sonrisa derretía el hielo en cualquier situación tensa. Eran pocos, en aquellos tiempos, los que podían hacer eso, y él era el mejor de todos. Tenía que serlo. La experiencia y una vida llena de servilismo y falsedades, le habían enseñado, más pronto que tarde, que era mejor conocer los deseos de quiénes lo rodeaban antes de forjar alianzas o estrechar afectos con personas que solamente buscaban usarlo por su título. Pero también tenía miedo. Me contó lo mucho que ansiaba poder volver realidad los sueños que su padre tenía para su pueblo. Me dijo que luchaba tan fuerte todos los días, y que no podía permitirse morir, porque de él dependía el futuro de Belyynot. Me abrió su corazón.
Sí, sí, parecen inventos míos. Pueden llamarme mentiroso si lo desean. No los culparía. No tienen por qué creer lo que digo. Suena extraño, lo sé mejor que nadie. Que un soberano invite a un sirviente a sentarse a la orilla de su cama y le cuente…, todo. Que le hable de sus temores y aspiraciones, como si no hubiera una diferencia clarísima entre ellos. Pero es cierto. Habló conmigo toda la noche. Jamás dejó de verme. Hablaba. Sonreía. Me veía. Hablaba de nuevo. Volvía a sonreír. Y me miraba de nuevo.
Llegada el alba, la borrasca había amainado. Su fiebre había casi cedido. Casi. Su ayudante de cámara entró a la habitación, acompañado de un médico, con los primeros rayos del sol y lo miró maravillado. «Mi Korolsson, temía que no pasara la noche» murmuró, conmovido. «¡Al diablo la muerte!» Fue su única respuesta. Volvió a mirarme. Sonrió. Y entonces se durmió.
Fuimos amigos desde ese día. Uña y mugre. Y ahora que pienso, en aquel momento, creo que por vez primera fui feliz. O, al menos, sentí algo muy parecido a la felicidad. Algo que no había sentido jamás. Lo admiré desde el inicio, desde esa mirada retadora que le regaló a su padre; y lo quise desde aquella noche, cuando dejó su título a un lado y me trató como a un igual.
Como siempre, sus comentarios son súper bienvenidos y agradecidos. Buen inicio de semana.
De nuevo gracias por leer, comentar, por la paciencia. Nos leemos cuando nos leamos :)
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