Aquí la INTRODUCCIÓN por si no la han leído
Recuerdo claramente la primera vez que la vi.
En un mundo mucho más frío y antiguo que éste. Se llamaba: Belyynot, la Ciudad de las Noches Blancas. Me sucedió lo mismo que a otros tantos a lo largo de los siglos. Siempre había uno entre millones que, en un momento especial, asomaba la cabeza por la ventanilla del carro o tren en que viajaba…, y la veía. Fuimos muchísimos a lo largo del tiempo, ricos, pobres, mujeres, hombres, niños. Y nunca faltaba ese uno, solo uno…, que la veía. Tal vez acababa de despertar de una siesta durante una larga travesía. Quizá iba soñando despierto. O, simplemente, decidía colocar la cabeza contra el frío vidrio de la ventanilla, levantaba los ojos…, y la veía. Entonces se quedaba pasmado…, maravillado, con el corazón latiendo más rápido que el trote de los caballos o el sonido del tren. Y, siempre, todas las condenadas veces, lo juro (porque yo hice lo mismo), volvía el rostro hacia sus compañeros de viaje, amigos o no, hacia todos, la señalaba, eufórico, y gritaba: ¡Belyynot! Después se quedaba muy quieto un par de segundos, sonriendo como un imbécil, esperando que alguien le aplaudiera, sumamente satisfecho. Como si la hubiera hecho él con sus propias manos, en sus ratos libres, todos los días, incluidos los fines de semana. El diseño se lo había robado a su hermano, un tipo nefasto, y lo había ayudado a construirla su más adorado compinche. Al principio había pensado usar una gama distinta de colores y otros materiales, pero luego…, se hizo una idea más clara, se le iluminó el cerebro, conectó el corazón con la noche, y la hizo, a Belyynot, completa. Con edificios altos y majestuosos, jardines llenos de rosas blancas que no destrozaba la nieve, y palacios decorados con oro, frío y deslumbrante. Con sus recovecos llenos de magia. Con una belleza nueva en cada esquina que casi podía hacer llorar a un hombre adulto, orgulloso y fuerte. Casi.
Fue una ciudad cuya característica principal, además de la nieve, era que tenía noches demasiado cortas y sus periodos de semioscuridad se limitaban a unas escasas horas de la madrugada. Por eso se la conocía como la Ciudad de las Noches Blancas, porque el cielo nocturno se pintaba de un blanco agrisado cuando en otros lados estaban en penumbras. Algunos incluso decían que era tan bella que el sol, fascinado por el reflejo de su luz, decidía, vanidoso y poderoso, dejar unos pálidos y refulgentes rayos, que le permitieran ver su glorioso resplandor, aún mucho después de iniciado el anochecer. Era tan bella…, que es una pena que de su existencia solo queden historias, leyendas y uno que otro recuerdo.
Pero volviendo a lo nuestro. En todo viaje existía uno. El primero en ver Belyynot. Y cualquiera podría pensar que era pura casualidad, pero no. Tampoco era cosa de suerte. Era el Destino. Cada uno de ellos llegó al mundo con aquel instante impreso en el alma. Gente que, si la mirabas detenidamente, desde su más tierna infancia, ya llevaba a Belyynot lista para mostrarse, corriéndoles por las venas, vibrándoles en los nervios y, yo qué sé, en la mente, lista para hacer la conexión con las cuerdas vocales, hasta lo más profundo de aquel grito: ¡BELYYNOT! Se encontraba ya en su interior, en sus ojos, desde bien pequeñitos, Belyynot, toda, completa.
Eso decía siempre Albert, o, mejor dicho, William Albert Ardlay, el Korolsson, el heredero de todo el reino. «Si te tomas el tiempo suficiente, puedes ver todo lo que la gente verá y será». Eso decía, no lo que ha sido y visto: lo que será…, lo que verá. Yo Belyynots vi miles durante mis tantos viajes, de ida y vuelta. Pero él solo vio una, en la que vivió toda su vida. Sin salir jamás de ella.
Después de contarles lo que les he contado, no creo que sea necesario enaltecer más cuán portentosa era aquella tierra. Sin embargo, podría narrarles, tal vez, un poco de la historia de sus gobernantes, que, según las leyendas, habían sido quienes pusieron la primera piedra del primer cimiento del primer edificio: el Castillo de Hielo, que no era de hielo, era de piedra blanca y cristal, pero todos nos permitimos una licencia poética de vez en cuando, y aquel primer hombre vio nieve y pensó en hielo. Creativo ¿cierto?
Muchos decían que antes que ellos llegaran y construyeran su hogar entre las heladas montañas, las noches eran efectivamente negras, como debían ser. Pero, una vez que el primer Ardlay dio nombre a aquel valle y construyó su primer refugio, el cielo perdió su oscuridad completa. El resplandor nocturno de Belyynot, y su vida, estaban completamente ligados al corazón del gobernante en turno: el Korol, siempre un Ardlay de línea masculina directa. Feministas empedernidos, claramente. El tercer Korol fue un tacaño terrible y, además, era bastante amargado…, con él el cielo se volvió más gris que blanco. Ahí comenzaron las sospechas del enlace entre corazón y noche. El décimo cuarto fue un tirano, malvado y vil, que casi logró devolver todo a las tinieblas. Sospecha casi confirmada. Casi. El padre de Albert, fue un hombre bueno, feliz. Durante su reinado el gris de la noche se volvió prácticamente blanco, apagándose solo un poco cuando el soberano murió. Momento de presagios. Y al final estaba el Korolsson, el hijo primogénito del viejo Korol, William Albert Ardlay, el mejor de todos.
El Korolsson. En verdad lo fue: ¡El mejor de todos!