CAPÍTULO XI CELOS
PARTE II
El barco avanzaba rápidamente, mientras el mar se abría ante el paso del navío, el viento gélido golpeaba la cara de una regordeta mujer que miraba al horizonte, de su frente bajaban gruesas gotas de sudor, producto de la fuerza con la que apretaba el barandal de la cubierta, los costados de sus mejillas eran rozados por el pelaje de zorro de su negro abrigo, no sabía cuánto tiempo había permanecido ahí, a pesar de llevar una semana de viaje no lograba contener la furia, que inundaba su alma, le resultaba difícil creer que alguien se hubiese atrevido a ofenderla de aquella manera.
El odio, el rencor, los celos era lo que su atormentada alma sentía, pero no, ella nunca demostraría debilidad ante nadie, ni siquiera ante el rey de Inglaterra, quien días antes la citara para hacerle saber la intención del duque de Grandchester de divorciarse; su sorpresa fue mayúscula ante la aprobación del monarca para hacer efectivo el divorcio, dadas las pruebas que el propio Richard había aportado sobre su liviano comportamiento y la certeza de que sus hijos no eran sangre del más alto noble inglés, sin embargo, contuvo su ira, mostrando una sumisión y pena, que estaba lejos de sentir, solicitó que esperaran hasta que llegara su aún esposo de viaje, dado que quería quedar en los mejores términos con él, ante esa tácita aceptación, su majestad le concedió el plazo solicitado.
No esperó más, sin decirle nada a nadie, empacó su equipaje abordando el primer barco que zarparía a América, si Richard pensaba que ahí acabaría todo estaba equivocado, aún no la conocía, no era una mujer que se quedara con las manos cruzadas al ver desvanecerse todo por lo que había luchado, es más, soportado durante tantos años, para perderlo y ser la comidilla de la corte inglesa. El odio refulgía de sus ojos hundidos por los rebosantes pómulos que los hacían verse aún más pequeños. Tenía que hacer algo, no permitiría que sus hijos quedaran fuera de la corte, mucho menos que el bastardo del primogénito de su esposo ocupara el lugar de Richard Segundo. Ella que, siempre se caracterizó por su amargo y soberbio carácter, el tiempo que llevaba de casada había contribuido a amargarlo más, el ser duquesa de Grandchester le costó más sinsabores, pena y desprecio que el propio título.
Nunca imaginó casarse con un hombre tan apuesto, ella se sabía poco agraciada, así que estaba resignada a un matrimonio sin amor, a ser una más de las mujeres de la nobleza, que estaban casadas gracias a un contrato pleno de beneficios económicos, más que otra cosa y a engendrar herederos que perpetuaran los ilustres apellidos de las familias honorables, pero su situación había cambiado desde que se enterara que para desposar al duque tenía que aceptar a un bastardo como hijo propio, eso le significó, que posiblemente el duque consideraría su noble acción y tal vez, sólo tal vez él podría… ¡¿Enamorarse de ella?!, ¡No! Todas esas ilusiones acabaron cuando vio la fotografía de esa actriz americana con quien su esposo se hubo enredado. Desde ese momento supo que no tendría ninguna oportunidad, a pesar de que su marido tenía en un principio un trato amable, pasó más de un año para que él se decidiera a tocarla, por el contrario, se pasaba las horas mirando esa estúpida fotografía y cuidando al fruto de ese amor. El niño, que contaba con la belleza de su madre, la arrogancia de su padre se convirtió en el punto, donde ella pudo descargar su frustración, misma que terminó por convertirse en odio.
En innumerables ocasiones buscó llamar la atención de su marido, pero nunca logró nada, sólo un trato cordial, que se volvía un poco más cercano cuando asistían a algún evento, pero jamás pasó de ahí, con los años el trato que un tiempo fue amigable se transformó en desacuerdos interminables, que se acentuaban hacia el pequeño Terrence. El duque por su parte se volvió un ser osco, tan serio y formal que era difícil traspasar esa barrera. Los embates por la educación del chico terminaban en insultos por parte de ella, mientras que él le daba la espalda sin responder a ninguno de ellos, eso la irritaba de tal manera que sólo se tranquilizaba al desquitarse con su hijastro. Sí ella, había aceptado sin más casarse con el duque, el ser su esposa le otorgaría un trato especial por encima de todos los miembros de la corte, que bien sabía hablaban de ella a sus espaldas, pero qué más daba, el título de duquesa le pertenecía y eso nadie lo podía cambiar, eso solía decirse en esas noches de soledad, cuando esperaba con ansia que su marido abriera su puerta, sus propios deseos la hacían consumirse en un ahogado llanto, que moría al igual que su anhelo con los primeros rayos del sol.
Cada vez veía el embeleso en los ojos del duque cuando observaba la fotografía de la actriz, lo que en un momento fue pena por sí misma, se iba transformando en bajas pasiones que desembocaban en celos, nunca sería como ella, eso la llenaba de rabia, quería con sus manos desfigurar el rostro de aquella mujer motivo de su desventura, así como de su hijo, a quien ya había expulsado de la vida del reino y de su padre. Pero ahora con el divorcio todo cambiaba, utilizaría todo lo que tenía para impedirlo y eso era el secreto mejor guardado por los Grandchester, el origen ilegítimo del heredero al ducado y esa sería la carta con la que se jugaría, el todo por el todo. Al decirle el rey lo del divorcio, no era tan difícil adivinar el destino del repentino viaje de su esposo, seguramente había ido a buscar a esa vulgar mujer, sin categoría para implorar su perdón y convencerla para que ocupara el lugar que le pertenecía a ella. La imagen de la pareja prodigándose ardientes caricias hizo que con su mano sobara su nuca, para tratar de despejarlas, pero al no lograrlo comenzó a rasgar su cuello jalando de un tirón el collar de perlas que traía colgado, cayendo las blancas cuentas al piso, mientras que ella daba fuertes carcajadas mezcladas con un llanto amargo que corrió su maquillaje dando a su cara un aspecto grotesco.
Sin imaginar que su esposa estaba en camino, el duque miraba con frialdad a la mujer que tenía ante él, su aspecto era común a pesar de las ropas finas que vestía, carecía de porte y elegancia, era algo difícil de descifrar, pero para él no representaba más que una simple plebeya venida a más a costa de su hijo. En tanto que la señora Marlow esperaba ya una sentencia de ese hombre, que no se dignaba a brindarle asiento, estaba nerviosa, pero aun así intentó mostrar seguridad e indignación por el trato que había recibido, después de todo era la madre de la joven que le salvó la vida a su vástago.
El duque sin perder el tiempo con una voz firme comenzó a hablar, dándole la espalda a la mujer, — ¡Muy bien señora!, ¡Soy un hombre práctico acostumbrado a llegar al punto!, ¡Sin darle vueltas a las cosas!, ¡Ahora me quise dar unos momentos para poner punto final a la situación entre ustedes con mi hijo! — Decía el caballero volteándose lentamente, — ¡Pe…! — Intentó decir la señora Marlow, no obstante, él levantó una mano enérgicamente indicándole que se detuviera. — ¡Tampoco estoy acostumbrado a que se me interrumpa! ¡Así que ahora guarda silencio y me escucha! ¡¿Quedó claro?! — Continuó caminando detrás del improvisado escritorio para sentarse en el enorme sillón, colocando sus brazos sobre él, para después entrelazar sus largos dedos. — ¡Durante mucho tiempo ustedes han abusado de la honorabilidad de un caballero inglés!, ¡De su buen corazón!, ¡Pero sobre todo de un sentimiento de culpa! ¡Pues bien!, ¡Eso ha terminado!, ¡Usted y su hija desaparecerán de nuestras vidas y jamás volverán a intentar acercarse a cualquiera de los Ardlay o Grandchester!
— Pero ¡¿Cómo se atreve?! — Dijo la mujer que ya no aguantó más. — ¡Gracias al sacrificio de mi hija, es que el suyo está vivo!, ¡No es justo que se nos trate así! — El duque se puso de pie y acercándose con paso firme se ubicó delante de ella para decir con voz gélida. — Y ¿Es justo lo que ustedes han hecho con él? ¡Abusaron en todo momento de su fortuna, sacándole dinero para sus frivolidades!, ¡Obligándolo a un matrimonio por agradecimiento!, ¡Separándolo de la persona que él ama!, ¡Burlándose en su cara de su necesidad por expiar su sentimiento de culpa!, ¡Instándolo a gastar una fortuna en la recuperación de su hija, contratando los mejores especialistas para que pudiera caminar!, ¡Cumpliendo todos sus caprichos, no sólo de Susana, sino los suyos también!, ¡Si usted, que no se conformó con casa, carro, chofer y servidumbre, quería formar parte de la alta sociedad!, ¡Un precio demasiado alto! ¿No cree? — Decía el duque, quien había elevado la voz, dejando a la mujer muda, estática con el semblante pálido, sin saber qué responder. — Pues ¡No, señora!, ¡Eso se terminó!, ¡Ustedes no merecen nada!, ¡Su mezquindad las ha llevado a esto!, ¡Si tan solo hubiese visto un ápice de bondad en alguna de las dos, la situación sería diferente!, pero ¡Lo que he visto es a un par de arpías ensañándose con mi hijo!, ¡Condenándolo a la infelicidad eterna!, sin embargo, ¡No les bastó con eso!, Ahora, ¡¿Lo acusan de intento de homicidio?! ¡¿Con qué propósito, señora?!, ¡Dígame!, ¿Cuál es su intención ahora? ¿Generar un mayor sentimiento de culpa por el intento de suicidio de la inestable mental de su hija? Porque ¡A mí no me va a engañar, haciéndome creer que Terrence atentó contra Susana! ¡Esa es otra sucia artimaña!, ¡Pero no esperaban que ahora él, cuenta con mi apoyo! — Proseguía el duque, que furioso caminaba de un lado a otro para no perder el control.
— Sin embargo, ¡sé reconocer que le salvaron la vida a mi hijo!, ¡Gracias a ello no las refundo en un calabozo por haber atentado en contra de un personaje de la monarquía!, ¡Les daré una propiedad en Australia, la cual cuenta con todo lo necesario para hacerla producir!, ¡Ustedes tendrán que trabajarla!, ¡Si lo hacen apropiadamente, tendrán para vivir bien!, ¡Además podrán comenzar de nuevo! — Concluyó el hombre, que ya no miraba a la mujer. — ¡¿Australia?! ¡¿Qué a ese lugar no es donde mandan a los presos de la Gran Bretaña?! — Contestó la mujer con voz trémula. — ¡Por favor! ¡Tenga piedad! ¡No, no podemos ir a ese lugar! ¿Qué será de nosotras? ¡¿De mi Susy, que necesita atención médica?!, ¡Desde ahora señor mío le digo que no iremos a ese lugar! — A finales del siglo XVIII, el gobierno británico decidió colonizar Australia con el envío de presos, que trabajarían en granjas propiedad del gobierno, quienes cumplían sus penas, quedaban libres y podían solicitar la asignación de tierras para trabajar de forma privada. Así era como el ducado contaba con bastantes hectáreas que comenzaban a tener cierto valor productivo, lo que no sabía la señora Marlow es que en esas tierras se encontraron cimientos de oro, que apenas comenzarían a explotarse. El duque a pesar de todo valoraba lo que Susana había hecho por su hijo, pero no quería que esas mujeres lo supieran hasta que estuvieran allá.
— ¡No está en posibilidades de negarse, señora! ¡Es eso! ¡¿O el calabozo?!, ¡Debe de reconocer que estoy siendo benévolo! — Respondió el duque, que seguía sin mirar a la mujer — ¡¿Para usted eso es benevolencia?! ¡Mandarnos al quinto infierno con una bola de presidiarios, andrajosos y pervertidos hombres!, ¡No! ¡Es mi última palabra!, ¡No iremos a ningún lugar! ¡Su hijo debe responder al sacrificio que mi Susy hizo por él!, ¡Estoy segura que él no lo permitirá! — ¡Ustedes ya no tendrán contacto con Terrence! Pero ¡Está bien!, ¡Si no quiere irse a donde les indico!, ¡Hablaré con mis abogados para iniciar un proceso en su contra por difamar a un noble inglés y no creo que pueda o quiera enfrentar algo así! — Concluyó el duque volviendo a mirar a la mujer, que ya había bajado la cabeza.
En tanto, en la mansión de los Ardlay, la celebración había dado inicio, pero se sentía un ambiente tenso a pesar de que los músicos daban sus mejores acordes, nadie se movía de sus lugares. Archie no soltaba a Candy de la mano, se sentía orgulloso que ella fuera su novia y que en algunos meses se convirtiera en su esposa. Sus sentidos inmersos en orgullo que traspasaba cualquier barrera de la premura, no lo alertaron sobre la presencia de Terry, que, al otro lado del salón, a sabiendas de que era observado por Candy daba dotes de su galanura a su acompañante, quien mediante una sonrisa fingida parecía disfrutar la galantería del actor. Candy fingía no darle importancia al hecho de que Terry estuviera ahí con Annie, pero su nerviosismo parecía que la delataría en cualquier momento, sus manos estaban frías, sus sienes palpitaban tan fuerte, como su corazón, pero sus oídos estaban sordos, como si estuviera dentro de una burbuja.
No dejaba de pensar que Annie se hubiese atrevido a contarle a Terrence lo sucedido con Archie, la forma en la que los encontró, peor aún que él lo hubiese creído. Ahora entendía el por qué Terry le había dicho tantas cosas, se preguntaba una y otra vez ¿Qué le habría dicho Annie?, ¿Cómo fue que llegaron de pareja? Eran tantas las incógnitas que tenía, pero lo peor era saberlos juntos, eso le mortificaba porque sabía del despecho de su otrora hermana.
Archie quería lucir a Candy con él, estaba feliz y quería que todos lo supieran, así que la llevó a la pista de baile, cuando un vals conocido era tocado por los músicos, la rubia no opuso resistencia, todavía se sentía aturdida, sus pensamientos no daban tregua. Archie la tomaba por la diminuta cintura, estrechándola lo más que las buenas costumbres lo permitían, fue entonces que notó algo extraño en su prometida, deseaba que conectara con sus ojos, que viera lo orgulloso y afortunado que era, pero ella mantenía la cabeza inclinada, parecía que no quería ver a su alrededor. En ese momento el chico miraba por todas partes, ¿Qué era lo que evitaba ver su novia? A la par varias parejas se animaron a bailar, entre ellas Terry y Annie, Albert y la tía abuela, Elisa y Neil, estos, dos últimos se miraban entre ellos. — ¿Estás viendo lo mismo que yo, hermanito? — Preguntó la pelirroja, — ¡Sí, Elisa!, ¡Creo que pronto sucederá algo! — Respondió el joven — ¡Si es que Albert o la tía abuela no lo impiden! — ¡Hay que cambiar de pareja con ellos, así impediremos que acudan al rescate de esos cuatro! — Propuso la joven. Así lo hicieron. Albert un poco extrañado cedió paso a Neil, tomando a la chica con poca cortesía. — ¿Ahora qué traman Elisa? — ¡Nada, tío abuelo! ¡Sólo quisimos bailar con ustedes! — Respondió con una sonrisa mustia. El magnate, pensó que al bailar con su sobrina ella no podría hacer daño, así que continuó.
Archie continuaba mirando entre los invitados, pero no veía a nadie extraño, familiares, amigos, nada fuera de lo normal, hasta que una risita que escuchó le sonó conocida, ¡Era la de Annie! De inmediato volteo y su peor pesadilla se hizo realidad al ver nada menos, que a ¡¿Terrence Grandchester?! ¡Y bailando con su ex novia! Lo primero que sintió fueron sus piernas flaquear, pero después del primer impacto la sangre fue subiendo por su cuerpo haciendo que sus mejillas se tiñeran de rojo, tensando todos sus músculos. Candy se dio cuenta y apretó la mano del joven, quién intentó soltarse. Cuando ella lo miró notó cómo su mandíbula estaba apretada y su rostro desencajado. — ¡Cálmate, Archie, por favor! — ¡¿Tú lo sabías?! ¡¿Sabías que ese aristócrata estaba aquí?! ¡¿Lo sabías, Candy?! — ¡Si! Pero… — La pieza musical acabó, la chica se aferró al brazo de su prometido evitando que siguiera a Terry y Annie, él se había quedado mudo, finalmente dejó a la chica junto a Albert y se dirigió al tocador, necesitaba serenarse.
En el baño, Archie inclinado con los brazos extendidos y las palmas de las manos sobre el lavabo intentaba arañar el mueble, la cabeza miraba hacia el suelo, su sedoso cabello caía sobre su cara, tapando las gruesas gotas de sudor que iban cayendo, apretaba sus ojos, ¡Quería gritar! Estaba enfurecido, temeroso de que todo lo que soñaba se esfumara, tenía que pensar, saber lo que tendría que hacer. Por una parte, estaba Annie con sus amenazas, por otro, Grandchester, ¡¿Qué demonios hacían juntos?! Se preguntaba el chico, que de súbito se enderezó y mirándose al espejo notó lo turbado que se veía su semblante. Abrió la llave para con sus manos tomar agua y mojarse la cara, respiró hondo, alisando su ropa, proseguía con su monologo interno. Era inevitable, de todos los sentimientos que pasaban por él en esos momentos, tal vez lo que más removía sus entrañas eran los celos, ese dolor agudo que no lo dejaba respirar, ¡¿Sería, acaso?! ¡¿Que todos tenían razón y Candy aún amaba a ese tipo?! Pero ¿Entonces? ¡¿Por qué le había besado y dicho que lo amaba?! ¡¿Que esperaba una oportunidad?! ¡No, no! — Se repetía, sacudió su cabeza, acomodó su cabello, no demostraría nada de lo que sentía y menos denotaría inseguridad ante Grandchester. — Se dijo a sí mismo y salió del cuarto de baño para reincorporarse a la fiesta. Cuando llegó al salón buscó con la mirada a Candy, pero no la veía por ninguna parte, Albert al lado de la tía abuela, departiendo con otros invitados, se dedicó a recorrer todo el salón, agudizando su vista, buscaba a Terry, pero tampoco estaba, Elisa y Neil estaban pendientes, observando con beneplácito cualquier acción de su primo, que pudiera generar un escándalo y provocara que la tía abuela enfureciera. Al pasar los segundos, un coraje intenso iba subiendo por el estómago del joven prometido, sus pensamientos de nuevo se agolpaban en su cabeza, quería triturar a Candy, por su falta de lealtad, ¡¿Dónde diablo estaba?! ¡Seguramente está con él! Las imágenes de ellos, unidos en un beso apasionado le producían escalofríos, espasmos de dolor entremezclado con coraje, lo que hacía apretar sus puños fuertemente, la sangre le bullía hacia su cerebro, cegando sus propósitos de mantenerse sereno.
Continuará...