—¿Entonces cuál es el plan? ¿Qué quieres que haga? Esto sinceramente me parece ridículo —la mujer se ríe.
—Por más ridículo que te parezca, lo harás. ¿Estamos de acuerdo? Será algo muy fácil.
—En eso tienes razón. Hum ¿por qué elegiste a un hombre tan feo? A mí me gusta divertirme con ellos antes de que se vayan, ya sabes… Me excita saber que soy la última mujer que los hará disfrutar antes de morir.
—Pensé que odiabas a los hombres, Sandra. ¿Tu novio sabe que disfrutas tus encuentros íntimos con esos hombres? —preguntó con curiosidad Flammy, sabía que Sandra tenía un novio, un vividor con el cual se embriagaba y consumía sustancias que la desconectaban del mundo durante días. Flammy sentía pena por ella, pero no había nada que hacer, Sandra estuvo recluida en centros de rehabilitación muchas veces, pero era una adicta que quería aplacar las penas de su corazón con la falsa calma que le ofrecían las drogas, su mundo era cada vez más caótico, pero ella no se daba cuenta.
Tenía días lúcidos, trataba de mantenerse limpia para demostrar que todo estaba bajo control y lo lograba por algunos días. Era entonces cuando Flammy la visitaba, sentía afecto por ella, le recordaba mucho a ella cuando tenía su edad, Sandra tenía solo dieciocho años y Flammy la vigilaba de cerca, la rescató muchas veces de la muerte, pero sabía que tarde o temprano su amiga moriría, si no a causa de una sobredosis, entonces a manos de algún infeliz. Ya que cuando se quedaba sin dinero para poder seguir alimentando su adicción, vendía su cuerpo, su novio le ayudaba a conseguir clientes.
—Lo sabe, claro que sí. Así me conoció y eso le gustó de mí, hemos hecho tríos, querida. Nada nos asusta y por eso hemos funcionado. Odio todo de los hombres menos su juguetito. Tú me entiendes, ¿verdad?
—Oh, sí. Claro que sé a lo que te refieres, pero… si eres open mind, deberías darle una oportunidad al gordito. Quizás lo disfrutes.
—Ihu, qué asco. Puedo morir asfixiada —bromeó.
Sandra y Flammy tenían una buena relación, la única condición de la castaña era no tener que tratar con otra que no fuese Flammy. Le desagradaba mucho tratar con extrañas, Flammy supo ganársela un día que fue a la casa de Sandra y le contó su historia, le dijo que ella era algo así como una justiciera; que a los hombres que mataba era porque se lo merecían, eran violadores o que violentaban a sus esposas u otras mujeres. Ambas comprendían el dolor de la otra, aunque Flammy no había contado toda la verdad, pues omitió que tenía una enfermedad mortal. Sandra se unió a su causa, de vez en cuando Flammy le llamaba y ella acudía, se llevaba un buen dinero y ayudaba a exterminar a sabandijas cobardes.
Flammy siempre fue una chica taciturna, pero al comprender que la vida era muy corta aprendió a valorar cada instante. Apreciar cada paisaje, aunque esté fuese un cielo gris, a sonreírle a personas desconocidas y hablar por horas con las mujeres que al igual que ella tuvieron un pasado terrible. Donaba grandes cantidades de dinero a orfanatos y asociaciones de caridad, pasaba horas en el parque viendo correr a los niños, algunas lágrimas se le escapaban pues ella jamás tendría un hijo. Esa posibilidad se la arrancó de las manos el infeliz que decidió que su vida tenía que terminar.
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—Alfonso, cariño, nos están viendo.
La mujer susurraba a su esposo que comía como si no hubiese un mañana, embarrando su barbilla, sin pisca de vergüenza. Padecía de ansiedad, solo él conocía sus oscuros secretos y la culpa que le obligaba a tratar de llenar el vacío de su alma.
A sus sesenta y cinco años era un hombre obeso, sus piernas apenas soportaban su voluptuoso cuerpo. Su esposa inútilmente trataba de racionarle la comida, le preparaba comidas saludables, pero él saciaba su hambre en los restaurantes. Gastaba una significativa cantidad de dinero todos los días entre filetes y postres, estaba perdido entre el colesterol y los triglicéridos, pero simplemente no podía parar de comer. A veces lloraba frente al espejo del sanitario, su rostro era tres veces más grande que veinte años atrás, su complexión era grotesca y no se atrevía ni a rezar, tenía años de no ir a la iglesia, ni siquiera cuando su única hija se casó fue capaz de pisar el suelo santo.
En su juventud siempre fue atlético, de todos sus amigos él era el que más se cuidaba. Corría todas las mañanas, iba al gimnasio tres veces a la semana y los fines de semana practicaba deportes extremos. Era el mejor en el campo de futbol y ni hablar del beisbol, una vez a la semana iba a jugar golf con sus socios. Las lágrimas surcaban su cara, en esos tiempos él no tenía necesidad de rogarle a una mujer porque ellas llegaban a él por voluntad propia.
Por eso no entendía que fue lo que lo poseyó ese día y lo obligó a actuar como un monstruo, era un bastardo y la vida se encargaba de recordárselo día a día. Detestaba a William por haberlo invitado a ese lugar, pero maldecía a Edward por incitarlo hacer lo que hizo, pero la verdad es que el único culpable era él, “nadie más decide por ti, lo que haces es porque así lo quieres” le repetía la voz en su cabeza, la culpa lo embargaba y entonces se refugiaba en el único placer que ahora tenía, la comida, bandejas y bandejas de comidas.
—¿Señor, gusta un aperitivo? —ofreció la joven que caminaba entre los invitados sonriendo con la más tierna sonrisa y con una bandeja de bocadillos en su mano derecha.
Alfonso le sonrió y tímidamente tomó primero tres bocadillos de carnes frías, se metió dos a la boca y los trituró, tragándolos casi al momento, inmediatamente se metió el otro, mientras su esposa apenas tomaba uno de la bandeja delicadamente.
—Espere señorita, no se vaya —el hombre le sonrió a la joven, tomando esta vez cinco bocadillos.
—Alfonso, puedes por favor dejar eso, la gente nos mira, cariño —susurró avergonzada la mujer.
Era el aniversario de bodas de su hija y ni siquiera por eso Alfonso podía comportarse.
—Querida, qué otro día puedo degustar de estas delicias. Si en casa me limitas —le guiñó un ojo a la muchacha que complacida solo asentía.
Avergonzada de que su esposo hiciera esos comentarios, hablando con la boca llena, casi atragantándose, la esposa de Alfonso buscó a su hija para disculparse y luego abandonó el lugar.
—Señor, solo porque usted me cae bien —habló la muchacha— yo puedo darle algunos bocadillos extra y hasta platillos fuertes, claro, si usted desea.
Al hombre le brillaron los ojos, se relamió los labios y asintió repetidas veces.
—¿De verdad? —volteó hacia su hija, la cual se encontraba de espaldas conversando animadamente con algunas personas— pero no le diga a mi hija, es la anfitriona y ya viste a su madre, así que shhh.
—Oh, no se preocupe señor, mi boca está sellada desde ahora —murmuró la joven— venga, puedo atenderlo en aquella mesa, está bastante alejada y nadie se dará cuenta.
Alfonso la siguió, era cierto, la mesa estaba desértica.
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—Y bien, ¿qué tenemos aquí?
Neil sacó un pañuelo y lo extendió sacudiéndolo con una mano, para después colocarlo en su nariz. Terry se puso unos guantes de látex y se acuclilló, pero el olor nauseabundo de la emesis le hizo llevarse su antebrazo a su nariz, no obstante, el médico forense le paso una mascarilla para hacer más tolerable la inspección.
—Demonios, esta es la escena más repúgnate que he visto en mi vida —alcanzó a decir Neil antes de que las arcadas lo obligaran a vaciar su estómago por la ventana.
Terry se contuvo para no correr y devolver ahí mismo, mientras el perito le señalaba sus observaciones, él solo podía asentir. Por el rabillo vio a Neil, uno de los agentes se acercó con una botella de agua y servilletas, se disculpó y acudió con su amigo.
—Venía a decirte que el caso del hombre putrefacto del puente fue el caso más desagradable que hemos tenido, pero ahora mismo siento que mi estómago está haciendo un esfuerzo sobrehumano para no vomitar.
—Vámonos, no hay nada raro en la muerte por indigestión de un glotón —dijo Neil.
—No es solo eso, tal vez eso es lo que querían que pensáramos —Terry señaló las cámaras—. Solo déjame ver si puedo revisar las cámaras sin traer una orden.
—Haz lo que quieras —Neil se vació el resto del agua que le quedaba en la cara, y luego se abanicó con la mano.
Terry no tuvo problemas para acceder a las cámaras y de inmediato notó la amabilidad de la camarera con Alfonso, un trato preferencial adjudicado por ser el padre de la mujer de la pareja que festejaba, Terry además vio que la chica que le atendía solo estaba para el occiso. Era claro que llegó hasta Alfonso con la intención de que fuese su único comensal. Luego lo llevó a la mesa más retirada del salón, cerca de una esquina, en donde se esmeró en llevarle charolas de exquisitos platillos, postres y bebidas, en proporciones exorbitantes solo para Alfonso.
Y había otro detalle, la chica tenía el cabello negro y lacio, le caía en los hombros. No era muy alta, rondaba quizás por los 1.60 de estatura, su piel era blanca como la de… Candy.
—Doncella de la muerte —murmuró con sus latidos acelerados.
Salió del cuarto de monitoreo casi sin respiración, se tuvo que aflojar la corbata para recobrar el aliento. Neil lo esperaba en el auto, vio que Terry se desataba la corbata y luego la guardó en el bolsillo de su pantalón.
—¿Estás bien, Granchester? —le gritó Neil, bajando del coche— parece que hubieras visto un fantasma.
—Estoy bien. Es otro caso de la Doncella de la muerte —informó caminando hacia el vehículo.
—¿En verdad lo crees?, yo más bien pienso que la viuda tiene algo que ver. Según los informes la esposa del occiso se avergonzaba de su aspecto, de hecho, se retiró temprano de la recepción. Y dado las condiciones en que murió, tiene sentido que la esposa no quisiera seguir con él.
Neil hablaba, pero Terry manejaba sin escucharlo, siempre que se trataba de la Doncella de la muerte se ponía nervioso, irremediablemente se le venía a la cabeza Candy. Pero algo no encajaba del todo, la mujer del retrato hecho con la ayuda de la señora Ardlay no era nada parecida a la que él vio en pantalla, ¿se estaría equivocando y en realidad no había conexión en los casos? Quizás Neil tenía razón y era hora de olvidarse de los casos.
Los últimos dos meses desde que empezaron los asesinatos de la supuesta asesina serial y él lo relacionó con Candy, permanecía las noches en vela. De nuevo Candy le robaba el sueño, hasta cuando dejaría de pensar en ella. Aceleró a la misma velocidad que las palpitaciones de su corazón.
—Hey, hey, no hay prisa Terrence…
Neil revisaba las fotografías y leía la poca información que le habían dado los camareros que vieron a la misteriosa mujer, no se conocían entre ellos porque habían sido contratados por una agencia de trabajo para la ocasión.
Otra vez estaban con las manos vacías, la Doncella, era lista, no dejaba huellas. Pero Terry no se conformaba con la información que lograba recabar en sus horas laborales, él quería llegar más allá ocupando sus horas de descanso en el caso. No tendría descanso hasta atrapar a la Doncella de la muerte, solo así su alma descansaría y dejaría la estúpida idea de relacionarla con Candy.
Continuará…
Lee aquí el Capítulo 4